Editorial Idhuca
El régimen de excepción se ha convertido en una medida de intimidación y vulneración de Derechos Humanos, no sólo de aquellas personas detenidas injustamente, sino que es utilizado como una herramienta para callar, para ocultar información, para amedrentar. “Te vamos a aplicar el régimen”, es una frase que se puede escuchar a los agentes de seguridad del Estado en distintos contextos.
El régimen de excepción ha derivado en numerosas detenciones arbitrarias y en muerte de personas a manos del Estado. Pero las consecuencias graves de este régimen no se agotan ahí. Esta medida, que fue utilizada como respuesta a un fin de semana sangriento donde salvadoreños y salvadoreñas inocentes perdieron su vida, hoy se utiliza como una amenaza, como se pudo ver en el desalojo del Centro Histórico.
En reiteradas ocasiones han existido iniciativas infructuosas para ordenar el Centro Histórico; donde las y los comerciantes se oponían ante la falta de alternativas frente a los desalojos. Muchos de esos intentos terminaron en situaciones violentas, con saldos de heridos e incluso muertos. Sin embargo, es importante mencionar que desalojar de manera violenta no se manifiesta solamente a través de una violencia física, de destrucción de puestos de ventas informales, con piedras y golpes de por medio. También es violento obtener el silencio y la no resistencia como consecuencia de amenazas que anulan cualquier disenso o deseo de expresarse.
No es cierto que las y los vendedores hayan decidido desinstalar sus puestos de manera voluntaria, sino todo lo contrario: fueron obligados a dejar su lugar de trabajo porque fueron amenazados con “la aplicación del régimen de excepción” si se oponían al desalojo. Por supuesto que nadie quiere ser llevado detenido, más aún cuando hay personas que han fallecido dentro de las cárceles, por lo que el temor a las represalias que puede emprender el Estado son más grandes que el temor a quedarse sin saber qué hacer. La incertidumbre y la arbitrariedad están a la orden del día. Por ello, no hubo espacio para el diálogo, no hubo propuestas de posible solución, no hubo opciones para sus necesidades de subsistir.
El Estado se desentiende de sus obligaciones cuando frente a personas que no tienen otra alternativa que vender de manera informal, no provee soluciones previas, dialogadas e integrales y cuando históricamente ha aislado a la mayoría de las y los trabajadores de un sistema de trabajo formal, con todas sus prerrogativas. No es posible que sean siempre los que están en una situación de mayor vulnerabilidad quienes se sacrifiquen, que deban arriesgar sus vidas, sus medios de subsistencia, su integridad a disposición de un régimen.
“Lo estético” no puede estar por encima del respeto de los derechos humanos, sobre todo cuando estamos hablando que a las personas se les ha arrebatado su única fuente de ingreso. La situación de estas personas excluidas por un sistema que les expulsa debe cambiar. Es necesario contar con estrategias reales que pongan a la persona en el centro, tomando en cuenta todos los factores que le impiden tener una vida digna.
Un régimen de excepción implica la suspensión de derechos, por lo que no hay qué celebrar cuando los derechos de las personas se restringen, en especial cuando es utilizado como un arma que oprime y reprime. Seguiremos insistiendo en que la suspensión de derechos y el irrespeto profundo a las normas no será la vía para cumplir el anhelo que tenemos todas y todos de vivir en paz. Los derechos humanos no son negociables.