Introducción
Todos hemos oído hablar en algún momento de las desgracias que se abaten sobre los Centroamericanos que, rumbo al sueño del Norte atraviesan México. Los sufrimientos continúan muchas veces ya dentro de Estados Unidos de Norteamérica, pero el hecho de haber entrado impide con frecuencia hablar de las dificultades. El migrante que ha llegado prefiere enviar algo, fotografiarse al lado de un vehículo, aunque le vaya mal, para no aparecer ante el sueño del primer mundo como un perdedor. El camino, como en los antiguos mitos, es el camino del dolor y la dificultad, que sólo desde el triunfo de la llegada se puede recordar. Quienes fracasan en el camino son con demasiada frecuencia olvidados. Masacres como la de Tamaulipas ocupan durante un tiempo los periódicos. Pero las víctimas, con sus nombres completos, así como otros sufrimientos y riesgos, permanecen en el olvido. De quienes, en el discurso dominante, hubieran podido ser considerados como héroes del amor a la familia, personas esforzadas que hubieran enviado sin duda remesas a sus países de origen, de haber llegado a los Estados Unidos, no queda más que una tumba anónima o unos huesos calcinados en el desierto.
Frente a esta situación contrasta la libertad con la que se mueven los capitales. El Salvador firma con entusiasmo tratados de libre comercio o asocios público privados para favorecer la entrada de capitales. Pero no mantiene una posición internacional beligerante que defienda los derechos de los migrantes a la libre circulación o al libre asentamiento en otros territorios. El tratado de libre comercio con Estados Unidos beneficia más a Estados Unidos que a El Salvador. Mientras al capital se le dan concesiones en perjuicio del propio país, no se exige un trato preferencial para los salvadoreños que con sus remesas podrían compensar las pérdidas de los tratados de libre comercio. Si las personas son más importantes que las cosas es importante la reciprocidad. Y como decía hace ya algunos años un artículo de opinión internacional: “Se podrá argumentar que la mayor entrada de inmigrantes tendría consecuencias negativas para determinados grupos de la población receptora, que generaría problemas sociales, etcétera, pero también la liberalización del comercio crea "perdedores" en las sociedades avanzadas (empresas que no pueden competir, pérdidas de empleo...) y no por ello se ha dejado de avanzar en la liberalización del mercado mundial”[1]. Si las pérdidas se dan en países con limitaciones en el desarrollo humano, la necesidad de exigir compensaciones debería ser más urgente.
Pero la comparación entre el trato que se le da al capital y el que se le da a las personas no preocupa demasiado en El Salvador. Entre quienes siguen viviendo bien en este nuestro país que expulsa a los migrantes no queda ni siquiera la mala conciencia. Sólo algunos poetas se atreven a cantar a los trasmigrantes pobres de nuestros países, “eternos indocumentados” sufriendo y muriendo de muy diversas formas: desde a tiros en las fronteras y en los caminos, hasta picados por la “barba amarilla en el infierno de las bananeras”[2]. Canto de amor que la propia población recoge, en el caso de Roque Dalton y convierte en parte de la identidad nacional salvadoreña, tan históricamente migrante. La vida de algún triunfador narra a veces peligros y sufrimientos con rasgos que parecen de película. Los reportajes recogen con preferencia la historia de los triunfadores. Pero rara vez se rescata la historia de las víctimas. La mayoría de las angustias y dolores del migrante permanece oculta en la intimidad personal o, en ocasiones, en el seno exclusivo de la familia.
Y sin embargo los sufrimientos son incontables. Homicidio, secuestro, violación, tortura, fórmulas diversas de explotación, humillación y no reconocimiento de la dignidad humana, son señal y testimonio claro del mal trato infligido a los transmigrantes. A esto hay que añadir los sufrimientos humanos, sicológicos y físicos, que se derivan de las dificultades de quienes recorren un camino áspero y difícil, sin apoyos y con multitud de peligros que se añaden a las agresiones brutales mencionadas anteriormente. Con el agravante de que muchos de los ataques vienen de personas pertenecientes a instituciones gubernamentales del país que se recorre o al que se llega, aumentando de este modo la victimización de las personas y destruyendo en los migrantes el espíritu de confianza en las instituciones estatales. La soledad, las nostalgias, la desesperación, el miedo, todo se une en ese camino sembrado de amenazas.
En este contexto nuestros países centroamericanos deben reflexionar y actuar. Más que describir los riesgos de los transmigrantes, cada vez mejor conocidos, es necesario reflexionar sobre los riesgos éticos que el mal trato recibido en la transmigración representa para nuestras sociedades y sus valores básicos de humanidad. ¿De qué valores podemos hablar si torcemos la mirada cuando se nos presenta el panorama sangrante de nuestros hermanos migrantes? No podemos considerarnos adecuadamente miembros plenos de la humanidad si no conseguimos que los derechos humanos básicos se impongan en nuestra Mesoamérica para todos los que habitan, viajan y transmigran a través de nuestra geografía. El sufrimiento de nuestros hermanos no es ajeno a nuestra realidad. Los migrantes son parte hoy por hoy fundamental de nuestra vida cotidiana. Olvidar el sufrimiento de quienes son parte de nuestra carne, de nuestra historia e incluso de nuestro sustento diario, nos daña a todos. Y daña especialmente a nuestras propias sociedades que, al marginar los sufrimientos concretos de los más sencillos, mantienen, incluso sin mala conciencia, estructuras y estilos de convivencia que generan víctimas de un modo sistemático. Olvidando el sufrimiento de los migrantes, sepultando nuestra sensibilidad humana en el principio del “sálvese quien pueda”, mantenemos en nuestros países una “anticivilización”, una fuerza negativa que daña convivencia y futuro.
