Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.
Romper protocolos y rutinas es oportuno si se introducen prácticas que superan lo acostumbrado. Pero innovaciones cuya única novedad consiste en repetir de otra manera el pasado causan confusión y difunden embustes. Es la novedad para seguir igual. La novedad es real cuando estimula la transformación del presente, abre futuro y crea esperanza. La conmemoración de la independencia “nunca antes vista” trajo algunos cambios, pero en continuidad con las prácticas tradicionales. El presidente Bukele pasó por alto el acto protocolario de la plaza Libertad, cambió el orden y el recorrido del desfile de la capital, la Fuerza Aérea desplegó la bandera nacional sobre la parada de la misma manera que los franceses extienden la suya sobre los Campos Elíseos el 14 de julio y el día concluyó con coloridos fuegos artificiales al estilo del 4 de julio estadounidense. Si estas evocaciones no fueran simples imitaciones, tendrían sentido, porque los abogados, los clérigos y los profesionales que declararon la independencia de Centroamérica admiraban la revolución francesa y los principios enunciados en el acta de independencia de Estados Unidos.
Quizás la innovación más llamativa haya sido el silencio del presidente, que este año se ahorró el discurso acostumbrado, el cual intenta dar palabra a la conmemoración. La verdad es que estos discursos de obligación protocolaria repiten tópicos resabidos. Sin embargo, el Gobierno de Bukele se expresó con claridad meridiana al otorgar lugar privilegiado al Ejército y la Policía. El mensaje no se transmite solo con palabras, sino que también con imágenes. A veces, como en este caso, estas son más elocuentes que la retórica. La relevancia concedida a las fuerzas militares y policiales evidencia la fuerte apuesta gubernamental por la militarización de la seguridad ciudadana y la sociedad. El Gobierno de Bukele hizo desfilar un Ejército en pie de guerra, en una demostración de poderío militar, no exento del típico machismo latinoamericano. Ciertamente, el armamento exhibido no es el más apto para librar hoy una guerra, ni esta es una posibilidad real, dado el contexto regional e internacional.
La apuesta gubernamental es atrevida. En sintonía con una corriente subterránea muy popular, explicita el anhelo del dictador. La incapacidad comprobada de la democracia, gestionada por capitalistas y políticos, para satisfacer las necesidades más sentidas de la población ha suscitado desde hace ya tiempo la añoranza por un dictador, que resuelva por la fuerza y de una vez por todas los graves problemas del país, incluida la pobreza y la desigualdad. Es osado alimentar esa nostalgia, porque el autoritarismo, la fuerza militar y la violencia, aunque consolidan la popularidad presidencial, conducen a un callejón sin salida. La imagen de unos presuntos pandilleros humillados ante un poder con connotaciones imperiales o de monarquía absoluta es una negación aberrante de la república. Es atrevido asociar al Ejército con la independencia de 1821 y la identidad nacional. Ambas son mucho más complejas y ricas que los militares. Esa identificación arbitraria refleja falta de formación y de creatividad. Finalmente, la militarización de la independencia no es novedosa, pues todos los Gobiernos, sin excepción, han cultivado está tradición. La diferencia estriba en que la administración de Bukele le ha otorgado mayor visibilidad. Se ha refugiado en una propuesta facilitona, aunque muy del agrado de sus seguidores.
La exaltación del Ejército es, además, ofensiva para las miles de víctimas de la represión de la dictadura militar. Incomprensiblemente, el Gobierno enaltece como síntesis de virtudes humanas y ciudadanas a una institución que todavía no ha pedido perdón por sus violaciones a derechos humanos, que se ha negado sistemáticamente a colaborar con el esclarecimiento de esos hechos y que financia la defensa de los oficiales acusados de dichas atrocidades. La primera orden presidencial que mandaba suprimir el nombre del teniente coronel responsable de la masacre en El Mozote de un cuartel, tres meses después, resulta un sinsentido, pues el mismo presidente encumbra a un Ejército irredento.
Aparentemente, una cursi leyenda gubernamental, aparecida en la prensa, interpreta la conmemoración. El Gobierno presenta a los militares y policías como “héroes y mártires”, en un intento por asimilarlos a las figuras detrás de la independencia. Pero estas eran todas civiles. La utilización del concepto “mártir” es una injuria. La tradición martirial de El Salvador, encabezada por Mons. Romero, es totalmente ajena al Ejército, como no sea porque sus escuadrones de la muerte asesinaron al arzobispo, a Rutilio Grande, a los jesuitas de la UCA, a las religiosas estadounidenses y a otras, y a muchos otros sacerdotes y agentes de pastoral. La intelectualidad de Casa Presidencial concluye, desconcertantemente, que “la patria” señala “la senda florida en que la justicia y la libertad nos lleven a Dios”. La justicia y la libertad verdaderas conducen a Dios, pero nunca a través de las fuerzas de seguridad. Estas nunca han cultivado la justicia y la libertad, y nunca podrán hacerlo, dada su mentalidad. Es así como el silencio presidencial finaliza en torpeza lamentable.