Un dios a la medida

Rodolfo Cardenal

Invocar el nombre de Dios con la frecuencia de Bukele no significa que la fe sea genuina. En efecto, no pierde ocasión para afirmar que Dios lo guía y lo apoya y, por tanto, sus obras proceden de él. Sin embargo, no es fácil identificar quién es el dios invocado. No es el Dios de las tres religiones abrahámicas —el judaísmo, el cristianismo y el islam. Dios prometió a Abraham la posesión de una tierra y una descendencia como las estrellas del firmamento por confiar incondicionalmente en él, hasta el extremo de disponerse a sacrificar lo más querido, su único hijo. El Dios de Jesús pide derecho y justicia para el huérfano, la viuda y los pobres, reprueba severamente a los pendencieros, los vengativos y los indiferentes ante la enfermedad y el sufrimiento de los demás.

Evidentemente, la fe es una cuestión muy personal, pero su autenticidad se verifica en la vida, en las actitudes, los sentimientos y las acciones. A eso se refiere el Evangelio cuando avisa que el árbol se conoce por sus frutos, no por unos pocos buenos y muchos inservibles, destinados a la basura. Un funcionario estatal que dice tener en gran estima su fe debiera esforzarse por acreditar su autenticidad, en su vida pública y privada.

Consciente de la veleidad de la naturaleza humana, el Evangelio advierte que no todo el que invoca al Señor habla con verdad, sino aquel que hace su voluntad. Y puntualiza, para dejarlo claro, que los amantes de las riquezas, aquellos que juntan un campo con otro y una casa con otra, los explotadores, los opresores, los mentirosos y los homicidas no prevalecerán. No hay, pues, cómo perderse sobre cuál es la voluntad del Dios de Jesús.

Las bienaventuranzas muestran sus dimensiones fundamentales. La primera es trabajar por el derecho y la justicia, porque abren el camino a la paz, en contraposición a la represión y la violencia. La segunda, enfrentar los conflictos con mansedumbre, no con insultos y agresiones. La tercera, desvelarse para que no haya hambrientos, enfermos, llorosos y perseguidos. La cuarta, tener compasión de los afligidos y practicar la misericordia con ellos, consolándolos y ayudándolos a superar la tribulación. La benevolencia con el débil o el derrotado es intolerancia con la causa de su aflicción. La quinta, cultivar un corazón limpio del tener y del poder para servir lealmente a los demás y a Dios. El corazón limpio ve a Dios en los pobres. No es indiferente y permisivo ante los males del mundo. Finalmente, no buscar las riquezas, sino compartir de tal modo que haya para todos y todos se sientan bienvenidos. El clamor de los pobres llega hasta a Dios, que pide superar activamente la pobreza.

Ninguno de estos preceptos figura en las prioridades de Bukele ni su conducta se ajusta a ellos. En consecuencia, el dios que tanto invoca no es el cristiano, sino uno hecho a su medida. Uno que lo deja en libertad para hacer como le plazca, que no le pide cuentas y que aprueba siempre su conducta. Este dios es una construcción muy útil. No solo legítima sus riquezas y su poder absoluto, sino también, quizás, le permite dormir tranquilo. Este es un dios al servicio del poder y la riqueza. El verdadero creyente, en cambio, se pone al servicio del Dios de Abraham. Un Dios cuya gloria es, como monseñor Romero dijo sabiamente, que los pobres vivan.

La posición de Bukele es única y privilegiada. Tiene a su alcance poner los fundamentos que hagan posible una vida digna para las mayorías empobrecidas y abandonadas a mediano y largo plazo. En sus manos está colocar a su servicio el poder absoluto que detenta. El gran obstáculo no es la oposición política y económica, sino la mentalidad de mesías exitoso. El “triunfador” no entiende qué es servir. Más bien, se sirve de los demás para satisfacer los apetitos más mezquinos. A pesar de sus “triunfos”, corre el riesgo de caer derrotado por sus ambiciones. Aunque satisficiera algunas, su legado no se corresponderá con sus expectativas más queridas. El verdadero triunfador es quien hace más digna y plena la vida de los demás.

Este es el criterio último para determinar si la fe confesada es verdadera. En la práctica, a Bukele y su régimen, la suerte de la gente les tiene sin cuidado, pese a la responsabilidad adquirida. Su dios es un ídolo, en cuyo altar sacrifican a las mayorías, incluso a sus seguidores, para obtener poder y riquezas. Muy seguros de su protección, desconocen que, en el momento menos pensado, el ídolo también los devorará a ellos.