Los migrantes en general son gente con iniciativa, con capacidad de enfrentar peligros y dificultades, con sueños, con esperanzas. En otras palabras son personas cargadas de valores humanos. Y sin embargo son personas expulsadas de nuestros países por la desigualdad en ingresos y oportunidades, por el egoísmo de poderes económicos que se niegan a generar empleo y salario digno, por la incapacidad estatal de organizar y socializar la solidaridad en nuestros países, por la incapacidad de impulsar un tipo de convivencia digna que pueda crear un futuro esperanzador para las mayorías. Situación ésta de violencia estructural a la que se suma la violencia delincuente que con tanta fuerza ha golpeado y sigue golpeando a nuestra patria. Los migrantes nos recuerdan en este contexto la necesidad de buscar una nueva civilización, otro mundo posible, donde el capital no esté por encima de las personas ni sobre sus dimensiones más dignas y esenciales. Una civilización, como decía Ellacuría, en la que el “trabajo no tenga por objetivo principal la producción de capital, sino el perfeccionamiento del ser humano. El trabajo, visto a la par como medio personal y colectivo para asegurar las necesidades básicas y como forma de autorrealización, superaría distintas formas de auto y hétero-explotación y superaría, así mismo, desigualdades no sólo hirientes, sino causantes de dominaciones y antagonismos[3]”.
En este contexto interesa tratar el tema de los riesgos éticos de la transmigración en cuatro puntos. El primero reflexionando sobre la brutalidad y la gravedad de los abusos contra los migrantes. El segundo contemplando los efectos que el mal trato de los migrantes tiene sobre ese valor básico de la convivencia humana que es la solidaridad. Y en ese sentido asomándonos al riesgo de perpetuar la situación de injusticia social en nuestras sociedades, arraigadas en el individualismo irresponsable y en un egoísmo social que institucionaliza la marginación. El tercer punto versará sobre los riesgos de olvidar y desaprovechar la riqueza humana de nuestros pueblos, que se manifiesta de tantas maneras en los transmigrantes. Y finalmente analizaríamos la amenaza real que la falta de solidaridad con los transmigrantes significa para una cultura y civilización que se supone de raíces cristianas, así como la amenaza para la credibilidad de quienes nos confesamos cristianos.
1.- Crímenes contra migrantes y Derechos Humanos
Los crímenes cometidos contra los transmigrantes, en nuestro caso mientras atraviesan México, están teñidos de brutalidad. El libre paso, e incluso el establecimiento en tierras extranjeras, se consideraba desde los tiempos de la escuela iusnaturalista del siglo XVI como un derecho natural[4]. De hecho las grandes migraciones y el mestizaje que propiciaron están en el origen de las grandes culturas de la humanidad. El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice textualmente que “toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”. Sin embargo la realidad de nuestros migrantes dice algo muy diferente. Sus jornadas en el tránsito hacia el Norte no sólo están plagadas de peligros, sino de verdaderas ofensas al sentido más básico de humanidad.
A este respecto es importante comenzar reflexionando sobre los graves delitos que se cometen contra los migrantes y ver como los cataloga el derecho internacional en circunstancias relativamente parecidas. Nuestros hermanos migrantes han sufrido homicidios sistemáticos, masacres, violaciones, torturas y secuestros[5], a parte de otras violaciones de sus derechos humanos fundamentales. Estamos hablando, pues, de crímenes que en circunstancias de guerra son considerados como delitos, según las circunstancias, de lesa humanidad o de genocidio. Delitos imprescriptibles y susceptibles de ser llevados a tribunales internacionales. Pero esos mismos crímenes, sufridos de un modo sistemático por extranjeros migrantes sin papeles, pasan prácticamente inadvertidos o sin que se pongan los adecuados remedios ni se imparta la justicia a la que tienen derecho.
El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional define los delitos de lesa humanidad como “línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado o de una organización”[6]. Entre esos actos se mencionan el asesinato, la tortura, el encarcelamiento, violación o prostitución forzada y la persecución o diversas formas de desaparición forzada como el secuestro y otros. De esos delitos son víctimas nuestros migrantes centroamericanos. Y no hay duda de que tras esos abusos, ahora sufridos por los transmigrantes, hay organizaciones delincuenciales con un poder semejante al del Estado y que son los que cometen los crímenes mencionados. Consta también que el poder estatal mexicano se muestra indiferente frente a estos delitos, o al menos no reacciona con la debida protección del migrante. La complicidad de fuerzas estatales con algunos abusos está por otra parte debidamente demostrada[7]. La supresión de la visa para pasar por México garantizaría tanto mayor protección como mayor seguridad para los transmigrantes. Pero a pesar de que algunos senadores han solicitado esa medida, el Gobierno mexicano se niega sistemáticamente a aprobar la medida[8]. Y aunque el debate jurídico no sea el aspecto prioritario de estas reflexiones, lo cierto es que los Estados tienen el deber de proteger la vida e impedir la ofensa sistemática a los Derechos Humanos de las personas transmigrantes. Obligación que crece cuando estos delitos se asemejan por sus sistematicidad y por la indefensión de los migrantes a los delitos de lesa humanidad.
