Maquilas,
dengue y diarrea: ¡salud!
No es la primera vez que lo comentamos,
ni creemos que será la última. Cuando cada semana nos sentamos frente al teclado
para reflexionar en este espacio sobre los derechos humanos en El Salvador,
casi siempre tenemos el mismo problema: decidir el tema. Resulta algo muy difícil,
por la diversidad de hechos que ocurren cada ocho días y por el manejo que a
los mismos se le da en algunos medios de difusión masiva. La dinámica es tal
que —por ejemplo— no alcanzamos a comentar la reciente y muy cuestionada elección
del presidente de la Corte de Cuentas, sabedores de las consecuencias de semejante
decisión en la consolidación y el encubrimiento de la corrupción; quizás más
adelante lo hagamos, para establecer todos sus efectos negativos en el campo
que nos desenvolvemos. Por ello, en la presente semana decidimos abordar dos
asuntos que —a final de cuentas— tienen más de alguna relación.
El pasado viernes 5 de julio, casi trescientas personas que laboraban en una
fábrica maquilera ubicada en la Zona Franca Internacional “El Salvador” —cerca
de Olocuilta, sobre la carretera que conduce al aeropuerto de Comalapa— resultaron
víctimas de fuertes dolores estomacales y de cabeza, mareos, adormecimiento
del cuerpo, vómitos y dificultad para respirar. Esos fueron los síntomas más
graves que presentaron. Según los médicos y los socorristas que las atendieron,
la crisis se derivó de una intoxicación masiva por haber inhalado cloro. No
habían pasado siquiera tres días del suceso cuando el grave problema se repitió
en el mismo sitio y, de nuevo, numerosas víctimas rebasaron la capacidad instalada
de las salas de emergencia en los hospitales del Seguro Social, Rosales y Maternidad.
Sumadas todas las personas referidas a los citados establecimientos sanitarios
en las dos ocasiones, se atendieron a más de quinientas personas que en su inmensa
mayoría eran mujeres.
¿Qué hizo el gobierno ante tamaña contingencia? Muy simple: el ridículo. Al
momento de escribir estas líneas, las versiones de sus distintos voceros han
sido tantas y tan contradictorias que no existe otra palabra más adecuada para
definir su actuación. Entre otras, en un primer momento se dijo que sí se había
producido la intoxicación; luego, la comenzaron a negar. Después se comenzó
a hablar de un sabotaje, como parte de un “maligno plan” ejecutado para desprestigiar
al sector textil frente a los inversionistas extranjeros, aprovechando la presencia
en el país de dirigentes sindicales estadounidenses; el mismo Vicepresidente
de la República, Carlos Quintanilla Schmidt, sostuvo tal versión.
También Juan Mateu Llort, en representación del Comité de Emergencia Nacional,
afirmó que sólo se trató de una “histeria colectiva” y no existió intoxicación
alguna; según la versión de este pintoresco galeno y la del Ministerio de Salud,
en el interior de la fábrica no había material tóxico y tampoco se detectó ningún
químico en los diversos exámenes que se hicieron el viernes a las víctimas.
El mismo Mateu Llort cambió después su declaración inicial y pasó a la de un
“gas lacrimógeno” que había sido esparcido. Hasta se llegó a sostener, en el
mayor de los colmos, que la Fiscalía General de la República investigaría “intereses
externos en desestabilizar ese centro de trabajo por medio de acciones fingidas
por parte de las trabajadoras”. De esta forma, los Ministerios de Trabajo y
Salud Pública, Medicina Legal y la misma Presidencia de la República —a través
de Quintanilla Schmidt— salieron en defensa de los empresarios extranjeros —en
este caso, se habla de filipinos— sin acordarse de las trabajadoras salvadoreñas.
