Los
derechos humanos
en el 2002 (II)
II. El funcionamiento de las
instituciones
El país no está mal por casualidad. En gran medida, la situación crítica en
la que se encuentra se deriva del incorrecto funcionamiento de las
instituciones estatales. Hay honrosas excepciones, pero mucho de su
deficiente actuación debe ubicarse más allá de la negligencia burocrática
tradicional; existe, lamentablemente, una premeditada complicidad con la
impunidad que —aunque en algunos círculos se intente negar o minimizar—
sobrevivió al esfuerzo nacional e internacional por transformar el país. Por
eso, ocupa un lugar especial en este balance el análisis del trabajo
desarrollado por las entidades directamente relacionadas con el acceso a la
justicia y la vigencia de los derechos humanos.
1. La Fiscalía General de la República (FGR)
Por mandato constitucional, esta institución del Ministerio Público posee
atribuciones vitales que —según se colige de aquél— deberían servir para
garantizar en el país tanto el funcionamiento de un Estado democrático de
Derecho como el amplio respeto de los derechos humanos. A la Fiscalía le
corresponde, entre otras cosas, el monopolio de la acción penal y la
dirección en la investigación del delito. En concreto, a partir de esas
atribuciones se debe valorar la gestión de dicha institución durante el año
recién finalizado.
De entrada, debemos afirmar que la autoridad dentro de la misma es personal.
Eso significa, en términos reales, que la responsabilidad de los aciertos o
yerros institucionales recaen en el titular de la institución; más en
concreto, en Belisario Amadeo Artiga Artiga.
Para hacer una valoración objetiva, tomaremos como base la dinámica de los
casos que —debido a su notoriedad— se convirtieron en los casos “estandarte”
de la FGR en el 2002. Así, de nuevo adquirió importancia la investigación de
los denominados “títulos falsos”, sobre todo a partir de los señalamientos
sobre la existencia de 289 jueces de la República cuyos títulos académicos
que los acreditaban como licenciados en Ciencias Jurídicas presentan
“irregularidades”, según el informe que sobre el tema preparó el fiscal
especial Roberto Vidales. Al respecto debe anotarse que, salvo dos o tres,
los otros señalamientos difundidos por la institución —vía medios de
comunicación— han estado muy lejos de ser corroborados en sede judicial. No
se ha establecido, entonces, la probable participación delincuencial de los
señalados en la investigación. Mucho menos se ha profundizado en la
indagación sobre la estructura delictiva que propició el otorgamiento de
credenciales académicas en Derecho a diversos bachilleres del país; es más,
ni siquiera se ha intentado sondear acerca de los “mecanismos” de selección
que ubicaron a los cuestionados profesionales al frente de una judicatura.
Por otro lado y mediante una estrategia publicitaria, el Fiscal Artiga
promocionó el caso del Banco de Fomento Agropecuario como un ataque directo
contra la corrupción y trató de hacerlo parecer como una valiente
investigación penal que “tocaría lo intocable”: los sectores pudientes del
país vinculados al gobierno y, por ende, al partido ARENA. Como en otras
ocasiones, mediante una abundante difusión en prensa de algunas diligencias
que realizaban sus agentes auxiliares, Artiga aseguró que contaba con
pruebas sólidas y que el establecimiento de la responsabilidad penal de los
imputados señalados era sólo cuestión de cumplir con las formalidades
temporales del proceso. Nada más alejado de la realidad. En diciembre del
2002, una recia resolución del Juez Quinto de Instrucción de San Salvador
exoneró casi del todo a los señalados en la acusación, aduciendo falta de
fundamento y pruebas contundentes en las investigaciones del Ministerio
Público. Los voceros fiscales se rasgaron las vestiduras ante este nuevo
fracaso.
Con bastante similitud, al fin de la Semana Santa la población salvadoreña
fue informada de un supuesto “gran golpe” al narcotráfico: la operación
denominada “Tormenta Tóxica”, que incluyó la captura ilegal de casi veinte
personas —hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes— que se encontraban en
una fiesta de playa. Artiga las acusó, sin evidencias, de traficar la droga
conocida como “éxtasis” así como cocaína y marihuana. A las pocas semanas,
cambió los cargos por otros de menor envergadura y terminó haciendo el
ridículo al retirar la acusación por la obvia debilidad de sus
señalamientos. De nuevo, lo único que quedó fue su nula capacidad y su
excesiva irresponsabilidad.