Además, y dado que los migrantes son grupos nacionales, y que se les ataca, daña y ofende desde su propia realidad de centroamericanos, la agresión sistemática contra ellos adquiere demasiada semejanza con el genocidio. Las Naciones Unidas definen este delito como “cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal:
No hace falta pensar mucho para darse cuenta de la semejanza de algunas de estas actividades genocidas con el comportamiento que se tiene con los transmigrantes. Pero esa semejanza se olvida muy fácilmente frente a aquellos que se consideran extranjeros, provienen de países pobres y carecen de papeles. Hoy en el derecho internacional se suele decir que el delito de desaparición forzada de personas nunca prescribe, hasta que se sepa el paradero o las circunstancias de muerte, entierro, etc. de la víctima. Y ello porque es un delito permanente, una ofensa permanente a los deudos y familiares de los desaparecidos[10]. Pero si un transmigrante se cae del tren y su cuerpo queda destrozado al lado de la vía, sin documentos encima, va a parar a una fosa común y queda ahí olvidado para siempre. A los migrantes y a sus familiares se les niega incluso la posibilidad de reclamar una investigación de la desaparición, que muchas veces, además, tarda demasiado tiempo en constatarse.
Estas comparaciones no tratan aquí de iniciar un debate jurídico sobre si son aplicables o no las normas internacionales a los delitos cometidos contra los migrantes, ni mucho menos de establecer responsabilidades jurídicas. Pero desde una visión ética de la realidad es importante establecer una comparación entre lo que es considerado delito de lesa humanidad o genocidio en unas circunstancias, y lo que es casi olvidado a pesar de darse materialmente en circunstancias semejantes. En efecto se trata de sufrimientos infligidos por un poder desproporcionado frente a personas indefensas, sea dicho poder legítimo o ilegítimo. Un poder que, cuando es ilegítimo, tiene paralelo con el poder del Estado en algunas zonas. Y un poder además infiltrado con frecuencia en instituciones estatales. A lo que además hay que sumar una indiferencia estatal amparada hipócritamente en normas secundarias, colocadas por encima de las obligaciones más elementales de respeto a los DDHH que todo Estado signatario de la Declaración Universal de Derechos Humanos debería tener. Que una sociedad mundial condene un tipo de delitos en determinadas circunstancias, y que por otra parte viva indiferente frente a este mismo tipo de delitos si varían ligeramente las circunstancias, muestra una cultura sumamente hipócrita y ciertamente irrespetuosa de la igual dignidad de la persona humana.
Esta reflexión, nos debe llevar a contemplar no sólo el riesgo de hermanos nuestros que tienen los mismos derechos que nosotros, sino el riesgo también de convertirnos nosotros, que somos parte de la comunidad de personas mesoamericanas, en cómplices por omisión de los delitos materialmente de lesa humanidad que ellos sufren. De alguna manera podría releerse, frente a la indiferencia de los estados e incluso de numerosos sectores de la sociedad civil, las denuncias de la “cruel y horrible servidumbre… con muertes y estragos nunca oídos”[11] que denunciaba Bartolomé de las Casas hace quinientos años, mirando la crueldad de los conquistadores. La gran aportación de este fraile dominico a la denuncia del genocidio derivado de la conquista de América, fue la de recordarnos que la humanidad es una. El impacto que le causó el sermón de Montesinos lo acompañó durante toda su vida hasta transcribirlo en su monumental “Historia de las Indias” ya en torno a los setenta años. Y las preguntas realizadas entonces con respecto a los indios siguen vigentes en lo que respecta a nuestros transmigrantes: “¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”[12]. La indiferencia con los sufrimientos de los transmigrantes puede asemejarnos en demasía a actitudes de aquellas guerras de conquista, de ricos y poderosos contra débiles y pobres, que no deberían repetirse ni permitirse en el presente.
En el caso de esa especie de guerra contra los transmigrantes se olvida también la verdad básica de la humanidad que afirma la igual dignidad de todos y todas. Se da sin duda una severa omisión de la debida solidaridad y una terrible hipocresía cuando sólo celebramos al migrante que reenvía remesas a nuestros países. Con ello enfrentamos el riesgo de convertir a nuestras sociedades, a través de la indiferencia y de la falta de solidaridad, en sociedades fracasadas. Porque cuando se olvida el dolor de muchos, se impide el crecimiento de aquellos sentimientos humanos que están en la base de toda conformación de la ética, como son la compasión, la solidaridad empática y el deseo de una justicia que devuelva la dignidad a las víctimas. Las sociedades incapaces de garantizar derechos fundamentales, o de defenderlos, tienen siempre un futuro conflictivo, roto, prescindiendo de si las violaciones se cometen contra personas que tienen papeles o no.
