Carta a Ellacuría: fineza y santidad
Querido Ellacu:
En 1980 diste un curso sobre eclesiología. Con tu rigor característico
hablaste de la Iglesia de los pobres, de su identidad y misión, y recalcaste
también cuán perseguida era esa Iglesia, desde fuera y también desde dentro.
Por cierto pocos meses después, tuvimos que cancelar el curso tras el
asesinato de un alumno, que era sacerdote, y las amenazas a otros. Tú mismo
tuviste que abandonar el país, pues encabezabas la lista de quienes iban a
ser asesinados. Pues bien, hablando de la Iglesia de los pobres y sus
problemas te salió una de esas frases tuyas lapidarias: “la última arma de
la Iglesia de los pobres es la santidad”.
No sé si el benévolo lector de esta carta se sentirá sorprendido por estas
palabras, pero así fue, y lo dijiste sin ninguna pose. Con “santidad” no
querías decir, por supuesto, retiro del mundo ni pietismo. Tampoco animabas
a “dedicarse a una santidad” individualista, que, como escribió Anohuil, “es
también una tentación”, ni diste una definición. Con “santidad” creo que te
referías simplemente a que la Iglesia de los pobres fuese una Iglesia según
el Evangelio. Y eso no es nada evidente.
La Carta Magna de la Iglesia de los pobres, dijiste, son las
bienaventuranzas de Jesús, y los santos de esa Iglesia son “los pobres con
espíritu”. “Pobres” son los que están abajo en la realidad, los que sufren,
ellos y sus hijos, mil pobrezas. “En la Iglesia” quiere decir los que tienen
la misión de generar vida, y de que haya justicia y paz. Lo que puede añadir
la “santidad” es hacer todo eso sin aspavientos, sino con sencillez; sin
interés por el propio medrar, sino con compasión; sin segundas intenciones
ni la arrogancia de “tener siempre la razón”, sino con mirada
misericordiosa. En aquellos días “santidad” era lo que rezumaban los
perseguidos por ser fieles a lo que dice Jesús en la Biblia y a lo que decía
Monseñor Romero desde catedral. “Santos” eran, y son, los que lloran por la
crueldad con que actúan los opresores, pero hacen el milagro de no anidar
venganza y mantener limpio el corazón.
Cuando la perversión del mundo en que vivimos no tiene poder sobre estas
gentes, las más sencillas, que siguen a Jesús como lo más natural, entonces
la palabra “santidad” recobra un tono distinto que va más allá del que tiene
a veces en los libros de santos y en las exhortaciones que se nos hacen
rutinariamente. Tampoco tiene el tono “triunfalista” del que,
paradójicamente, y aun sin quererlo, se la puede rodear en las
canonizaciones.
“La santidad” de que hablaste aquel día, Ellacu, pienso que va más allá de
las virtudes, por heroicas que sean. Es algo más profundo. Es como un
reflejo del Padre celestial, “bueno del todo”, como dice Mateo, “bueno hasta
con los ingratos”, como completa Lucas. Es la finura y calidad de la bondad,
es lo que deseabas y veías en la Iglesia de los pobres. En medio de
persecuciones y sufrimientos, de limitaciones y fallos, veías allí el
reverbero de Jesús y de su Dios. Y “eso”, acompañando a la praxis
liberadora, es lo que tú pensabas que era su última arma como Iglesia.
También viste ese reflejo en otras personas. El caso de Monseñor Romero es
claro. Hombre de profecía y de justicia, hombre de oración y de fe,
irradiaba un algo muy especial. Parafraseando lo que dice la carta a los
filipenses sobre Jesús, Monseñor “no se aferró a su condición de arzobispo y
personaje, sino al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de
siervo, haciéndose uno de tantos”, como los campesinos y campesinas de la
Iglesia de los pobres.
Obviamente admirabas en él su praxis evangelizadora, su denuncia profética y
su utopía esperanzada. Pero en Monseñor veías además la calidad de la
bondad, indefensa, a fondo perdido, que hace, así, presente el fascinante
misterio de Dios. Esa bondad parece que “no sirve para nada”, pero con ella
Monseñor Romero desencadenó una revolución que ha sobrevivido a otras
revoluciones, y cuyos frutos han llegado hasta nuestros días. Ellacu, algo
de eso creo que viste en Monseñor. Y eras llevado por su fe.