Pero, como siempre, resulta fácil detectar las irregularidades y contradicciones
que cuestionan los planteamientos oficiales. En primer lugar, ante la afirmación
de que no había ninguna sustancia química en el ambiente, el Cuerpo de Bomberos
reportó —desde el viernes— haber encontrado tres barriles con cloro en el local;
dos de éstos no estaban llenos, pero sí sellados, por lo que los bomberos presumen
que hubo derrame del líquido. En segundo lugar, tanto los médicos de los hospitales
que atendieron a las víctimas como los socorristas de la Cruz Roja Salvadoreña
y de otros cuerpos confirmaron que los síntomas apuntaban a una intoxicación
con cloro. Además, existe una queja que no pueden tapar: la del Ministro del
Medio Ambiente y Recursos Naturales, a cuyos representantes se les impidió ingresar
a la fábrica en un primer momento; lo mismo le ocurrió al personal de la Procuraduría
para la Defensa de los Derechos Humanos. Un último hecho, de los tantos que
se podrían mencionar: en la segunda emergencia —la ocurrida el lunes 8— se retuvo
dentro de la maquila a las empleadas durante media hora, antes de evacuarlas,
y no se permitió la entrada de la prensa.
Al margen de las distintas “explicaciones” oficiales que hoy se manejan sobre
esta escandalosa situación, no es la primera vez que se critican las condiciones
laborales en las maquilas. En 1997, por ejemplo, noventa trabajadoras de la
empresa Dindex se intoxicaron debido al exceso de monóxido carbónico, por el
hacinamiento de las empleadas en un lugar con poca ventilación y altas temperaturas.
La explicación oficial fue la misma: alguien quería desprestigiar al gobierno.
En este marco, cabe preguntarse: ¿qué papel juegan las autoridades ministeriales?
Porque, según el artículo 256 del Código de Trabajo, a éstas les corresponde
vigilar el cumplimiento de las normas de seguridad e higiene al interior de
las empresas. Estos y otros casos, algunos difundidos por los medios de comunicación
y otros encubiertos por las autoridades gubernamentales, dan cuenta de la falta
de interés y el poco cuidado de los patronos por garantizar la seguridad de
sus empleados y empleadas. Desinterés y descuido que se esconden bajo las faldas
de la protección estatal. La posición oficial es y ha sido siempre, como reflejo
condicionado, ponerse del lado de los empresarios y no de las trabajadoras.
Los hechos hablan por sí mismos y demuestran que la apuesta de Francisco Flores
y su gabinete es una: ofrecer en el exterior a El Salvador como el espacio donde
se pueden instalar maquilas que ofrezcan trabajo masivo y promocionar así —en
radio, prensa y televisión— los “logros” de su administración. Y en función
de eso, no les importa la inseguridad y otras condiciones laborales negativas
para la gente.
Aparecer ahora diciendo que lo ocurrido es parte de un sabotaje contra el sector
maquilero —sin ninguna investigación seria, científica y confiable— es una falta
de respeto a las humildes mujeres que han tenido que sufrir daños a su salud;
es ir contra ese pueblo que, día a día, tiene que salir a buscar la forma de
ganarse su pobre sustento. Por eso, ese mismo pueblo salvadoreño no debe escatimar
esfuerzos para organizarse y exigir condiciones laborales más dignas y humanas.
Mientras ello no suceda, los abusos continuaran y los abusadores seguirán protegidos
por la impunidad.
Pero dejemos la maquila por el momento y pasemos al otro asunto. “Hasta que
se muere alguien, llegan los de Salud”, comentaba una vecina de la niña Andrea
Ronquillo, una de las víctimas recientes por efecto del dengue hemorrágico.
Este contundente juicio es el fiel reflejo de un viejo problema, cuyas consecuencias
ya no debe seguir soportando la población: la incapacidad del gobierno para
prevenir las tragedias y garantizar su salud. La atención que han recibido las
personas afectadas por esta epidemia de dengue, que tanto costó ser reconocida
oficialmente, es una muestra de ello. Más de la mitad de las niñas y los niños
fallecidos fueron víctimas de la negligencia de los médicos, sobre la base de
unas deficiencias institucionales largamente denunciadas. Los errores con consecuencias
mortales, han ido desde los diagnósticos erróneos hasta la falta de atención
oportuna.