La migración afecta además con frecuencia a los sectores más débiles o vulnerables de nuestras sociedades. Las mujeres añaden a los peligros normales del viaje el riesgo, muchas veces sentido casi como seguro, de ser violadas o abusadas. Los jóvenes, en verdadera situación de vulnerabilidad en nuestras sociedades violentas y con escasez de trabajo digno[13], se ven también amenazados no sólo por los riesgos del mal trato en el viaje hacia el norte, sino también por la pérdida de autoestima que produce el fracaso o la deportación.
2.- Migrantes y solidaridad
Enmarcados los sufrimientos de nuestros hermanos en su propia gravedad a partir de la comparación con algunos elementos del derecho, pasamos al riesgo que el mal trato de los migrantes significa para nuestras sociedades. Y nos encontramos entonces con el riesgo de destruir algo que es previo al derecho: la solidaridad como elemento básico de convivencia humana. La solidaridad “es hacerse cargo de aquello de lo que de hecho se es responsable en cuanto que partícipe de una realidad compartida”[14]. Y nada más compartido en nuestras sociedades que el deseo de los pobres de alcanzar un nivel de vida digna. Ya de por sí ciertas formas de capitalismo individualizante han reducido la solidaridad a una especie de valor opcional en nuestras sociedades. Pero la solidaridad es una relación social que no depende de la voluntad individual, que es objetiva y no depende por tanto del reconocimiento externo, es fuente de obligaciones e irrenunciable (cualquier persona la puede reclamar). La forma actual dominante del capitalismo que confunde el tener con el ser, tan enraizada en nuestras sociedades, lleva a olvidar el sufrimiento del pobre, y generalmente a revictimizarlo al considerar la pobreza como fruto de incapacidad o de vicios personales. Produce “aporofobia”, odio a los pobres, como califica adecuadamente Adela Cortina el sentimiento de rechazo y silencio ante la pobreza[15].
Este tipo de sufrimientos generado por la pobreza y por la marginación social que la misma supone, somete a los pobres a una doble injusticia. Les impide el acceso al desarrollo efectivo y al disfrute de bienes que el desarrollo implica y los invisibiliza socialmente, al tiempo que les dificulta la toma de conciencia de la situación injusta en la que viven. Esto sólo se puede enmarcar en lo que mucha gente, en el campo de la reflexión ética, llama guerra de los ricos contra los pobres. Jesús Conill no duda en decir: “no olvidemos la otra guerra económica global, la existente entre los ricos y los pobres, cuyas repercusiones sociales son muy graves. Cabría pensar que se trata de una guerra de exterminio o, cuando menos, de marginación”[16]. Aunque el lenguaje puede parecer exagerado al lector poco informado, ha sido retomado, entre otros, por el Papa Juan Pablo II: “Hoy más que ayer, la guerra de los poderosos contra los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y pobres. ¡Los pobres son legión! En el seno de un sistema económico injusto, con disonancias estructurales muy fuertes, la situación de los marginados se agrava de día en día”[17]. Oponerse a este tipo de guerras es, sin duda, un deber de humanidad.
Los transmigrantes, pobres por definición, se encuentran en esta guerra con una absoluta desprotección; son extranjeros, están fuera de la ley, son “ilegales”, como suelen decir quienes excluyen prácticamente a la gente de ser personas. Hélder Cámara decía hace ya bastantes años que "Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”. En las tierras de tránsito ni siquiera se le reconoce como bueno el dar pan a quienes ofrecen refugio a los emigrantes. Al revés, un refugio se convierte automáticamente en una estructura sospechosa para muchos funcionarios así como para bandas de delincuentes que observan desde la sospecha y la amenaza a quienes defienden los derechos de los migrantes .
Esta desconfianza, mal trato y olvido es un elemento generalizado también en nuestros propios países. Nueve chinos estuvieron ocho meses detenidos en bartolinas de la PNC entre 1996 y 1997 cuando la Constitución dice que nadie puede estar privado de libertad sin haberse iniciado juicio o haber sido vencido en juicio. Una senegalesa estuvo encerrada más de tres meses en la bartolina para migrantes sin papeles, en la que sólo había hombres. Una sola ducha abierta a la vista, sin protección para la privacidad y dos letrinas con las mismas características para aproximadamente treinta hombres y una sola mujer en un espacio de no más 50 metros cuadrados. Los chistes contra los migrantes nicaragüenses que buscan trabajo en Costa Rica son frecuentes entre la población de este país, y son siempre hirientes y despectivos. A la Directora del Servicio Jesuitas para Migrantes en Costa Rica le preguntan con frecuencia si ella es nicaragüense. Es difícil imaginar, incluso en niveles de formación alta, que alguien nacido en el propio país receptor de migrantes trabaje solidariamente con ellos. En general la falta de solidaridad con los migrantes es uno de los puntos álgidos de esa guerra de los poderosos contra los débiles. Y aunque la sufrimos en nuestros compatriotas, con frecuencia la reproducimos en nuestros propios modos de proceder con los extranjeros.
