Editorial Idhuca
Estamos por cerrar un año donde ha quedado en evidencia que vivimos en un Estado que desatiende sus obligaciones una y otra vez. Y no solamente ignora sus deberes de garantía y protección de los derechos humanos, si no que los violenta activamente.
Ya desde hace un tiempo, el gobierno ha demostrado que poco o nada le interesan los derechos humanos. Por el contrario, el énfasis está puesto en aquello que genere una buena imagen para el presidente y su entorno. Nada más.
Este 2023 hemos vivido cosas insólitas y hasta ofensivas. Las actuaciones impulsadas por el Estado, desde el régimen de excepción y las distintas reformas en materia penal, hasta las mega obras de construcción como el aeropuerto y tren del pacífico, no tienen en cuenta una perspectiva de derechos humanos ni el bienestar de las personas ni el cuidado del medio ambiente ni cómo mitigar ni reparar. El rédito electoral y el marketing pareciera ser el único criterio para actuar.
En un país injusto y desigual como el nuestro es un descaro cómo se hace uso de los recursos del Estado, es decir, de nuestros recursos, para promover una candidatura inconstitucional, para realizar cadenas nacionales que son campaña electoral en la que se instrumentaliza el dolor y la necesidad de las personas para intereses propios. Donde se justifica arrebatar la forma de subsistencia a una persona o a una familia por las apariencias y lo ornamental. Donde se gastan millones de dólares en un concurso cuando hay personas que no tienen qué comer. Donde se persigue a quienes consideran que les estorban y se les abren juicios políticos cuando se les considera desechables. Donde se aparenta combatir la corrupción, pero no la de los suyos. Donde se le pide a las mismas víctimas que prueben las violaciones que han sufrido a manos del Estado o simplemente se menosprecian sus denuncias y clamor de justicia. Donde nos ha hecho creer que la única forma de tener seguridad es pisoteando nuestros derechos.
Y cuando un Estado prioriza lo superfluo por sobre la vida digna es un indicador que algo no está bien, por más que las luces, la propaganda y el espectáculo quieran aparentar lo contrario. Por eso, seguiremos insistiendo en que la apuesta debe ser poner a todas las personas y al bien común en el centro de la actividad del Estado. No puede haber otra forma. Y esto solo se logra con el respeto a la vida digna de cada una y cada uno y también con la participación activa de todas y todos. El Estado no puede cumplir con sus obligaciones dándole la espalda a la población, polarizando y escuchando solo aquello que quiere escuchar. Necesita generar espacios de encuentro y de confianza que denote que la apuesta son las personas y no cómo un círculo busca aferrarse y perpetuarse en el poder.