Rodolfo Cardenal
La alta popularidad de Bukele, en algunos países latinoamericanos superior a la del papa, no es absoluta. Aparentemente, en el país, las mayorías aceptan de buen grado su dictadura. Sin embargo, esa popularidad debe ser matizada. En primer lugar, el asentimiento popular se concentra en la figura del dictador. Los diputados, los alcaldes y la cúpula del Ejecutivo son muy poco apreciados por la opinión pública, según las encuestas. En las elecciones internas del partido oficial, los candidatos a diputados que repiten han recibido un respaldo muy inferior al de la primera vez. En su descargo, cabe señalar que el desempeño eficiente y brillante es incompatible con la dictadura. Dicho esto, debe agregarse también que entre ellos militan muchos oportunistas, que se apuntan para vivir del Estado sin trabajar.
Así lo confirma la opinión pública, que piensa que los políticos son corruptos, aprecia poco su actividad y desprecia su credibilidad. En cuatro años, la dictadura no ha podido corregir esa opinión. Su persistencia confirma la especie de quienes sostienen que la reducción de los municipios obedece a razones electorales. En efecto, el oficialismo ha disminuido los 262 municipios a 44 para reducir las posibilidades de pérdidas en el nivel municipal. De hecho, cualquier candidato a alcalde tiene más aceptación que el de la dictadura.
Paradójicamente, esta ha adormecido a sus bases. El que la candidatura de Bukele no haya superado el diez por ciento en sus elecciones internas expresa la confianza total de aquellas, pero también su desinterés ante lo que perciben como un hecho consumado. La popularidad no se traduce automáticamente en votos. En cambio, los excluidos de las listas electorales del oficialismo no aceptan resignadamente su suerte. Descontentos, se empeñan en desacreditar e insultar a los favoritos. La reducción de los diputados y los alcaldes no solo disminuye las oportunidades de la oposición, sino también las de los que se lucran del oficialismo. La lealtad no es ilimitada. Se mueve por intereses que si no son satisfechos, se revuelven contra el objeto de su devoción.
La relación de la dictadura con las mayorías que la aprueban y la justifican tampoco es lineal. La valoran muy positivamente, pero no pueden identificar qué beneficios les procura, aparte de la seguridad. Sí saben que sus ingresos no aumentan mientras la canasta básica sube y que no encuentran empleo. Solo un poco más de la tercera parte de la población está satisfecha con su situación económica. La estadística de la pobreza es elocuente. Aproximadamente, la tercera parte es pobre. Más de medio millón vive en la pobreza extrema, es decir, no puede adquirir la canasta básica. Una canasta que ni siquiera contiene la cantidad de calorías necesarias, ni los productos más adecuados. Es la canasta más miserable de la región. La mayoría de estas familias solo come dos veces al día y su dieta es maíz, frutas, hierbas, flores y, a veces, frijoles. La carne y los lácteos no están a su alcance.
El 24/7 presidencial tampoco ha conseguido reducir la pobreza. La seguridad no incluye el derecho y la justicia. La disminución de la pobreza no figura en la agenda presidencial. Los hechos son incuestionables. Ahora son más los que están por debajo de la línea de la pobreza y los que inexorablemente son empujados hacia ella. La dictadura es desagradecida con las mayorías a las cuales debe la popularidad que la legitima. En su defensa se debe añadir que desconocen qué es el Estado de derecho. Nunca lo han experimentado, siempre sometidas a diferentes dictaduras.
Arena introdujo el capitalismo neoliberal para modernizar la economía, es decir, para revalorizar el capital. El FMLN, pese a su identidad revolucionaria, ni siquiera intentó paliar los efectos más nefastos del modelo económico impuesto por su enemigo más odiado. Y el enemigo más recalcitrante de los dos habla mucho de grandes cambios, pero mantiene intacta esa estructura socioeconómica. En lugar de una política orientada a reducir la desigualdad y la pobreza, la dictadura cultiva el rencor a los explotadores y los opresores del pasado, mientras recorre impasible el camino abierto y transitado por ellos.
No busca una sociedad más igualitaria y justa, sino la revancha contra los enemigos políticos que le facilitaron llegar al poder. En realidad, es un recurso para disimular que el clan presidencial y sus allegados son igualmente explotadores y opresores. La dictadura no promueve la convivencia pacífica, sino el conflicto social. No fomenta la solidaridad, sino el egoísmo exacerbado. No gobierna para el bien de las mayorías, que con su asentimiento la justifican y suscitan la admiración de ingenuos y necios, sino para unos cuantos favoritos. Tampoco contempla una sociedad bien avenida, sino el conflicto como fundamento de su poder y el conflicto victorioso como su forma de gobernar.