Elecciones, abatimiento y esperanza
Nueva carta a
Monseñor Romero:
Elecciones, abatimiento y esperanza
¿Que pasó el 21 de marzo, Monseñor? Bien conoces los resultados de las
elecciones. Ha habido sorpresa, contento, enojo, abatimiento... La derecha
lo celebra, y para muchos de nosotros de una manera provocativa: con una
misa en catedral, agradeciendo el triunfo a un Dios, cuyos mandamientos no
guardó muy bien durante la campaña —y lo celebró a pocos metros de tu tumba—.
La izquierda se sorprendió, protestó y se enojó, tuvo que aceptar sus
errores, y ahora, con más calma, analiza lo que pasó y por qué pasó. Busca
recuperarse —ojalá por buenos caminos—, se ha serenado e incluso habla de
triunfo en las elecciones por los 800.000 sólidos votos que consiguió.
También los expertos analizan lo ocurrido, y bueno es que lo hagan con
competencia. Pero siempre queda la pregunta para la que no hay muchas buenas
respuestas: “¿Y el pueblo? ¿Dónde queda el pueblo en todo esto?”. Suele
estar presente en los discursos, pero éstos no llegan a tocar lo profundo de
la realidad donde están los pobres. Por eso nos volvemos a ti, Monseñor. No
fuiste experto en política, pero nos puedes dar luz, una luz difícil de
encontrar en otra parte. Tu gran amor, tu cercanía, tu entrega, te dio ojos
para ver la realidad más real, la de los pobres, que, con frecuencia, se nos
escapa.
Los pobres de siempre
“Manipulan muchedumbres porque se le tiene cogida del hambre a mucha gente”
(16 de diciembre de 1979), dijiste, y sigue siendo verdad. Y también lo es
que los poderosos, los oligarcas, como se decía entonces, los ricos de
siempre, “no quieren que les toquen sus privilegios” (4 de noviembre de
1979) y los defienden como sólo se defiende a la divinidad. “Cuando la
derecha siente que le tocan sus privilegios económicos, moverá cielo y
tierra para mantener su ídolo entero” (11 de noviembre de 1979).
Estas palabras no son explicaciones científicas de lo ocurrido ni ofrecen
soluciones pragmáticas para el futuro. Son previas a todo ello, pero, sin
tomarlas en serio y sin trabajar por superar lo que denuncian, no
avanzaremos mucho. Cambian las formas, pero permanece lo fundamental. Hoy
dirías: “Manipulan muchedumbres porque se le tiene cogida del miedo a mucha
gente”. Hay miedo a perder el trabajo, aunque sea en las inhumanas maquilas;
miedo a que se vayan las empresas y vengan de regreso los salvadoreños sin
sus remesas. Este miedo se ha introyectado durante la campaña, y no de forma
subliminal, sino burda. ¿Y qué libertad le queda a la gente? Es infame pero
es real. Y junto a ese miedo se ha inculcado también el miedo a que el
comunismo venga al país, si gana la izquierda. Nada de eso es muy
democrático, pero todo vale con tal de ganar. Con lo cual la democracia
tiene que repensar muchas cosas.
Y con todo eso se encubre también el problema fundamental de los pobres: su
inmensa pobreza. Como ahora sólo quedan dos partidos, se habla de
“polarización” y del peligro de “ingobernabilidad”. Y bien está. Pero no es
honrado plantear tales males sólo, ni principalmente, en el ámbito político.
“Polarización” puede haber entre demócratas y republicanos en el país del
norte, o entre estadounidenses y europeos en el mundo de abundancia, sin que
nada importante se derrumbe ni se ponga seriamente en peligro el buen vivir.
Pero en nuestro país y en todo el tercer mundo, describir coyunturas
políticas como polarización peligrosa encubre el drama mayor: el
“antagonismo” cruel entre “los pocos que tienen todo y los muchos que no
tienen nada”, como tú formulaste —llevando a sus límites— el clamor de los
obispos en Puebla, en 1979. Se podrá discutir con mayor o menor acierto —y
el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se encarga de
ello—, si estamos como en tiempos de Puebla. Pero lo fundamental permanece.
