Un alto dirigente de Arena ha hecho un llamado general a “administrar nuestras diferencias (…) sin recurrir a la violencia y la crueldad” y a “distinguir entre la búsqueda de la verdad y la justicia, y la sed de venganza y de destrucción”. El llamado en sí mismo es oportuno y necesario, dada la elevada polarización del debate político. Aunque tal vez sea un poco tardío, porque su autor pudo haber contribuido a ello durante los cinco años que estuvo en la Presidencia de la República y durante los muchos años que estuvo al frente de Arena.
Ciertamente, las diferencias no deben resolverse mediante el uso de la violencia y la crueldad. Políticos y funcionarios tienen mucho trabajo por delante para aprender a respetar la opinión contraria y a dialogar y negociar las diferencias. Hasta ahora, su conducta, imbuida de autoritarismo y prepotencia, ha contribuido a consolidar la cultura de violencia predominante. Bastante menos claro es el llamado a distinguir entre la verdad y la justicia, y la venganza y la destrucción. A falta de mayor concreción, puede leerse como un llamado a no pedir cuentas de sus acciones al poderoso. El contexto del llamado, el fallecimiento de un expresidente, cuyo procesamiento judicial fue interpretado por la derecha como venganza y linchamiento político, autoriza esta lectura. La cultura política nacional interpreta la justicia como venganza, sobre todo cuando el imputado es parte de las élites.
Reclamar justicia no es venganza, sino exigir la reparación del daño causado por el acto injusto. Ciertamente, la exposición pública de la verdad dura del crimen cometido conmociona al imputado, a su familia y a sus amistades. Pero quienes sufren las consecuencias sociales y personales del proceso judicial no deben olvidar la humillación y el sufrimiento infligidos antes a las víctimas y a sus familiares y amistades. Tampoco deben olvidar que la iniciativa de tanto mal la tuvo el hechor, no la víctima. A esta solo le queda reclamar justicia. Ambos sufrimientos se evitarían si el criminal en potencia calculara racionalmente las consecuencias de sus actos y se abstuviera del crimen. Pero en el país, cuenta más la ineptitud de la investigación policial y forense, la venalidad del sistema judicial y, en último término, la protección del poderoso.
Es comprensible que el acusado alegue inocencia, pero corresponde a la justicia verificar si es así. Cuando el acusado es el poderoso o uno de sus aliados, parece que la acción de la justicia es innecesaria. Al menos eso se deduce de los alegatos de los partidos políticos de derecha a favor de los antiguos oficiales militares acusados de crimen de lesa humanidad. Reclamar justicia en este caso es rechazado como algo indebido, como venganza o linchamiento. El poder no está sometido a la justicia. Pero si el procedimiento judicial es inaplicable al poderoso que se declara a sí mismo inocente, también debiera serlo para los demás en razón de la igualdad fundamental. Pero por esta vía, la justicia sale sobrando y se impone la ley de poder.
Tampoco la verdad interesa cuando el imputado es poderoso. El investigador policial y fiscal no está interesado en buscarla, porque el procedimiento judicial se ventila con criterios ajenos a la justicia. Solo así se explica que trece conocidos altos ex oficiales militares, reclamados por la policía internacional, se le hayan escabullido a la policía salvadoreña. Ahora bien, si semejantes figuras huyeron sin la colaboración policial, qué se puede esperar de una Policía tan débil. En cualquier caso, la institución queda mal parada, bien sea por proteger al poderoso buscado por la justicia, bien sea porque se le escapa.
Al respecto, cabe dudar del llamado del expresidente Cristiani, porque Arena protesta indignada por la captura de cuatro exmilitares acusados del crimen de lesa humanidad de la UCA en lugar de animar a la justicia a hacer su trabajo. El crimen es crimen con independencia de ideologías, lealtades y alianzas políticas. La justicia no polariza a la sociedad salvadoreña, la cual, de hecho, ya se encuentra polarizada en exceso por los políticos y sus acólitos mediáticos. La reconciliación no se construye sobre la mentira y la impunidad. En la vecina Guatemala han sentado en el banquillo de los acusados a expresidentes y antiguos jefes militares sin tanto escándalo político.
La verdad y la justicia siempre han incomodado a la sociedad salvadoreña, que ha hecho lo posible por eludirlas. Todo parece indicar que en este caso también se evadirán. Los cuatro exmilitares capturados reúnen condiciones formales que podrían entorpecer su extradición. De los cuatro, solo uno fue condenado, uno que ni siquiera estuvo en el sitio del crimen; los otros tres, que sí estuvieron y dispararon contra las víctimas, fueron declarados inocentes. Los otros trece, presuntos autores intelectuales, nunca se han sentado en el banquillo de los acusados.
La verdad queda sepultada por ignorar su trascendencia o por temor a que los crímenes —sobre todo, los de los poderosos— sean expuestos ante la opinión pública. Pero negarla e impedir la justicia es vivir en la mentira. En estos tiempos, es necesario recordar que un crimen es un crimen y exigir autonomía para la acción judicial, condición necesaria para que priven el derecho y la justicia.