Y quiero recordar un segundo ejemplo menos conocido, pero igualmente
insigne: el Padre Arrupe. Con él, como superior general, tuviste diálogos y
a veces algunas escaramuzas fraternales, que terminaron en 1976. Nunca le
adulaste, algo ajeno a tu personalidad, pero sí escribiste sobre él un
artículo altamente laudatorio: “Pedro Arrupe, renovador de la vida
religiosa”. En él le comparabas con Juan XXIII, renovador de la Iglesia
universal. Pero lo importante es dónde veías tú el fundamento de su
grandeza:
“Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería
que los jesuitas también lo fueran de verdad. Pero “de verdad”. Este “de
verdad” implica que era Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que
quiera hacerse pasar por Dios, incluso entre ambientes religiosos y
eclesiásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que las
Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios
más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus semper maior et
semper novus... En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba
muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran libertad de
espíritu, su gran amor a todos, su constante disponibilidad y humildad, y
también su clarividencia religiosa”.
* * *
Monseñor Romero y el Padre Arrupe eran, pues, “santos”. Pero quizás te
preguntarás, Ellacu, y quizás lo haga algún lector, por qué hablar hoy de
“santidad”. En lo personal veo dos razones.
La primera es que estamos ante un fenómeno masivo de canonizaciones y
beatificaciones. Pues bien, lo que hemos dicho quizás ayude un poco a
penetrar en profundidad en todo ello. Como es sabido, “canonizar” significa
“normar”, lo cual ha sido importante desde hace muchos siglos para evitar
entusiasmos exagerados y declarar santos a personas, que a veces podían
serlo y a veces no tanto. Bien está pues que haya procesos de canonización y
que así se declare la santidad.
Pero eso no es todo. El elevado número de canonizaciones y beatificaciones,
los criterios para repartirlos según continentes, congregaciones religiosas,
sacerdotes y laicos; las discusiones sobre si son o no mártires, comprendido
a veces unilateralmente, según hayan caído o no a manos de los “enemigos de
la Iglesia”; el tratamiento de los milagros, si ha habido causas naturales o
poderes divinos; los recursos que se necesitan para lograr una canonización;
la política que se desencadena alrededor de algunos casos. Añadamos los
costos de los procesos, las debilidades humanas, la sensación de propaganda
en favor de uno u otro candidato, mientras se cierne el silencio sobre
otros. Todo ello puede ofuscarnos ante lo que es realmente la santidad.
Me llama la atención, por ejemplo, tanta insistencia en los milagros, pues,
al parecer, sólo los milagros mostrarían la presencia de Dios porque son
“poder”. Y me gusta pensar en la sonrisa del buen Dios, susurrando a los
humanos: “lo mío no es el poder, sino el amor”. Y creo escuchar su sabio
consejo: “Busquen dónde ha habido amor, misericordia, verdad y justicia.
Quizás tendrán que cambiar el enfoque institucional de la canonización, pero
descubrirán más santidad de la que piensan”.
Pienso también que bien está indagar en las virtudes heroicas, que mucho
aportan a nuestro mundo, pero sin que hagan olvidar ni hacer pasar a segundo
plano “la vida heroica” de la inmensidad de pobres que, en medio de muchos
sufrimientos y con mezcla de muchas cosas humanas, fallos también, mantienen
la voluntad primigenia de Dios: “vivir”.
Para nosotros, en América Latina, es incomprensible que no haya sido
canonizado o beatificado uno sólo de los miles de mártires —así los
llamamos—, caídos por defender la justicia, y, así, testimoniar la fe en el
Dios verdadero. Personalmente no me preocupa que canonicen o no a Monseñor
Romero, pero hacerlo devolvería dignidad a muchas víctimas, se echaría
aceite sobre muchísimas heridas de madres, esposas, hijas... En él se verían
representados miles y miles. Y algo que no hay que olvidar: Monseñor, y
tanto otros y otras con él, no sólo eran y son admirados y venerados, sino
queridos y amados. Y eso le quita a la santidad un posible rictus de dureza
personal y hace que, en su lugar, aparezca cercanía, cariño y amor.
Quizás ayuden estas reflexiones a ubicar un poco mejor las canonizaciones y
a comprender la santidad, como lo mejor de la bondad.