Los pocos son los principales causantes, por acción u omisión, de los males
de los muchos, a quienes, además, ignoran y desprecian. Y llevamos años de
elecciones sin ilustrar sobre esta verdadera polarización del país y sin
buscarle solución. Las elecciones ni siquiera proponen caminos de solución a
esta polarización. Después de las elecciones, los pobres siguen más o menos
como estaban.
Y las elecciones muestran además otra tragedia mayor, inhumana y cruel. Más
que superar polarizaciones, propician la división entre los pobres, “el
trágico espectáculo de los campesinos y sus organizaciones al enfrentarse
entre sí”, como lo denunciabas en tu tercera Carta Pastoral de 1978. Y
añadías con sabiduría:
“Lo más grave es que no son —única o fundamentalmente— ideologías las que
han logrado desunirlas y enfrentarlas... Lo más grave es que a nuestra gente
del campo la está desuniendo precisamente aquello que la une más
profundamente: la misma pobreza, la misma necesidad de sobrevivir, de poder
dar algo a sus hijos, de poder llevar pan, educación, salud a sus hogares”.
Y sigue siendo verdad entre las mayorías de pobres en el país.
Una Iglesia de los pobres
Ante esta realidad, ojalá reaccionemos todos. Ojalá los partidos, sindicatos,
universidades, gremios... sintamos una mayor compasión hacia las mayorías
pobres y actuemos con más justicia y justeza. Pero, ya que te escribo a ti,
Monseñor, queremos centrarnos en la Iglesia. Con respeto y honradez, nos
preguntamos qué ha hecho y qué hace ahora en este país de pobres.
“Queremos una Iglesia que de veras esté codo a codo con el pueblo pobre de
El Salvador” (17 de febrero de 1980), dijiste. No queremos, pues, una
Iglesia que, por ser abstractamente de todos, a la hora de la verdad va de
la mano de los poderosos y se desentiende de los pobres. Y el peligro es
real. Hablando de América Latina, dice José Comblin, sacerdote sabio por
ciencia y por edad: “En los últimos años el sistema eclesiástico está
siempre más en alianza con las clases dirigentes. Hubo un tiempo en que
expresaban las aspiraciones populares, pero hoy en día son mucho más
reservadas, siguen un poco la política vaticana de ver lo que va a pasar, no
comprometerse demasiado con nadie”. Las palabras son fuertes, pero no se
puede negar que hay algo de verdad en todo esto.
Necesitamos una Iglesia de los pobres, Monseñor. Cuando tú estabas con
nosotros, nos preguntábamos como Iglesia: “¿qué hemos hecho y qué hacemos
para que el pueblo salvadoreño siga crucificado?”, y, sobre todo, “¿qué
vamos a hacer para bajarlo de la cruz?”. Es de justicia reconocer que hoy
hay mucha gente buena, muchos grupos y comunidades comprometidos con el
evangelio, muchos solidarios con los pobres, y con gran mérito de su parte,
pues no cuentan con viento a favor. Pero hay que hacer más y hacerlo como
Iglesia, es decir, como pueblo de Dios, fieles y jerarquía. Pues bien,
necesitamos una Iglesia que, como dijo Juan XXIII, sea mater et magistra,
madre y maestra, y por ese orden. Y la jerarquía debe tomárselo muy en serio,
pues tiende a cambiar el orden. Ellacuría lo explicó muy bien:
“El carácter maternal de la Iglesia dice lo que ella tiene de partera de
humanidad y de santidad, de partera de nuevos impulsos e ideas en favor de
la liberación... Configurada la Iglesia como pueblo de Dios, más por las
fuerzas maternales que por las magisteriales dentro de ella, estará en mejor
posición para dar su contribución a la liberación de los hombres y de la
historia”.
Maternalidad es superar la indiferencia y la inacción que se nos van
haciendo connaturales ante los problemas de los pobres. Hablamos desde el
púlpito muchas veces por encima de la realidad, con palabras de la doctrina
social, sí, pero que suenan lejanas y abstractas, poco comprometedoras.