En El Congo, departamento de Santa Ana, a Yoselin Ramírez se le diagnosticó
una infección respiratoria cuando, en realidad, lo que tenía era dengue; cuatro
días después, murió en el Hospital San Juan de Dios. Lo mismo sucedió con Nestor
Romero, de siete años de edad, a quien se le dio tratamiento médico para la
tifoidea y, al día siguiente, también murió por dengue. Otro niño, Erick Alvarado,
perdió la vida porque los médicos pensaron que tenía una simple gripe. Pero
ahí no terminan las cosas. Andrea Ronquillo dejó de existir luego de esperar
durante tres días a ser atendida. Pero el colmo de la irresponsabilidad fue
la muerte de Cristian Hernández, a quien presentaba el gobierno como el “símbolo”
triunfal de su lucha contra el dengue. A este niño se le negó una medicina que
tenían en existencia dentro del Hospital Bloom; no le fue proporcionada porque
la farmacia no estaba abierta en ese momento.
¿Cómo es posible que en un estado de emergencia por esa epidemia, se cierre
la farmacia del único centro hospitalario estatal para la infancia en el país
y que no exista nadie que pueda abrirla? ¿Cómo es posible que se le pida a un
humilde padre de familia que reúna ciento treinta mil colones —casi quince mil
dólares estadounidenses— para pagar un tratamiento que lo puede brindar esa
institución pública de salud? Para colmo de males, el Director de dicho Hospital
ahora dice —con una cara más dura que las piedras— que lo que ocurrido fue un
“error de comunicación”. En cualquier otro país del mundo, donde los funcionarios
sí tienen un mínimo de decencia y el sistema de justicia funciona, ese tipo
de errores —que se llevan por delante vidas inocentes— se pagan con cárcel para
el responsable y su inhabilitación de por vida en el ejercicio de la profesión.
En nuestro país, el recién reelegido Fiscal General de la República —elogiado
sólo por ARENA y algunos de sus empleados— ya cerró filas para impedir la posibilidad
de investigar de oficio las malas prácticas médicas durante esta emergencia.
Su argumento es igual de malo que su gestión: que América Latina toda ha sido
estremecida por el dengue y que, por tanto, eso ocasiona estos “errores”. Señor
Fiscal, por favor, no ofenda la inteligencia de la gente. El que toda la región
haya sido afectada por esa enfermedad, es una razón más para mejorar el Sistema
Nacional de Salud a fin de evitar que más niños y niñas mueran por la inobservancia
de los procedimientos médicos adecuados.
En el marco de la actual coyuntura, a pesar de este funcionario del Ministerio
Público, se deben establecer las responsabilidades correspondientes en estas
trágicas defunciones para impedir que vuelvan a ocurrir otras dentro de poco.
Eso se llama sentar precedentes en contra de la impunidad. También es importante
una pronta actuación de las autoridades de Salud Pública para enfrentar, con
seriedad, la epidemia de dengue que continúa causando daños; deben dejar de
anunciar, de forma irresponsable, que “todo está bajo control”. Por si fuera
poco, ahora también hay que alertar a la sociedad sobre el alto índice de enfermos
y víctimas mortales por diarrea; cada día se reportan más de cien casos en el
Hospital Benjamín Bloom. Frente a esta nueva emergencia que se empieza a configurar,
en el gobierno hay quienes ya comenzaron a culpar a la población por la proliferación
de moscas. Lo cierto es que tanto el dengue como las enfermedades gastrointestinales,
están asociadas a la pobreza.
Las autoridades de Salud Pública no deben ocultar sus deficiencias. Eso, además
de antiético, es irresponsable porque no contribuye en nada a encontrarle una
solución real a la problemática. Tampoco deben decir que estamos condenados
a vivir con el dengue y las diarreas, porque vivimos en un país tropical. Semejante
barbaridad, dicha sin fundamento científico, fácilmente se cae al observar lo
que ocurre en otros países de la región —como Costa Rica, por ejemplo— donde
la población no es víctima de los graves males que acá padecemos. Ya basta de
excusas. Comiencen a trabajar por el pueblo y para el pueblo. Eso es lo que
se necesita para que en El Salvador exista un Estado democrático y social de
Derecho; no lo que ahora existe: un estado permanente y calamitoso de emergencia,
que sólo victimiza a los sectores sociales pobres y mayoritarios.
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