Para quienes estamos vivos la muerte de nuestros seres queridos nos impulsa a mantenerlos en el recuerdo, asumir lo acontecido e incorporar la vida de nuestros antepasados a la propia vida. Desaparecer es quedar en la pregunta ¿vive? ¿huyó? ¿nos ama todavía? La muerte se asume como ley de vida o como fruto de la injusticia o la violencia humana. En el último caso se puede asumir desde la justicia. Los juristas suelen decir que la desaparición forzada es un delito complejo. Se desaparece a las personas para privarlas de sus derechos, para interrogarlas con maltrato, para torturarlas sin consecuencias para los torturadores, para matar sin que se sepa que se ha asesinado a inocentes, para proteger tanto a quienes dan la orden como a quienes realizan o disfrutan de crímenes desprovistos totalmente de humanidad. Son muchos crímenes en uno. Y por eso también la desaparición forzada es un crimen de lesa humanidad. Daña a toda la humanidad y rompe los vínculos elementales de lo que llamamos especie humana. Para sus parientes la desaparición forzada es una tortura permanente, una angustia casi desesperada, un sueño de reencuentro que produce insomnio. El asesinato asusta, pero indigna al mismo tiempo. La desaparición aterroriza. Los parientes y amigos del asesinado pueden protestar, denunciar, enfrentar la situación. Los cercanos a los desaparecidos tienen que mendigar información, que preguntar sin molestar, por miedo a que la protesta dañe a sus seres queridos. Buscan la influencia de algún alto cargo del ejército, de la policía, de la burocracia estatal, para ver si por las buenas les devuelven a sus hijos, esposos, amigos. Tienen que escuchar promesas vagas y agradecerlas, aunque estén empapadas de cinismo: “Ya vamos a ver qué podemos hacer”, dicen los menos malos de los preguntados, para después no hacer nada. Las víctimas hacen el esfuerzo de confiar en seres de poca o nula conciencia para seguir frustrándose cada día más con la falta de respuestas. Por ese mal trato permanente, por esa violación sistemática del derecho a existir con certeza y dignidad, la desaparición es un delito que nunca puede prescribir. Solamente el reencuentro con la verdad, con la persona o con los restos de la misma concluye con la espera dolorosa.
Y es que el cuerpo es más que una cosa. Somos cuerpo y con el cuerpo somos personas. La intimidad, el cariño, la ternura, lo que nos hace humanos es precisamente ese contacto corporal que llamamos visión, mirada, sonido escuchado de llantos o de risas, caricia sentida sobre la piel, calor, corazones latiendo y alegría compartida. Y lo que nos hace personas es inolvidable, queremos, aunque los amados se ausenten con la muerte, saber dónde están, poner flores que recuerdan las alegría de vivir juntos, de soñar y sentir seguridad unos al lado de los otros. En momentos de peligro varias de las personas que tuvieron que enfrentarse con la muerte en El Salvador me comentaban que soñaban con su niñez, con esos espacios de seguridad que dan el hogar y los padres adultos. Sueños que no solo son sueños. Hacen presente lo bello de nuestra historia y los lugares donde reinaban los cuerpos de quienes nos dieron seguridad en la infancia, dándonos fortaleza en los momentos difíciles. La palabras del profeta Isaías nos lo dicen todavía con más fuerza: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Si quien da sentido a nuestra existencia no puede olvidarse de nuestros cuerpos sufrientes, si la relación tan íntima de una madre marca un recuerdo corporal imborrable, algo hay en el cuerpo humano que se convierte en la esencia de nuestro ser. Por eso desaparecer una persona, un cuerpo y querer con ello destrozar la existencia y la memoria, es una tarea tan criminal como imposible.