* * *
La segunda razón es que “la santidad” me recuerda unas palabras de Pascal
que hoy me parecen de suma actualidad y de suma importancia. Insigne
científico (matemático y físico) e insigne humanista, distinguió entre el
esprit de géometrie y el esprit de finesse. Al hablar de “espíritu de
geometría”, se refería al espíritu de las matemáticas, exactitud y
precisión; en suma, al espíritu de lo racional. Más difícil es traducir
esprit de finesse. Quizás “la mejor traducción sería “delicadeza”,
entendiendo con ello todo lo que nos hace conocer más sutilmente, más
atinadamente, más sentidamente, más refinadamente”. Pascal insistió en que
ambas cosas son necesarias, pero —en la época racionalista en que vivió,
inaugurada por Descartes— lo novedoso consistió en “el espíritu de finura”.
Pues bien, haciendo una paráfrasis para el día de hoy, yo creo que hay
espíritu de geometría necesaria y buena (conocimientos, organizaciones,
praxis realistas, pragmáticas en el mejor sentido de la palabra) con lo cual
se producen bienes en la sociedad. Pero hay también en exceso espíritu de
geometría mala y pecaminosa, mucha economía, política, acompañadas de
opresión, mentira y corrupción y, cuando es necesario, represión, mucho
pragmatismo sin normas ni valores. En nuestro mundo todo ello puede quedar
resumido en unas palabras de Adolfo Pérez Esquivel: “el capitalismo nació
sin corazón”.
Creo, Ellacu,que en nuestro mundo algunos, no muchos, intentan hacer buena
geometría, pero uno ve mucha crueldad y depredación a los pueblos pobres,
mentiras sin pudor, coaliciones egoístas e inhumanas, trivialización e
infantilización adormecientes y obsecuentes con los poderosos de este
mundo... Entonces se nota con toda claridad que hace falta “algo” más allá
del espíritu de geometría: es el espíritu de fineza, el corazón y mirada
limpia, se gane o se pierda con ello, el hambre y sed de paz y de justicia,
y de toda palabra que sale de la boca de Dios, la misericordia ante el
sufrimiento ajeno que llega hasta las entrañas y que hace del otro —no de la
democracia, ni del progreso, ni de la globalización, tampoco de las
instituciones, religiosas o civiles— lo último, lo bienaventurado y
salvífico para nosotros.
Ese espíritu de fineza es el que rezuman muchas gentes buenas desconocidas -
la servicialidad, que no servilismo, de mucha gente sencilla- y gentes más
notorias como el Padre Arrupe de quien acabamos de hablar. Ese espíritu de
fineza es el que, para hacer el bien, no apela como lo último a normas,
cánones, convenciones internacionales, constituciones, sino que en
definitiva se ve interpelado por la “autoridad de los que sufren”, y
responde a ella. Ese espíritu de fineza es el que rezumaba Monseñor Romero,
cuando decía “con este pueblo no cuesta ser buen pastor”, o cuando decía “el
pueblo es mi profeta”. Y no lo hacía por ganar votos, sino porque ésa era su
honda convicción.
Y si me permites, voy a recordarte dos momentos tuyos de fineza. No te
gustaba mucho aparecer como “bueno”, aunque sí te gustaba que te
reconocieran como “justo” —e inteligente—. Pero recuerdo cuando, con toda
sencillez, sin pose, decías “no odio a nadie”. Lo dijiste con total
naturalidad, y en el contexto de una entrevista con Roberto D´Aubuisson. Y
cuando recordaste aquel dicho de San Agustín de que “para ser hombre, hay
que ser más que hombre”.
Querido Ellacu, mucho necesitamos de santidad y fineza. El PNUD hace cosas
buenas, pero no suele medir esas realidades, si van para arriba o para
abajo. Y, sin embargo, seguimos viviendo de la bondad acumulada en la
historia, la de ustedes, Amando y Lolo, Juan Ramón y Nacho, Elba y Celina,
Segundo Montes y tú, Ellacu, y la de mucos otros. Algo, mucho, introdujeron
de espíritu de fineza y santidad en nuestro mundo y en nuestra Iglesia.
Sobre eso edificamos nuestra esperanza y seguimos trabajando por el reino.
Por ello les agradecemos y recordamos.
Jon
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