En esta agresión contra los transmigrantes no sólo se ataca a los débiles, sino que se les deja prácticamente sin defensa. Se les criminaliza llamándolos ilegales, pero también cuando se les acusa de ser causa de violencia (“si ellos no estuvieran acá no vendrían los narcos, u otras formas de crimen organizado, a aprovecharse de ellos”). Se les roba, se les humilla, se les obliga a fingirse lo que no son, imitando acentos que no son el suyo, para evitar ataques u ofensas. Se les ignora a pesar de que son visibles en lo alto de los trenes de carga, exhibiéndose a todo lo largo de México. No hay para ellos Estado de derecho, ni en el país que atraviesan, ni en el que residen, ni, con frecuencia, en las autoridades consulares del propio país. “Impedir la migración irregular y depredar al migrante”[18] son las funciones que estos peregrinos forzados atribuyen muchas veces a las autoridades de los países por donde pasan.
Si bien es cierto que en general los derechos de la propiedad excluyente están más garantizados que los de la solidaridad, que siempre son incluyentes, en el caso de los transmigrantes ni siquiera se respetan los derechos mínimos de solidaridad que se suelen tener con cualquier persona por el hecho de ser persona. Incluso en los países que presumen del pleno respeto a los Derechos Humanos el trato a los migrantes es claramente vejatorio. En España, entre las primeras medidas de austeridad frente a la crisis económica, se ha prohibido a los migrantes sin papeles el acceso al sistema de salud que hasta ahora era realmente universal. Y aunque hay que reconocer que con frecuencia los colectivos de médicos del Seguro Social español se han rebelado contra esta disposición, el hecho no deja de ser un dato más de como los gobiernos menosprecian el valor humano del migrante.
Los riesgos de los migrantes son reales y terminan con frecuencia en tragedia. Pero la falta de solidaridad con ellos es también un verdadero riesgo para nuestra propia civilización. Pues en la medida en que se niegue la necesaria solidaridad con ellos, se niega no solamente la vigencia de los Derechos Humanos fundamentales, sino la propia estructura básica de la convivencia humana. Pues si algo debería ser obvio es que la solidaridad es indispensable para la pervivencia de la raza humana. Y aunque la historia real nos remita a “la insociable sociabilidad del hombre”, como decía Kant, lo cierto es que la misma vida humana nos demuestra desde sus inicios que sin solidaridad no podríamos existir. Y que toda debilitación de la solidaridad lleva automáticamente al acrecentamiento de graves problemas no sólo de personas sino de culturas y civilizaciones.
3.- Migrantes y valores populares
Otro riesgo, no despreciable para nosotros, es ignorar los valores de nuestros pueblos. Estamos acostumbrados a considerar héroes a aquellos que vencieron batallas, reforzaron la nacionalidad, aseguraron las fronteras, lanzaron consignas que crearon expectativas comunes nacionales. Incluso al declararlos héroes les disculpamos en ocasiones terribles errores. Y aunque no neguemos la importancia de estos constructos históricos que tienden a ensalzar a personas que realizaron acciones importantes desde lugares o momentos prominentes, lo cierto es que una cultura no resiste el paso del tiempo si no es capaz de reconocer los valores, y en ocasiones el heroísmo, que se dan en el día a día de sus pueblos. En particular en Centroamérica este heroísmo diario es real en el trabajo, el esfuerzo y el servicio de muchos de nuestros compatriotas. Reconocer la capacidad de sobrevivencia solidaria en tiempos de desastre, de resistencia en valores en medio de situaciones socioeconómicas sumamente duras, de amor a la familia en medio de viajes en los que el peligro brilla amenazante todos los días del mes, es básico para la construcción sana de la propia identidad. El reconocimiento del otro, del que sufre, del que trabaja, del que sueña, es imprescindible para construir una sociedad básicamente sana.
En muchos países de nuestra herida Centroamérica vivimos en buena parte gracias a nuestros pobres. Y no sólo por las remesas, sino también porque son ellos los que soportan el mundo de valores en el que nos movemos, aparte de mantener con su esfuerzo el aparato productivo. Las diferentes culturas, muchas veces entrecruzadas y sometidas a la pobreza, de indígenas, campesinos, afroamericanos y mestizos, aportan identidad y valores[19] muy superiores a las construcciones oficiales basadas en la nacionalidad y los himnos. Somos en realidad deudores de los pobres que desde situaciones de privación son tan capaces de trabajar, arriesgarse, luchar, mantener la esperanza, sacrificarse e incluso dar la vida, con mucha más frecuencia que aquellos trabajan y actúan desde situaciones de privilegio. Son al final seres anónimos, con su heroísmo silencioso, los que posibilitan que haya otros que, nacidos de ellos o motivados por ellos, opten por ser testigos, profetas, mártires o héroes en momentos excepcionales de nuestra historia. En los migrantes se muestra con mucha frecuencia esa capacidad excepcional de riesgo y solidaridad. Muestran en su coraje lo mejor de nuestros pueblos. Pero ¿lo reconocemos?