En el mismo sentido se le deben achacar las ineficientes averiguaciones en
otros casos, tales como el relativo a la millonaria malversación de fondos
en la Federación Salvadoreña de Fútbol, que concluyó con la exoneración de
cargos para los imputados por falta de pruebas y por errores de
procedimiento; también se pueden mencionar las nulas investigaciones sobre
el asesinato de los hermanos Guillermo Rodríguez Carías y Federico Calderón
Carías, la indiferencia ante las recomendaciones que le hiciera la Asamblea
Legislativa para reanudar las pesquisas en el caso de la violación y muerte
de la niña Katya Natalia Miranda Jiménez y su falta de valor para iniciar en
serio una investigación sobre la autoría intelectual en la muerte de Ramón
Mauricio García Prieto.
Espacio falta para hacer el recuento de los daños que Artiga le ha causado
al país. Con semejantes atestados laborales causó indignación el
nombramiento de éste para un segundo período como Fiscal General, dado que
no ha demostrado idoneidad para el cargo y su gestión se ha caracterizado
por ser discrecional y elitista al dedicar esfuerzos prioritarios para
esclarecer aquellos casos en los que existe un marcado interés o en el que
las víctimas pertenecen a la dupla gobernante: Asociación Nacional de la
Empresa Privada (ANEP) y el Partido ARENA. Esta última razón, es la única
que puede explicar el premio para Artiga —ocupando la silla del Ministerio
Público por tres años más— y el castigo para el pueblo salvadoreño que
demanda justicia.
2. Policía Nacional Civil (PNC)
El desempeño de la corporación policial debe ser siempre objeto de una
evaluación ecuánime para medir el nivel de vigencia de los derechos humanos
en un país. Eso es así, debido a que dentro de su labor se incluye la
posibilidad de restringir ciertos derechos a personas y grupos en función de
proteger derechos o intereses más generales o de mayor importancia para la
colectividad. Partiendo de eso, en El Salvador la PNC es la encargada de
hacer cumplir la ley por la fuerza cuando se han agotado los mecanismos para
su acatamiento voluntario; es a su vez, la encargada de velar por el orden
público y la seguridad ciudadana, así como de colaborar con la FGR en la
investigación del delito. Con todo ello, se vuelve un imperativo urgente el
ejercicio de un control permanente sobre la misma para evitar la ejecución
abusiva de su mandato y garantizar la plena vigencia de los derechos
humanos.
Al hacer un balance del trabajo policial en los últimos doce meses, debemos
destacar que es evidente una mayor presencia y participación policial en los
problemas políticos y sociales del país. Es frecuente que el Órgano
Ejecutivo recurra al uso de la fuerza pública como método privilegiado para
enfrentar crisis sociales derivadas de conflictos de índole económica,
laboral o de otro tipo. Dicho de otra manera, se ha ido consolidado la
utilización de la PNC con fines represivos; así, de forma consciente se le
está apartando de su naturaleza apolítica y democrática con la cual fue
concebida en los acuerdos de paz; eso representa un duro golpe a los mismos
y, además, un ataque a los tímidos intentos por construir una democracia
real en El Salvador.
En ese orden de ideas vale la pena destacar la irreflexiva intervención
policial al capturar al diputado Orlando Arévalo, acusándolo de “instigar” a
los empresarios de buses que protestaban contra el gobierno. El hecho
degeneró, incluso, en el atropellado ingreso de las fuerzas policiales al
recinto de la Asamblea Legislativa, exhibiendo armas y mostrando una postura
desafiante ante los legítimos reclamos de algunos legisladores. En el marco
de esa misma problemática, la PNC capturó a 46 personas vinculadas al
negocio del transporte público que protestaban por supuestos actos ilegales
del gobierno en su contra. Al ser liberadas por las autoridades judiciales,
quedó en evidencia el manejo poco profesional de la Policía ante las
protestas públicas.
Del mismo modo, a raíz de la crisis que se ha desatado en el sector salud ha
sido constante la emisión de mensajes y amenazas —directas o solapadas—
efectuadas por del Director de la Policía o a través de sus más cercanos
colaboradores sobre la posible captura de dirigentes del movimiento social.
Además, como parte de las respuestas oficiales a la problemática, agentes
policiales se han “tomado” las instalaciones hospitalarias desde donde se
iniciaron los reclamos al Órgano Ejecutivo por la posible privatización del
sistema de salud.
