Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero
El interés primario del capital es obtener la más elevada rentabilidad. Por eso busca con ahínco condiciones óptimas para alcanzar esa finalidad. Una de esas condiciones es establecer una buena relación con el Gobierno de turno y, en caso de discrepancia, lo cual es inevitable, negociar. Comprensiblemente, al capital no le interesa la política, y menos la política partidaria. La lógica capitalista es pragmática. Habla con todas las corrientes políticas y durante las elecciones financia a todos los partidos con posibilidades, prescindiendo de su ideología. Tal vez dé más al partido de sus preferencias. Aun cuando pueda tener simpatías por aquel partido que defienda sus intereses, no excluye a ninguno, porque, en caso de necesidad, dialoga y negocia con todos.
Paradójicamente, el capital salvadoreño —al menos en sus expresiones formales— sigue otra lógica, pues hace política partidaria. Los directivos de sus instituciones constituyen un frente de oposición al Gobierno del FMLN. Quizás porque consideran que Arena no representa satisfactoriamente sus intereses o quizás porque a los directivos les gusta la política partidaria. Muchos de esos directivos, en contradicción con la lógica capitalista, se comportan como activistas políticos de oposición. Pareciera incluso que los empresarios eligen directivos con vocación política partidaria. Esta conducta anómala, desde la perspectiva capitalista, no favorece al capital, porque imposibilita el diálogo y la negociación con el Gobierno, lo cual afecta directamente sus intereses primarios. En este sentido, la aventura política de los directivos tiene un costo elevado. Cuando Arena ha ocupado el poder ejecutivo, los líderes empresariales también han hecho política partidaria, ya que, por lo general, actúan como una extensión de la burocracia gubernamental.
El contraste con el capital nicaragüense es iluminador. A diferencia de los capitalistas salvadoreños, los nicaragüenses han negociado un pacto con un Gobierno cuyo discurso es mucho más radical que el del FMLN. A pesar de ser un Gobierno dictatorial, el pacto ha resultado muy eficaz. Prueba de ello es la inversión extranjera y el dinamismo de la economía nicaragüense. A diferencia del capital salvadoreño, el nicaragüense se mantiene alejado de la política partidaria, que clama por elecciones libres y por un Gobierno democrático. El caso de Nicaragua muestra claramente el pragmatismo de la lógica capitalista. No es que el régimen nicaragüense sea ejemplar, sino que sirve de contraste para mostrar el comportamiento anómalo del capital salvadoreño. Tampoco se trata de que el pragmatismo capitalista sea ético, sino de señalar la actuación contra natura del capital salvadoreño.
Ahora bien, cabe diferenciar entre los dirigentes de las organizaciones capitalistas y los capitalistas. Muchos de estos, más perspicaces que sus representantes, hacen caso omiso de la retórica partidista de aquellos y dialogan y negocian con el Gobierno para obtener contratos y privilegios. Sin embargo, esa relación dual, incluso contradictoria, no es sana para el capital ni para los intereses representados por sus organizaciones. Es absurdo el comportamiento de las gremiales empresariales nacionales. El capital transnacional suele ser más inteligente, o más capitalista, en el sentido de que se apega más a la lógica del sistema económico.
El gran capital nacional debiera tomar distancia del partido que supuestamente representa sus intereses, o al menos debiera forzarlo a adoptar una posición más inteligente o, en sentido estricto, más política. Hasta ahora, Arena fustiga sin tregua al Gobierno, pero más allá de eso no ofrece ningún proyecto. El partido del gran capital, al igual que sus dirigentes gremiales, se agota en el ataque visceral contra el Gobierno del FMLN. No es que este no sea criticable, lo es y mucho. Sino que esa oposición feroz no dispone de una propuesta. Se agota en la toma del poder, al igual que el FMLN.
Todos ellos son herederos de la guerra civil. Por tanto, militantes voluntariosos, que luchan entre sí para derrotar al otro, sin importar el daño que ocasionan a la sociedad. Según su forma de ver las cosas, la victoria de uno de ellos es, necesariamente, buena para todos, porque el adversario representa la perversidad absoluta. Por eso, la lucha se reviste de retórica apocalíptica o de salvación mesiánica, según sea el caso. Ciertamente, no puede ser salvación mesiánica, porque la lucha sin cuartel deja tal desolación que es prácticamente imposible construir algo nuevo, las oportunidades perdidas son demasiadas y el odio entorpece la unidad necesaria para superar las crisis nacionales.