La tendencia es a celebrar casi exclusivamente el triunfo final del migrante cuando este se da. Y especialmente si envía remesas de vuelta o alcanza un puesto público que dé realce al país de origen. Pero la mayoría de sus valores, los más auténticos, no se dieron en el éxito económico o político; se mostraron a lo largo del camino. Y en el mismo camino, con los mismos valores, caminaron hombres y mujeres esforzados, pero que no pudieron llegar o fueron expulsados del supuesto paraíso sin dar motivo para ello. El “ay de los vencidos” lo seguimos aplicando a aquellos que retornan, que fracasan por el camino, que son deportados, fichándolos al regreso “por si acaso”, tomándoles las huellas y desconfiando de ellos como si el fracaso los convirtiera automáticamente en miembros de otro bando. Ni siquiera operamos como se opera en las guerras, que al herido se le suele dar una condecoración y, en ocasiones, varios días de licencia con la familia, aunque no haya sido herido en actividades que impliquen mayor heroísmo. Al contrario, a estas personas esforzadas y generosas las castigamos con demasiada frecuencia con la desconfianza. Sin darnos cuenta que perder hoy la posibilidad de recuperar los valores de nuestros pueblos mostrados en el camino áspero y difícil de la migración, es reducir nuestra identidad. Y todavía peor, es convertir lo bueno en malo cuando se castiga al migrante fracasado, simplemente porque se valora más el éxito económico que el esfuerzo, el riesgo y la capacidad de aventura personal. Lo que es una peregrinación con valores la reducimos a simple negocio. Reducimos a la persona a su simple capacidad de producir dinero, y enviarlo como remesas, mostrando al final nuestra “aporofobia” frente al que no lo produce.
Frente a esa actitud de olvido y negación de reconocimiento, los rasgos de solidaridad entre migrantes son impresionantes. Los hay que no duermen para evitar que los más débiles y rendidos, agotados por el cansancio y el sueño se vayan a caer sobre la vía desde el techo de los trenes. Otros protegen mujeres y niños y no permiten que pasen hambre aunque no tengan casi nada que ofrecer. Muchos trabajan a lo largo del camino y comparten con otros ese fruto del trabajo indispensable para seguir caminando. Son multitud los que comparten el alimento, los que aconsejan, los que están atentos para ayudar. Negar reconocimiento a las personas que abundan en valores, es convertir en payasada los grandes principios democráticos, las grandes declaraciones bien intencionadas. En ese sentido la solidaridad, la atención al migrante y a sus problemas, es indispensable para poder pensar en una sociedad más justa, tanto cuando avanza, camina y triunfa, como cuando regresa derrotado. Víctor Frankl, famoso siquiatra judío internado en los campos de concentración nazis, perdió a toda su familia. Pero cuando se despidió de su esposa, rumbo ambos a campos de exterminio, le hizo jurar que haría todo lo que fuera para conservar la vida. Y él mismo cuenta que le daba a entender que incluso podía prostituirse, si era necesario, para quedar con vida y volver a encontrarse con el esposo que la amaba. Esto, que con frecuencia se cuenta como un ejemplo de amor en conferencias de personas ilustradas, cultas y humanistas, ¿lo aplicamos a las mujeres centroamericanas que, viajando muchas veces motivadas por el amor a sus familias, se preparan para ser violadas en el trayecto?[20]
4.- Migrantes y fe cristiana
La indiferencia frente a los migrantes se convierte también en un riesgo para una cultura como la nuestra que tiene hondas raíces cristianas. Y por supuesto para quienes nos profesamos cristianos y pasamos indiferentes ante el sufrimiento de los migrantes. Generalmente los cristianos solemos insistir en que la migración presenta un grave riesgo de desintegración familiar. Evidentemente es un factor que tenemos que contemplar y tener en cuenta. Casi todos los estudios sobre las pandillas juveniles mencionan la ausencia de calor familiar como uno de los elementos que provoca esas reacciones juveniles que pueden llegar a ser tan crueles como cruel ha sido la sociedad con muchos de ellos. Pero el riesgo mayor para la fe cristiana es el de pasar indiferente ante el sufrimiento de los migrantes y ante las potencialidades de los mismos. Uno de los reclamos que le hacía Yahvé a su pueblo es que olvidara que había sido migrante y esclavo en tierra ajena y maltratara al forastero por el hecho de serlo: “No torcerás el derecho del forastero, ni del huérfano, ni tomarás en prenda el vestido de la viuda. Acuérdate que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que Yahvé tu Dios te rescató de allí. Por eso te mando hacer esto” (Dt 24, 17 y ss). El forastero aparece en estos textos al lado de la viuda y el huérfano, los más pobres, sin derecho y sin defensa en el pueblo de Israel. Olvidarlos era olvidar la realidad de una humanidad sufriente en busca de liberación, incluida la propia de Israel. Olvidándolos, Israel corría el riesgo de olvidar su propia identidad de migrantes explotados que descubrieron su dimensión de pueblo precisamente allí done eran maltratados como forasteros.