Por otra parte, ha quedado demostrado hasta la saciedad que la PNC centra
sus esfuerzos de investigación en aquellos ilícitos que aquejan al gran
capital salvadoreño, destinando incluso gran parte de sus recursos humanos y
logísticos al combate del secuestro pese a que las mismas autoridades de la
corporación han indicado la casi nula comisión de este delito; mientras,
delitos como el homicidio y el robo se han convertido en los verdaderos
azotes de la población salvadoreña. A ello se debe agregar que la Policía no
despliega suficientes energías en materia de prevención del delito,
notándose además una pobre percepción de su mando actual en lo relativo a
las causas de la delincuencia en el país. Sobre esto último, causó estupor
el que en la página electrónica de la PNC se consignara —sin ninguna
vergüenza— que una de las principales causas de la delincuencia en El
Salvador lo constituía la ascendencia indígena de nuestra población; según
la Policía, nuestros ancestros poseían “genes violentos” que hemos heredado
hasta estos tiempos. Lo ridículo de este planteamiento evidencia el
paupérrimo nivel de la conducción institucional y la poca seriedad con que
enfrenta el grave fenómeno delincuencial en nuestro país.
Debemos señalar también que, durante el 2002, se comenzaron a conocer las
primeras sentencias de amparo dictaminando que los mecanismos mediante los
cuales la PNC destituyó a varios de sus miembros eran violatorios de
derechos constitucionales; ello, además de poner en entredicho el supuesto
proceso de depuración policial, del que tanto han presumido las autoridades,
ya que por un lado se está propiciando el reingreso de los agentes purgados
de la institución y, por el otro, se obliga a la corporación al pago de una
indemnización por daños y perjuicios a los afectados. Es claro que los
fondos para cancelar estas indemnizaciones provendrán del erario público,
constituyendo una carga adicional para los contribuyentes, originada en la
arbitrariedad y el autoritarismo con el que se ha pretendido “sanear” la
institución.
3. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH)
Durante el año examinado, la PNC recibió apoyo económico —con un
considerable refuerzo presupuestario que incluyó la adición de una “partida
secreta”, en manos de su Director General para su uso discrecional— y
continuó la mencionada “depuración” con más sombras que luces, en el marco
de la aplicación de su nueva Ley Orgánica que entre otras graves cosas ha
desnaturalizado sus controles institucionales internos y externos. Mientras,
todo lo contrario le sucedió a la PDDH a diez años del fin de la guerra.
Tras serios y preocupantes hechos que minaron su desarrollo en años
anteriores, impulsados sobre todo desde la Asamblea Legislativa, la realidad
actual para la institución es la de vivir en un permanente estado de alarma.
Razones no le faltan. A comienzos del año se denunció el reducido
presupuesto que le asignaron, muy distante del que se le otorga a “su
hermana” —la PNC— y a la FGR. En la práctica, esa asfixia económica ha
trastocado sus prioridades y ha significado una drástica reducción de sus
actividades institucionales. Sin duda, con esa medida se pretende minimizar
la influencia positiva de la PDDH para una verdadera transformación del
país.
De esta forma, queda evidenciado el verdadero rostro del binomio
gubernamental ANEP-ARENA en la mal llamada transición democrática: se
“gratifica” la actuación policial, con mayores recursos y la designación
indefinida de su Director General —principal responsable de las violaciones
a los derechos humanos en el país— mientras el actuar de la titular de la
PDDH —Beatrice de Carrillo— se mantiene sometido a un riguroso, tenso y
desproporcionado examen. Y eso ocurre, precisamente, en un período durante
el cual la funcionaria ha tenido que intervenir en múltiples y serios
conflictos en su intento por evitar males mayores.
Sin duda, la actuación de la institución ha estado marcada más por una
agenda cotidiana —plagada de tantos problemas— que por su propia
planificación. Así, el despido de miles de personas que trabajaban en la
administración pública a comienzo del año y el conflicto del transporte,
junto al ya mencionado caso del diputado Orlando Arévalo y el vigente
conflicto en el sector salud, entre otros muchos hechos, han exigido una
intervención directa de la Procuradora. No obstante semejante escenario en
el cual le ha tocado desempeñarse, ha podido emitir importantes resoluciones
como las de los casos “Romero” y “Jesuitas”; en la última de éstas censuró
con firmeza la inadecuada e ilegal actuación de Belisario Artiga, quien
parece no perdonarle semejante “atrevimiento”.
