En una primera etapa de globalización, a principios del siglo XX, los movimientos y migraciones de mano de obra fue prácticamente universal. Estados Unidos, Argentina, Brasil y otros países de América Latina recibieron masivamente migrantes en busca de trabajo y se beneficiaron con ellos. Los procesos de colonización del siglo previo habían favorecido también la movilidad humana en favor de las potencias coloniales. Y muchos países, así mismo, se beneficiaron recibiendo a personas que huían de la pobreza, la guerra o la represión en sus propios países. En la etapa de globalización actual ha habido un aceleramiento muy intenso de la liberalización del comercio mundial y del mercado internacional de capitales. Pero simultáneamente se ha dado una tendencia, cada día más intensa, a restringir el movimiento de personas y las migraciones. Los líderes políticos se aprovechan y alientan la tendencia a ver a los migrantes como fuente de delincuencia, como suplantadores de puestos de trabajo o como personas que atentan, desde sus culturas diversas, a romper las supuestas identidades nacionales dentro de un mundo cada vez más multicultural. El sociólogo Zygmunt Baumann señalaba estas contradicciones diciendo que “aquellos reconocidos como inmigrantes económicos (es decir, las personas que siguen los preceptos de la elección racional, tan alabada por el coro neoliberal, y que, en consecuencia, buscan medios de subsistencia allí donde existen en vez de permanecer donde no los hay) son condenados abiertamente por los mismos gobiernos que intentan por todos los medios que la flexibilidad laboral sea la virtud cardinal de su electorado y que exhortan a los desempleados autóctonos a ponerse manos a la obra e ir a donde hay trabajo”.
Como en todas las contradicciones que afectan a millones de personas, las víctimas terminan multiplicándose y los efectos de ese tipo de política terminan generando situaciones claramente enfrentadas a los Derechos Humanos. Los refugiados llenan campamentos cuyo diseño conlleva siempre mal trato y relegación de derechos. Algunos países han diseñado verdaderas cárceles, aunque las llamen “centros de retención”, en las que internan a quienes entraron sin papeles o sin visa en sus Estados, recluyendo en ellas incluso niños. Las leyes, el odio anti inmigrante, muchas veces con tintes racistas y con actitudes agresivas, las mentiras sobre la calidad humana de los migrantes, los centros de retención, los muros y las deportaciones indiferentes a la suerte que los deportados puedan correr en sus países, son parte de esta especie de “brutalidad civilizada” que prescinde de toda sensibilidad humana y que olvida sistemáticamente lo que ya afirmaban hace quinientos años algunas personalidades religiosas ante los abusos en los albores de las etapas mundiales de colonización. En efecto. Ante la brutalidad de la “conquista de la Indias” hubo una corriente de frailes que insistían en que la humanidad es una y que a nadie se le puede privar de sus derechos fundamentales. Famoso es el sermón de fray Antonio Montesinos en que acusaba a los colonizadores españoles de estar en pecado mortal por el mal trato dado a los indios y al mismo tiempo les preguntaba”¿Estos no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No están obligados a amarlos como se aman Uds. a sí mismos?...¿Cómo están en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”. La sociedades de consumo y derroche ¿no tienen que hacerse estas misma preguntas ante el drama de los migrantes y refugiados?
Porque el drama es intenso. Los migrantes recorren caminos llenos de peligros. Caminan con riesgos, a veces inminentes, de ser asesinados, robados o sometidos a trabajo esclavo. Pueden morir en el mar masivamente ahogados o perecer en los desiertos fronterizos, abrasados por el sol y la falta de agua. Las mujeres se arriesgan a la violación, en algunos trayectos casi sistemática. La cárcel, el desprecio de su realidad humana, la indiferencia ante sus sufrimientos tiene raíces semejantes a las que terminaron propiciando el que hoy llamamos Holocausto, Shoá. Los migrantes no quieren sustituir a nadie. Ni siquiera tienen el afán de cobrar una deuda que en justicia podían reclamar ante naciones de tradición colonialista o que despojaron con un comercio injusto a sus países. Simplemente buscan paz, trabajo y posibilidad de construir su vida en dignidad. Se conforman con los peores trabajos, aportan capacidad de diálogo y diversidad, abren el espíritu a la solidaridad. No traen más mal que el que ya existe en los países receptores y muchas veces aportan renovación, esfuerzo y oportunidades de cuido para sociedades envejecidas. Negarse a ellos es con frecuencia negarse al propio futuro.
Las Iglesias, entre otros sectores abiertos a la generosidad y a la convicción de que la humanidad es una, han manifestado su solidaridad con los migrantes y han tratado de levantar un sentimiento auténticamente samaritano, fiel al Evangelio. Es difícil para alguien que tenga una fe cristiana adulta, no ver en el rostro golpeado del migrante la figura del Jesús crucificado. Desde un punto de vista puramente laico y vinculado a los Derechos Humanos es útil reflexionar sobre los crímenes de lesa humanidad. El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional define los delitos de lesa humanidad como “línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos contra una población civil”. Y entre esos actos cometidos de modo sistemático se mencionan el asesinato, la tortura, el encarcelamiento, violación o prostitución forzada y la persecución o diversas formas de desaparición forzada como el secuestro y otros. Realidades que sufren con demasiada frecuencia los migrantes que desde África , Medio Oriente o algunas zonas de América Latina, tratan de llegar a los paraísos del norte. Muchas veces para encontrarse al final, si logran llegar a su objetivo, con centros de retención o de refugio que muchas veces son cárceles disimuladas, agresiones racistas, incomprensión e indiferencia. Se puede decir que no hay planes estatales sistemáticos dedicados a cometer contra los migrantes los delitos mencionados. Pero los actos destructores de humanidad se cometen realmente y la omisión de defender derechos, cuando no la negativa a protegerlos, está demasiado establecida. ¿Tienen nuestros países del Norte una doble moral, un doble discurso, un nacionalismo que se convierte en una nueva versión del racismo?
Primo Levi, cuando sus oyentes, después de escucharle hablar del horror de los campos de concentración, le preguntaban ¿qué podemos hacer nosotros?, solía contestar diciendo “ustedes son los jueces”. A nosotros nos toca hoy ser jueces de los abusos que se comenten con los migrantes. Ante la tragedia de una migración que huye de la violencia y la pobreza, todos los seres humanos de buena voluntad tenemos la oportunidad de mejorar nuestra propia humanidad. Para ser buenos, decía un viejo refrán, primero hay que ser humanos. Y más allá de la complejidad e incluso los problemas que puede causar una migración desordenada, lo grave del tema migratorio es que se trata de seres humanos, personas de la misma familia humana, que sufren injusticias desde todo punto de vista intolerables. Abrir el corazón, hacer de parte de cada uno lo que cada uno pueda hacer en favor de ellos, enfrentar todo pensamiento racista y egoísta, y por supuesto toda posición vejatoria contra los migrantes de parte de nuestros Estados nacionales, no sólo es un deber de humanidad, sino una urgencia. El trato actual a los migrantes es una enfermedad social que solamente puede ser curada desde el pensamiento, la palabra y la acción solidaria.