En el Nuevo Testamento los cristianos, al mismo tiempo que comenzaban a ser llamados con el nombre Cristo adjetivado, se designaban a sí mismos con el nombre de “los seguidores del camino” (Act 9, 2). El camino describía la realidad del hombre peregrino en la tierra y todos los valores que le debían acompañar. E indudablemente recordaban a Jesús de Nazaret itinerante por las tierras de Galilea y Judea, al tiempo que tenían presente al Señor como camino, además de verdad y vida. En un cristianismo naciente y misionero, la predicación y el anuncio de la fe los convertía también en caminantes, migrantes y viajeros destinados al peligro y el riesgo. Pablo insiste en el peligro de los viajes del apóstol evangelizador: “Peligros de ríos, peligros de salteadores, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en descampado, peligros por mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y fatiga, noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez”… (2Cor 11, 26-27). Olvidarnos de los migrantes convierte nuestra fe en una fe aislada del valor y los sufrimientos de la primera Iglesia que se repiten, en muchos aspectos, en los peligros de nuestros migrantes. Rompe incluso ese sentido de projimidad indispensable en el cristianismo. La solidaridad con los migrantes nos reubica, por el contrario, en el camino auténtico. Y no sólo eso, sino que posibilita y facilita que los mismos migrantes multipliquen su capacidad y posibilidad de convertirse en misioneros y predicadores de la solidaridad cristiana en los países a los que arriben[21].
La parábola del buen samaritano nos dice que pasar de largo ante el herido es negar la projimidad. Al hablar de obras de misericordia vemos con simpatía generalmente el dar de comer al hambriento. Pero en la parábola del juicio final (Mt 25, 31 y ss) el recibir al extranjero en la casa se equipara con el brindar comida a quien tiene hambre. Y quien no lo recibe se expone a la misma maldición del Resucitado que retorna en gloria y en juicio. Evidentemente en esta parábola del juicio final se nos presenta el amor concreto y solidario como tarea definitoria de lo humano-cristiano. Las víctimas convertidas en presencia histórica de Jesús-Cristo (hambrientos, sedientos, desnudos, extranjeros itinerantes, enfermos y encarcelados) se convierten en nuestros jueces. Y precisamente por ello la solidaridad con las víctimas se convierte en camino de salvación. Tienen el poder de salvarnos. Y nos queda así, planteada en cuanto cristianos, una pregunta clave: ¿Aprovechamos las potencialidades de nuestros propios migrantes, en tantos aspectos víctimas de nuestras historias injustas?
Si las víctimas están llenas de potencialidades, tanto para las dimensiones básicas de humanidad como para la dimensiones fundamentales de la fe (hacen presente a Jesús de Nazaret, víctima del pecado del mundo), bueno es reflexionar sobre los valores y potencialidades de los migrantes en medio de sus sufrimientos. Sus valores son ejemplares. La resistencia en las dificultades y en la esperanza es asombrosa. La capacidad de superar dificultades y la búsqueda del mejoramiento de la economía y las posibilidades y oportunidades para la propia familia, muestra creatividad y capacidad solidaria. Tal vez muchos descubran al llegar al destino la dificultad de superarse por el hecho de ser extranjeros y permanecer en los estratos inferiores de la sociedad, también injusta y marginadora, que existe realmente en el lugar soñado. Pero la fuerza del camino sigue manteniéndose, dando resistencia en la adversidad y sufriendo al no poder ayudar más a sus familiares. La solidaridad constante, en medio de las universales carencias y tal vez por ello, es expresión evidente del profundo sentido de familia. “Es, por lo general, ayuda de los pobres a los pobres”[22]. Sentido de familia que se fortalece incluso en los retornados al encontrar en ella no sólo cobijo, comprensión y amparo, sino procesos de resignificación de su aventura fallida y posibilidades de volverse útiles para otras personas que aspiran también a viajar hacia el norte[23].
Pero independientemente de los propios valores, su condición de víctimas debe generar también en nosotros, los que de una manera u otra seguimos su caminar y somos testigos de sus esperanzas, fracasos y realizaciones, una serie de sentimientos positivos. El sufrimiento de cualquier persona que permanece en su esperanza o que fracasa ante la misma, debe despertar en nosotros no sólo alabanza a su resistencia y ánimo vital, sino otra serie de opciones y actitudes que son profundamente cristianas. La indignación ante el maltrato sistemático nos hace más humanos y es un principio de solidaridad. El deseo de justicia frente a las ofensas y violaciones nos convierte en mejores ciudadanos. La solidaridad con los migrantes en sus dificultades nos transforma en mejores personas y, en el caso de los cristianos, en creyentes coherentes con la propia fe. La calidad de personas esperanzadas y luchadoras que caminan rumbo a un futuro mejor pone bases para la construcción de una nueva civilización más solidaria. Celebrar y recoger todas las muestras de valor y de humanidad que se van dando a lo largo del camino nos ayudan a construir una cultura más samaritana y abierta a las necesidades de los más pobres. Si somos incapaces de crecer en solidaridad viendo la epopeya de amor del transmigrante, nos arriesgamos a convertirnos en personas incapaces de echar adelante una nueva civilización fundada sobre la igual dignidad de la persona humana, la empatía y el amor. Está en juego la vida de los migrantes. Pero están además en juego los valores civilizatorios básicos, los avances en humanización de nuestras sociedades y los valores cristianos, tan propios de la cultura latinoamericana.