Las valoraciones que se pueden hacer de la PDDH —a la mitad del mandato de
su actual titular— podrían llevarnos a un equívoco, si nos dejamos llevar
por la repercusión mediática que tienen sus acciones públicas. La
Procuradora no ha logrado establecer un equilibrio entre su intervención
directa en los problemas y el funcionamiento de la estructura a su cargo
para buscarles solución, lo que la hace más vulnerable ante un
malintencionado manejo de su imagen y su labor por parte de la “gran” prensa
escrita, radial y televisiva. Así, ha expuesto demasiado al desgaste su
figura y el cargo. Salva la situación, en buena medida, uno de sus aciertos
mayores: el profesionalismo y la eficiencia de su equipo más cercano, que ha
permitido relanzar a la PDDH, pese a las grandes amenazas encontradas en el
camino.
Frente a los esfuerzos de mediación y puesta en práctica de sus “buenos
oficios” en los conflictos a los que hacíamos referencia y otros, la
Procuradora ha recibido por respuesta —de casi todo el resto de la
administración estatal—rechazo, aislamiento y confrontación. Quienes ocupan
los cargos gubernamentales más altos no acatan sus recomendaciones. En esa
línea, destacan el Fiscal General de la República y del Director General de
la PNC, Mauricio Eduardo Sandoval Avilés. Eso desmiente con creces los
supuestos avances durante los últimos diez años, en la aspiración de lograr
un respeto irrestricto a los derechos humanos en El Salvador. Esa política
contra la PDDH y su titular ha sido alentada, como ya se apuntó, por los
grandes medios de difusión que han hecho de la destitución de la Procuradora
una “cruzada”.
En serio peligro se encuentra la Procuraduría, si continúa la política
oficial de estrangulamiento presupuestario. Esa situación la ha denunciado
el mismo Secretario General de Naciones Unidas, en su informe sobre la
situación de nuestro país (A/57/384, de 6 de septiembre del 2002) al señalar
que la PDDH “sigue careciendo gravemente de financiación”. Tan fundamental
como lo anterior, es también una adecuada coordinación entre las
instituciones estatales encargadas de velar por el cabal respeto de los
derechos humanos. Asimismo, se debe insistir en la necesidad de un ponderado
liderazgo institucional por parte de la actual Procuradora, que le permita
soportar —sobre bases sólidas— las graves situaciones en las que se
enfrentará en un futuro próximo y posibilite la consolidación de la PDDH.
5. El Órgano Judicial
Cumplidos diez años del fin de la guerra, de poco han servido las
millonarias inversiones destinadas a posibilitar el acceso a la justicia
para toda la población. Y en eso tiene mucha responsabilidad la Corte
Suprema de Justicia (CSJ). Por ello no es extraño que los males que se le
señalaban a este Órgano por aquel entonces, sigan siendo los mismos en la
actualidad: corrupción, incapacidad e ineficiencia que se traducen en la
permanencia de la impunidad. A éstos se refirió el informe anual sobre
derechos humanos publicado —en marzo del 2002— por el Departamento de Estado
de los Estados Unidos de América. Así, pues, el protagonismo de la CSJ a lo
largo del año ha estado marcado más por esas graves deficiencias que por su
accionar apegado a derecho.
El 2002, en cuanto a decisiones judiciales se refiere, no pudo dejar “mejor”
muestra del nivel de buena parte de los magistrados que ocupan la Corte.
Así, los más de 8,000 empleados públicos despedidos hace 12 meses, tuvieron
que soportar “argumentos” jurídicos que justificaban tal medida basándose en
la “libre disposición del legislador”. En tales resoluciones, contraviniendo
la jurisprudencia sostenida por ella misma, la Sala de lo Constitucional de
la CSJ declaró “improcedentes” las demandas. Así, de nada sirven las normas
internacionales, la Constitución de la República y la legislación secundaria
cuando de lo que se trata —en realidad— es de reforzar judicialmente las
decisiones arbitrarias e inhumanas del Órgano Ejecutivo. En las misma
resoluciones cuestionadas, un magistrado lo planteó como parte de su voto
razonado contrario a la posición del resto de sus colegas; Mario Solano
sostuvo que de forma evidente, cuando se trata de impugnar decisiones del
poder administrativo, la Sala de lo Constitucional siempre se inclina por
desestimar las demandas.
Similares “razonamientos” —que rayan en lo absurdo— tuvieron que soportar
las personas residentes en Las Colinas, Santa Tecla, que resultaron
damnificadas por el terremoto del 13 de enero del 2001; a éstas se les dijo
que sólo los perjudicados, refiriéndose a las víctimas mortales, podían
reclamar al Estado por su violación al derecho a la vida. Resoluciones como
éstas, contribuyen a incrementar la ya notable desconfianza en el sistema de
justicia.
