Cuatro mitos sobre las pandillas (II)
Uno de los argumentos más frecuentemente esgrimidos por los patrocinadores
del Plan “Mano dura” para penalizar la integración a las pandillas juveniles
y convertir su propia constitución en un delito (asociación ilícita) es que
la principal causa de la integración de los jóvenes a las pandillas es la
motivación esencial para cometer actos delincuenciales y la intención por
alterar el orden público y dañar la propiedad privada. Este argumento asume
que los jóvenes están fundamentalmente motivados por una vocación hacia la
vagancia y por el desprecio al trabajo, al tiempo que ignoran las
oportunidades que les ofrece la sociedad. Detrás de esta interpretación
sobre los motivos de los jóvenes que se integran a las pandillas está el
supuesto de que los mismos son —o se convertirán más temprano que tarde— en
delincuentes peligrosos.
No se puede negar el hecho de que muchos jóvenes que se integran a las
pandillas cuando son adolescentes pasan a formar bandas criminales años más
tarde —si sobreviven a la dinámica pandilleril—. Sin embargo, la perspectiva
de quienes forman la pandilla no siempre parece ser la de desarrollar una
carrera criminal, y la mayoría de las veces es producto de un progresivo e
inexorable proceso de cierre y obstrucción de oportunidades. Como ya se ha
señalado en la entrega anterior, la mayoría de jóvenes que se integran a las
pandillas provienen de hogares en donde el ejercicio de la violencia y la
falta de atención por parte de los padres y tutores es la norma. La
violencia expulsa a muchos de los futuros pandilleros del hogar y les obliga
a buscar afecto en sus pares que se encuentran en la calle. Frente al dilema
de seguir soportando una historia de abusos y privaciones o ejercer la
violencia ellos mismos y sacar provecho de ella, los jóvenes optan por lo
último. Ya en la calle, la comunidad y las instituciones hacen muy poco para
revertir el proceso de marginación iniciado dentro del hogar, antes bien, lo
profundizan al expulsar a los jóvenes del sistema educativo, al negar
oportunidades de formación y de trabajo.
Rechazados, los jóvenes recurren a la pandilla, en donde encuentran
solidaridad, protección y, sobre todo, poder a través del uso de la
violencia. El ciclo se completa y se agrava cuando, inducidos por diversas
causas, se convierten en adictos a las drogas dentro de las pandillas.
En las investigaciones de las cuales se tiene conocimiento, los jóvenes
entran en las pandillas por la interacción con otros muchachos de su misma
edad; la mayoría está consciente de los riesgos que ello implica por las
actividades violentas y muchos de ellos quisieran no tener que recurrir al
uso de la violencia, pero una vez adentro la misma se impone y determina la
dinámica de la pandilla y su relación con ellos mismos y con la comunidad.
Esto no niega bajo ningún punto de vista, que los pandilleros incurren con
frecuencia en actividades delictivas y que sus dinámicas de violencia
usualmente afectan a terceros inocentes. De hecho, la serie de
investigaciones realizadas por el IUDOP muestra que con el paso del tiempo,
la violencia se ha constituido en el elemento más totalizante de la dinámica
de los pandilleros. Sin embargo, es sorprendente hallar que en la mayoría de
las veces los jóvenes se integraron buscando los espacios que se les fueron
negados en su propia casa, escuela y comunidad. Los jóvenes no se integran
por la simple motivación de delinquir y de provocar daños a otros, se
integran porque ven en las pandillas un espacio de interacción, de ejercicio
de poder social a través del grupo, que no tenían fuera de él. Para ellos,
eso significa simplemente estar con los amigos, andar en “vacil” y poder
disponer del apoyo de sus pares. Sin embargo, las dinámicas que prevalecen
en las pandillas, con los espacios creados de contestación social, provocan
que los jóvenes busquen reafirmar su identidad sobre la base de actividades
que objetan el orden social y las normas establecidas: el consumo de drogas,
la permisividad en la conducta sexual y la violencia son las más
características de esta inclinación.
Al adentrarse en estas actividades, muchos jóvenes se hallan atrapados de
repente en un círculo vicioso del cual ya no les es posible salir sin que
ello signifique un costo más alto e inmediato para sus propias vidas.
La proliferación de las pandillas es producto del garantismo en las leyes
Finalmente, otro de los argumentos más comunes para explicar el fenómeno de
las pandillas se refiere al supuesto “hipergarantismo” de las leyes actuales
y de las reformas en materia penal. Quienes abanderan el Plan “Mano dura” y
argumentan la necesidad de una ley especial para reprimir a las pandillas
juveniles sostienen que las pandillas juveniles han proliferado en los
últimos años como producto de la impunidad provocada por la aplicación de
unas leyes para “suizos”, las cuales supuestamente “defienden los derechos
de los delincuentes” antes que los de las personas honradas.
Sin entrar a debatir sobre el carácter y el alcance de los códigos penales,
lo cierto es que la razón principal por la cual el problema de las pandillas
se ha agravado de manera alarmante en los últimos años no se debe a la
existencia o ausencia de leyes adecuadas, sino de forma más amplia se debe a
la ausencia de políticas públicas consistentes en las siguientes áreas:
desarrollo de la juventud, educación para poblaciones en riesgo y política
criminal.
A pesar de que el fenómeno de las pandillas no es nuevo, y lleva ya por lo
menos diez años de estar en la conciencia pública (Una encuesta de
victimización realizada por el IUDOP en febrero de 1993, consignaba ya que
el 49 por ciento de los salvadoreños urbanos señalaban la presencia de maras
y pandillas en su comunidad de vivienda), los diferentes gobiernos no han
formulado ni han articulado ninguna política encaminada a atender este
problema. Efectivamente, no hay ni una política criminal en términos
integrales ni existe tampoco una política de juventud que contemple las
poblaciones en riesgo. Lo que sí existe, más bien, son pequeños esfuerzos y
proyectos aislados de algunas de las oficinas gubernamentales y
organizaciones de cooperación que están lejos de ser consideradas políticas.