Conclusión
Nuestra realidad centroamericana ha estado profundamente marcada por la migración. Olvidar el problema y sus causas es condenarse al subdesarrollo. Despreocuparse por la enorme sangría y fuga de valores que representa este torrente de personas que se desplazan hacia el norte, y con respecto a Costa Rica hacia el sur, es dar muestra de una total indiferencia hacia los pobres de nuestro país. Resistirse a la indiferencia es necesario. Y en ese sentido debemos como país (países) retornar a las fuentes de los derechos humanos y de la gran tradición cristiana, que nos recuerda que somos todos parte de una sola familia. Una reflexión ética o religiosa sobre nuestra realidad centroamericana que dejara al margen el fenómeno de la migración, ni sería racional ni sería cristiana. Comprometernos solidariamente con los derechos de los migrantes, especialmente en ese camino torturante que es la transmigración a través de México, es una tarea inacabada y que exige una mayor movilización de recursos y voces. El desafío de humanizar el camino y respetar al caminante permanece como urgencia tanto para el norte como para el sur.
[1] Blanca Sánchez Alonso, La globalización perfecta, El País, 29-10-2006
[2] Poema de amor, de Roque Dalton
[3] I. Ellacuría, Utopía y profetismo desde América Latina, en Escritos Teológicos II, pg 275, San Salvador 2000
[4] Confer Relecciones de Indios y del derecho de guerra, Francisco de Vitoria
[5] Ver, por ejemplo, Meyer, M. Un trayecto peligroso por México: violaciones a derechos humanos en contra de los migrantes en tránsito. Diciembre 2010. PRODH y WOLA
[6] Artículo 7 del Estatuto de Roma
[7] Ver, por ejemplo, Belén, Posada del Migrante y otros. Mayo 2009. Quinto informe sobre la situación de los Derechos Humanos de las personas migrantes en Tránsito por México. También, Meyer, M. Ver Informe Regional de Población en América Latina y el Caribe, UNFPA, 2011, pg 37 y ss.
[8] El senador de la República de México Manuel Velasco Cuello presentó en septiembre de 2011 una reforma de eliminación de visa. Dicha reforma establecía que los centroamericanos pudieran “ingresar a territorio mexicano presentando una identificación oficial expedida en su país de origen, y que las autoridades mexicanas les entreguen un documento biométrico para que puedan identificarse y transitar libremente por la geografía nacional”.
[9] Convención para la sanción y prevención del delito de genocidio, Naciones Unidas, art. 2°, 1948
[10] De acuerdo al art. 5 de la de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas (ONU), es “un crimen de lesa humanidad tal como está definido en el derecho internacional aplicable y entraña las consecuencias previstas por el derecho internacional aplicable”. En suma, para aquellos países donde la legislación nacional regula su prescripción, la Convención dispone, en su art. 8.1 lit. b), que la cuenta para la prescripción de este crimen comienza cuando la desaparición cesa, es decir, mientras la persona esté desaparecida el crimen no puede prescribir.
[11] Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, t III, c 4, Caracas, 1986
[12] Ibíd
[13] “Las y los jóvenes de 15 a 19 años son, junto a los menores de 15 años, los grupos más vulnerables a la pobreza y la indigencia en América Latina (CEPAL, 2011a)”. Ver Informe Regional de Población en América Latina y el Caribe, UNFPA, 2011, pg 37 y ss.
[14] Imanol Zubero, Artículo sobre la Solidaridad, pg 464, en Diccionario de la Solidaridad, Valencia 2003
[15] Aunque el término no aparece en el diccionario de la lengua, comienza a ser usado en textos de ética. Por ejemplo el “Glosario para una sociedad intercultural” (Valencia 2002) dedica un artículo al concepto de “Aporofobia”.
[16] Jesús Conill, Globalización y ética económica, Papeles de Ética, Economía y Dirección, n° 5, 2000. Pg 5
[17] Exhortación Apostólica “Pastores gregis” n° 67, Vaticano 2003. El término guerra aplicado a la desigualdad entre ricos y pobres ha sido utilizado por Juan Pablo II en varias ocasiones.
[18] “La esperanza viaja sin visa” pg 119, de Mauricio Gaborit, Mario Zetino, Larissa Brioso y Nelson Portillo, San Salvador 2012
[19] En el Documento Conclusivo de Aparecida (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano se reseña repetidas veces este mundo de valores muchas veces olvidados oficialmente. Ver entre otros el n° 56 del Documento.
[20] Ver también testimonios de mujeres en “La esperanza viaja sin visa”, o.c., pg 143 y ss
[21] Los obispos en Aparecida, o.c. insisten en ver a los migrantes como futuros “discípulos y misioneros” en los lugares de llegada. Ver n° 415
[22] Aparecida, o.c. 416
[23] Sobre la resignificación del trayecto realizado ver “La esperanza viaja sin visa” pgs 101 y ss.