El Informe de la Comisión de la Verdad, en sus recomendaciones al sector
justicia, señaló la reforma profunda de la CSJ como una de las medidas más
urgentes que a impulsar; sin embargo, a estas alturas, la situación del
máximo órgano tribunal de nuestro país no ha variado mucho. Pero, más allá
de cualquier opinión en este sentido, el 2002 será recordado como el año en
que cobró mayor dimensión el escándalo de los “títulos falsos”. Durante los
años de la guerra y posteriores a ésta, varias universidades privadas
otorgaron títulos de licenciatura en Ciencias Jurídicas cuya legalidad era
dudosa; los entregaron a alumnos que, en ocasiones, ni siquiera habían
completado los requisitos académicos establecidos. Por razones obvias, la
noticia sacudió la opinión pública cuando se supo que buena parte de las y
los “favorecidos” ocupaban cargos en la judicatura y por la cantidad de
implicados.
La gravedad del problema obligó al nombramiento de un fiscal especial para
realizar las investigaciones necesarias. Sin embargo, tras meses de
pesquisas y elaborado un informe, éste pasó a ocupar un lugar más en los
archivos pues la CSJ decidió realizar la “purga” a su manera. Entre las
destituciones realizadas hasta la fecha —siempre contra jueces de las
instancias más bajas— son varias las personas afectadas que han denunciado
violaciones graves al debido proceso, llegando incluso a desviarse tales
intenciones investigativas hacia jueces probos y éticos que, al parecer,
entorpecen el status quo jurisdiccional. Causa perplejidad —por lo menos—
que ante los anuncios publicitarios asegurando “justicia para todos”, la CSJ
no haya querido aprovechar esta oportunidad para cortar de raíz una de las
afecciones endémicas de nuestro sistema de justicia.
El Estado actual de nuestro Órgano judicial nos inquieta y causa
preocupación cuando más del 70% de la población reclusa se encuentra
esperando sentencia y conocer, así, su estado definitivo ante la justicia.
La pretendida efectividad policial para “limpiar” las calles de bandas
criminales, está provocando un mayor hacinamiento dentro de los centros
penales e incrementando la acumulación de causas judiciales —problema de por
sí habitual— así como los disturbios al interior de las cárceles. Al
observar las prisiones del país nos damos cuenta que se encuentran repletas
de reos de escasos recursos. Están detenidos uno que otro “mando medio”
dentro de la llamada “industria del secuestro” y más “peones” de la misma.
Pero no guarda prisión ninguno de sus funcionarios de alto rango, público o
privado, que haya hecho posible la escandalosa prosperidad que llegó a
alcanzar y que sólo se volvió motivo de “alarma social” cuando comenzó a
tocar al gran capital.
El sistema de justicia del país continúa sin funcionar adecuadamente. En su
mayoría, no goza de la independencia necesaria para desarrollar sus
funciones con garantías; de ahí que se actúe, discrecional y arbitrariamente
en muchas ocasiones. Sólo cuando las víctimas reclaman justicia —sin
importar los obstáculos y riesgos— se atrapa al o los autores materiales de
determinado delito; pero los intelectuales, siempre permanecen impunes. A
eso se suman situaciones increíbles pero ciertas, como la reelección
anticipada de un Fiscal General de la República cuyo mayor mérito ha sido
“perder” siempre los casos que ofenden la conciencia ciudadana —como el de
Katya Miranda y FINSEPRO-INSEPRO— o simplemente omitir investigar cuando no
conviene a sectores con poder como en los casos “Jesuitas”, García Prieto y
los hermanos Carías, asesinados en la colonia La Cima hace más de dos años.
En concreto, el Órgano Judicial debe ser saneado de manera profunda y
urgente. También se requiere una reforma que tenga como objetivo fundamental
retirarle las funciones administrativas a la Corte Suprema de Justicia, en
especial a su Presidente.
III. Participación ciudadana
Sin duda, de lo ocurrido en el 2002 se pueden destacar algunos aspectos
positivos en este ámbito. Especial mención merece el movimiento que se
generó a raíz de la huelga de médicos y trabajadores del Instituto
Salvadoreño del Seguro Social; si bien es cierto, el paro fue visto al
principio con escepticismo por parte de la población —debido, quizás, a la
amplia percepción del actuar negligente de algunos empleados del mismo en el
desempeño de sus funciones habituales y a la posible manipulación electorera
de las reivindicaciones— fue a partir del anuncio que hizo el Presidente
Flores de su propuesta privatizadora de la seguridad social que la población
reaccionó con fuerza ante el bloque hegemónico de poder conducido por la
ANEP y representado por ARENA.