En la literatura y en la historia sabemos de eso. El drama de Antígona, en la lejanía de la literatura griega, nos habla de la rebeldía de una joven que ante la sentencia inhumana de dejar insepulto a su hermano, destinado a ser comida para buitres y perros vagabundos, desobedece a su rey, abandona a su prometido y enfrenta la muerte con valentía tras enterrar a su hermano. A los antiguos cristianos el imperio perseguidor quería desaparecerlos creyendo que con ello desaparecían el culto a los muertos y el recuerdo. Los sumergían en el agua, los quemaban hasta convertirlos en cenizas o abandonaban sus cadáveres en las afueras de la ciudad para que los comieran las alimañas. Pero los cristianos apuntaban nombres, fechas y circunstancias, redactaban la historia de sus pasiones, recogían las sentencias inicuas de los jueces y daban culto cada aniversario a quienes habían sido maestros en la fortaleza, el testimonio y la fe.
Hoy nos toca a nosotros, después de una guerra civil inhumana, recoger el recuerdo de nuestros desaparecidos. Y especialmente de aquellos cuyos cuerpos nunca aparecieron. El poeta Antonio Machado insistía en que “la guerra, odiada por las madres, las almas entigrece”. No queremos vivir en un país de depredadores. Hoy, en un El salvador que se considera demócrata, pacífico, y dispuesto a reconocer los derechos humanos, tenemos más posibilidades de encontrar verdad, de encontrar justicia y de encontrar esos cuerpos que son parte no solo de nuestra historia sino de nuestra propia vida. Y tenemos también el derecho a ser escuchados, a que las instituciones funcionen, a que se respete nuestra dignidad, a que se nos devuelva aquello que es parte de nuestra vida y de nuestra historia. No puede nadie robarnos nuestro amor a nuestros seres queridos, y tampoco lo que nos une a ellos, sus restos y esa historia de ellos, llena de valor en sus personas y de injusticia en sus verdugos.
Tenemos aliados. Las dos comisiones de búsqueda de desaparecidos, tanto de niños como de adultos, están presididas por gente de bien. Tenemos la capacidad: Probúsqueda, esa institución fundada por el P. Jon Cortina y los padres de niños desaparecidos, logró encontrar más niños desaparecidos que cualquier otra institución latinoamericana de búsqueda. Tenemos también las ideas. Desde hace tiempo estamos pidiendo el establecimiento de un banco genético que facilite el encuentro de personas y de restos de seres queridos. Y tenemos sobre todo la razón. Nadie puede ser separado del recuerdo ni de aquellas personas o sus restos, que son, en el caso de los restos, símbolo de lo mejor de nosotros mismos. Si bien es cierto que el ser humano se reproduce siempre en lo distinto y diferente de sus progenitores, es precisamente el amor y el cuidado de nuestros padres y abuelos lo que nos hace crecer en libertad y en nuevas formas corporales, novedad de adaptación a la vida y a la historia concreta. Somos distintos a nuestros padres, pero el ser personas se lo debemos a ellos. Por eso no podemos olvidarlos y queremos sus restos con nosotros.
No toca recordar, nos toca hablar, nos toca exigir. Nuestros parientes desaparecidos continúan siendo fuerza. Esta lucha de tantos años, de tanto esfuerzo, de tanto sufrimiento, tiene que florecer en verdad y en recuperación de los valores de los ya idos. Nos corresponde ser sus testigos, nos corresponde recuperar sus cuerpos, nos toca demostrarle a los verdugos que nuestro recuerdo es más fuerte que su violencia. Acompañarles a ustedes en su lucha es una tarea de humanidad. Tienen aliados, amigos y compañeros y compañeras en el sufrimiento y en la búsqueda. No se desanimen nunca. Don Quijote, en medio de sus locuras, decía grandes verdades. Traduzco una de sus frases al presente: Los malvados pueden quitarnos el éxito y la fortuna, “pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”. Desde los sentimientos más nobles del alma humana, quienes les acompañamos y admiramos sólo podemos decirles una palabra: Cuenten con nosotros y sobre todo, ¡ánimo!
Muchas gracias