Editorial Idhuca
Cuando se habla de corrupción en El Salvador es importante tener en cuenta que se trata de una práctica estructural, que carcome las entrañas de las instituciones y que tiene efectos concretos en la vida de la población; es decir, en el ejercicio de los derechos humanos de cada una y cada uno. Esta corrupción se manifiesta de diferentes formas: desde colocar a familiares en cargos sin tener las aptitudes, pasando por el desvío de fondos públicos, hasta el cobro de dinero por dejar pasar algún paquete a una persona detenida o permitir verla.
De forma reiterada, y sobre todo en tiempos de campaña, las promesas de combate a la corrupción proliferan y nuestro afán por querer convivir en espacios libres de comportamientos retorcidos y perversos, hace que muchas veces creamos en estas promesas. Pero comúnmente, cuando alguien en quien confiamos se aprovecha de alguna situación y nos traiciona, solemos reaccionar con inseguridad, aversión y cautela… Sobre todo si a esta persona le brindamos más oportunidades y, aún así, sigue traicionando nuestra confianza.
De esa misma forma actúan los funcionarios que cometen corrupción: la sociedad confía en ellos, pero traicionan ese voto de confianza y se lucran del Estado para beneficio personal. Luego prometen combatir esa situación que ellos mismos han creado, pero solo maquillan esfuerzos que están vaciados de contenido, con la apariencia que se está haciendo mucho, cuando en realidad se sigue minando el Estado y sus fondos que, al final de cuentas, se trata de nuestros impuestos.
Esto no es nuevo. La corrupción, en menor o mayor medida, ha estado presente, al menos, en los últimos 30 años. Desde la corrupción cometida por funcionarios de gobiernos de Arena y del FMLN, hasta la corrupción cometida por funcionarios actuales, de los cuales muchos siguen ostentando cargos públicos. Por eso indigna mucho que el gobierno actual, en apariencia, nos haga creer que trabaja en contra de la corrupción, cuando sigue desbaratando instituciones, eliminando los controles, anula la rendición de cuentas y se caracteriza más por la opacidad que por la transparencia. Este gobierno instrumentaliza la justicia, se ufana de utilizar un lenguaje de “guerra” y ha acuñado también la frase de “guerra contra la corrupción”, pero siguen irrespetando las normas y eliminando todo aquello que le hace estorbo. Se empecinan por defender a los suyos y sacrifican a quienes consideran imprescindibles, para hacer creer al imaginario que se es diferente cuando son más o peor de lo mismo.
La corrupción destruye las instituciones estatales y la capacidad de los Estados para cumplir con sus obligaciones mínimas de respetar y proteger los derechos humanos, especialmente de aquellas personas y grupos en situación de vulnerabilidad y marginación. Debido a las desigualdades preexistentes, la corrupción tiene un impacto desproporcionado en las mujeres, la niñez, las personas con discapacidad y las personas que viven en la pobreza. Luchar contra la corrupción requiere hacer verdaderos cambios estructurales, no pantomimas que se ensañan contra uno o dos peones que se vuelven insignificantes en la partida que hay que ganar. Hay que partir por transparentar y rendir cuenta y apostarle al combate a la impunidad. De lo contrario, se está traicionando una vez más ese deseo de la población de confiar que se harán las cosas diferentes, una promesa más que queda sin cumplir.