Así, amplios sectores sociales se decidieron a enfrentar la más que probable
entrega del ISSS y del sistema de salud en general al gran capital,
amenazados por el evidente encarecimiento de los servicios que de dicha
medida se derivaría. Con el respaldo masivo a las sucesivas y masivas
“marchas blancas”, se fijó una frontera y un verdadero valladar para quienes
buscan su mayor enriquecimiento sin importar el “precio” ni el medio. De esa
forma, se pudo ver que la población iniciaba el despertar de un largo sueño
lleno de desencanto, frustración y peligrosa resignación durante la década
sin guerra para recobrar el brillo de la lucha por sus derechos. No
obstante, ese esfuerzo no alcanza a cuajar de manera definitiva; si bien es
cierto que resulta positivo el resurgir de la movilización social, no
podemos obviar que aún se nota la carencia de ideas nuevas y propuestas
atractivas para asegurar que estamos ante un proceso alentador a favor de
gente, sobre todo la más vulnerable.
Se debe resaltar, además, que un grupo considerable de antiguos empleados
gubernamentales ha emprendido una nueva lucha en la reivindicación de sus
derechos, cuando en octubre pasado presentó una demanda en la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos contra del Estado de El Salvador, debido
a la supresión de sus plazas durante el primer mes del 2002. Asimismo, los
padres de Ramón Mauricio García Prieto, la madre de Katya Natalia Miranda
Jiménez y la madre de los hermanos Carías —víctimas de la impunidad que
impera en el país— continuaron siendo ejemplo de dignidad y lucha. Todo lo
anterior permite constatar que, a pesar de los múltiples obstáculos, sigue
habiendo solidaridad y esperanza.
Conclusión
Al hablar de la institucionalidad salvadoreña en general y —dentro de la
misma— de aquélla relacionada directamente con el acceso a la justicia y el
respeto a los derechos humanos, no se puede ni se debe dejar de lado algo
fundamental y determinante: vivimos en una sociedad estructurada sobre la
marcada desigualdad que divide a quienes lo tienen todo en abundancia, de
quienes lo único que tienen son sus necesidades grandes e insatisfechas.
A casi once años de finalizada una guerra fratricida de enormes costos
materiales y humanos, el gran poder económico en nuestro país —el verdadero
poder— continúa comprando voluntades individuales y colectivas para
colocarlas al servicio de sus intereses. Y cuando no logra hacerlo, invierte
recursos para atacar por todos los medios a las personas e instituciones que
considera obstáculos, cuando éstas trabajan por el respeto de la
Constitución y los derechos que la misma reconoce para toda la población.
Asimismo, sigue colocando en “puestos claves” del Estado a quienes le
benefician. Eso se confirmó y se hizo más evidente a lo largo del 2002.
De ahí, las preguntas elementales: ¿Es posible, en ese marco, que en El
Salvador exista justicia para toda la población sin distinción y no se
favorezca a quienes cuentan con dinero o contactos para salir impunes? ¿Se
puede presumir de que el país fue transformado de manera positiva, porque la
dignidad de todas las personas y sus derechos son la principal prioridad? La
respuesta, por lógica, es igual de elemental: no.
La institucionalidad salvadoreña persigue y encarcela al “descalzo”; a veces
lo hace, cuando ni siquiera es responsable de algún delito. Esa misma
“justicia”, en los pocos casos que ha aparentado “tratar”, no logra
imponerse sobre los que utilizan todos los vehículos a su alcance para
escapar de ella. Lo anterior debe interpretarse como está planteado y no
como un intento mecánico por censurar o favorecer a alguien, dependiendo de
los bienes que posea.
Todo esto daña profundamente la confianza popular, deteriora más la precaria
institucionalidad nacional y abona el terreno para que —más temprano que
tarde— la oscuridad termine imponiéndose sobre las pocas luces que se
encendieron en 1992. Esto último se puede evitar. Pero para ello resulta
imperativo, entonces, un estallido social de vergüenza y ética en el 2003;
sólo así se podrá cambiar el peligroso rumbo actual del país para lograr, de
una vez por todas, que la justicia deje de ser como la serpiente —que sólo
muerde al descalzo— y convertirla en algo como la muerte: que nadie escape
de ella.
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