En otras palabras, el estado salvadoreño no ha formulado ningún proyecto
político de atención integral al problema de las pandillas, ni siquiera al
tema de la violencia juvenil que excede al ámbito de las maras.
En su lugar, las respuestas estatales por lo general se han concentrado en
diseñar leyes, lanzar pequeños proyectos pilotos—usualmente acompañados de
gran publicidad—, y crear unidades o direcciones dentro del aparato estatal
que no cuentan con ninguna base funcional ni apoyo a largo plazo. Los
proyectos duran lo que dura el encargado de la unidad antes de que sea
trasladado o despedido por razones políticas —recuérdese el ampliamente
publicitado programa Paz Social—. La aprobación de leyes y la implementación
de proyectos se ha hecho sin ninguna coordinación interinstitucional e
ignorando la necesidad de fortalecer las instituciones como un elemento
esencial de la aplicación de las leyes y los proyectos. Las reformas en el
sector justicia que modificaron de forma sustancial el funcionamiento de la
Fiscalía y el fracaso de ésta en adecuarse a las nuevas exigencias es un
penoso ejemplo de lo anterior.
Así, las iniciativas más o menos exitosas de abordaje al problema de las
pandillas no han estado en el lado de los entes estatales; además de que han
sido muchas veces ignoradas por ellos. El Polígono Industrial Don Bosco,
Homies Unidos y algunos proyectos de capacitación vocacional y educativa a
cargo de parroquias e iglesias evangélicas, se han desarrollado sin la
participación de los entes estatales nacionales. A lo sumo, el apoyo se
reduce a un mínima coordinación y participación local que no ha subido a las
esferas de quienes formulan políticas desde el estado. Es notable ver cómo
en los éxitos locales más grandes en la prevención del problema de las
pandillas —como el municipio de Nejapa o algunos barrios de las ciudades
grandes—, el gran ausente es el gobierno central. En esos casos, por
ejemplo, las alternativas de formación han sido ofrecidas por las
congregaciones religiosas y no por el Ministerio de Educación, las
alternativas de trabajo han provenido de las agencias de cooperación y no
por las oficinas de trabajo del gobierno —o por las empresas aliadas a
éste—; y las alternativas de recreación e intervención comunitaria han sido
creadas por la municipalidad y no por Gobernación. Más aún, ni siquiera bajo
esas iniciativas el gobierno se ha preocupado por extender e integrar ese
tipo de esfuerzos a través de una política nacional.
En estas condiciones no es extraño que el problema de las maras haya crecido
a las magnitudes actuales. Acusar al supuesto hipergarantismo de las leyes
sólo sirve para ocultar la falta de un abordaje integral al problema de las
pandillas y a la inexcusable ausencia de políticas estatales adecuadamente
diseñadas. La aplicación de las leyes requiere de un andamiaje institucional
y político que no ha existido y que el Plan Mano dura insiste en ignorar.
En resumen, la discusión sobre las causas que están detrás de la generación
de las pandillas y de la integración de los jóvenes a las mismas es muy
extensa y compleja. En este espacio se ha querido abordar los aspectos más
comunes de ese debate, y se ha señalado, sobre todo los mitos alrededor de
los mismos, confrontados con los que parecen ser las razones o los aspectos
más reales.
Las pandillas no son un problema importado, son un fenómeno con causas
endógenas, que ha usado en los últimos años un tipo de manifestación que
ciertamente es foránea, pero que está siendo transformada por los
condicionantes locales. El reto de control de las pandillas, por tanto, no
se encuentra en el control de los jóvenes deportados, se encuentra en el
control de las causas que hacen que estos deportados regresen sin poder
encontrar trabajo y sin oportunidades de desarrollo personal en El Salvador.
Tampoco el problema de las pandillas se debe sin más a la falta de familias
completas ideales. Lo que pesa en las decisiones juveniles para integrarse
en las pandillas es la ausencia de relaciones constantes y saludables que
promuevan el desarrollo emocional de los jóvenes dentro del hogar; en su
lugar, los jóvenes han crecido en ambientes llenos de violencia y
marginación. Un joven puede ser criado saludablemente por un solo padre si
le dedica el tiempo y el afecto necesarios. Así, muchos de los pandilleros
se integran a las maras para buscar aspectos que no han podido tener en sus
familias y que ni la comunidad ni el estado han sido capaces de suplir. La
idea de que las motivaciones criminales son una de las causas principales de
integración pandillera ignora las necesidades vitales de los jóvenes que
terminan en la vida pandilleril.
La integración a las pandillas les permite a estos jóvenes la creación de un
espacio de poder social que les ha sido ignorado y del cual nunca han
gozado, debido a su condición de marginación en la sociedad salvadoreña. Lo
más tangible de eso es el control territorial sobre zonas de dominio
público. Al hacerlo, los jóvenes mitigan localmente la sensación de
exclusión a la que han vivido sometidos.
Lo anterior ha sido rematado por una notable negligencia estatal en la tarea
de formulación de políticas dirigidas a dicho problema y a la juventud en
general. No es posible explicar cómo un fenómeno de semejante magnitud no
haya sido en absoluto abordado integralmente y, sobre todo preventivamente,
luego de más de diez años de su aparición. La verdad es que los diversos
gobiernos de turno han ignorado planamente el problema y son, en buena
medida, responsables del mismo por su desidia para abordarlo.
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