La derecha organiza misas para agradecer a Dios su triunfo, pero la Iglesia
no le dice proféticamente su verdad, como tú lo hacías. “Tenemos que
condenar esta estructura de pecado en que vivimos, esta podredumbre... Los
culpables son precisamente los que mantienen estas estructuras de injusticia
social, que hacen perder la esperanza de que se puedan arreglar de otro modo,
más que por la violencia”.
Necesitamos una Iglesia maternal, que dé vida al pueblo, que le diga la
verdad —también crítica—, que se ponga de su lado, que sufra con él y no
aparezca cercana a sus opresores, que le predique el evangelio de Jesús y no
verdades abstractas, que le infunda el espíritu de Dios, y no un espíritu
que se diluye en mucha música, palmas y jubileos, en muchos programas de
radio y televisión, y no llega a aterrizar en la realidad.
Y siendo maternal de esa manera, también podrá ser maestra, y evitará dos
peligros. Uno es hablar de la doctrina, como si ya la tuviera bien elaborada,
y no tuviese que recibir luz, ciencia, verdad y fe del pueblo pobre. El otro
es dar la sensación de hablar como para salir del paso y no enfrentar la
realidad, por lo que siempre hay que pagar algún precio. Si algo quisiera
pedirte, Monseñor, es que, entre todos fuésemos una Iglesia más maternal.
La esperanza
Entre los pobres es siempre lo más necesario. Muy bien lo dijo Monseñor Rosa
en la misa de tu aniversario, el 24 de marzo, poniéndose del lado de los
abatidos. “Estamos con quienes esta noche comparten con nosotros el dolor y
la esperanza”. El dolor era evidente, pues era grande el desencanto de
quienes pensaban que en estas elecciones sí iban a cambiar las cosas. Lo de
la esperanza hay que explicarlo un poco más, pues es un fenómeno muy
especial de este pueblo. Siempre encuentran algo a que agarrarse, y en esa
esperanza siempre estás tú presente.
Contó Monseñor Gregorio Rosa que ese día se había encontrado en la cripta
con dos señoras. “Me abrazaron en silencio, llorando. —¿Qué pasó? —Estamos
de luto”. Y fueron a la cripta a buscar consuelo. También al Centro Monseñor
Romero llegó una señora abatida. Decía: “Monseñor Romero, te volvimos a
fallar otra vez. ¡Qué vergüenza! Tanto sacrificio tuyo, de los jesuitas y de
tanta gente buena”. Y se fue a la capilla de la UCA a buscar aliento ante un
cuadro tuyo y ante las tumbas de los jesuitas.
¿Por qué van a la cripta y a la capilla de la UCA? No lo harían si la
esperanza fuese sólo el anhelo de un nuevo futuro, aunque los pobres anhelan
con toda su alma que las cosas cambien para poder vivir; o sólo una
expectativa, producto de cálculos que llevan a una vida mejor:
concientización, organización, praxis y lucha que lleva a la sociedad sin
clases; o, según el neoliberalismo, privatización, globalización, que lleva
a la aldea global y al fin de la historia. Pero la esperanza no es anhelo,
ni expectativa, ni tampoco es optimismo. La esperanza es otra cosa. Es la
convicción de que en la realidad hay bondad, y que esa bondad se impone y
produce frutos a pesar de todo y en contra de todo. Es esperanza contra
esperanza, como decía Pablo, pero esperanza al fin.
La pregunta es entonces de dónde nace esa convicción de que la bondad es
posible y de que no estamos condenados a una amarga realidad. La respuesta
es muy personal y, para mí, sencilla: allí donde hay amor allí surge la
esperanza. Cuando en este mundo cruel, en medio de males, fracasos, engaños
y desencantos, hay amor en la gente, en muchos pobres, tanto si han ganado
como si han perdido las elecciones, entonces renace la esperanza. Y con ella,
el ánimo, el trabajo, la lucha.
Jürgen Moltmann lo dice de Jesús: “No toda vida es ocasión de esperanza,
pero sí lo es la vida de Jesús que, por amor, cargó con la cruz”. Y eso
mismo ocurrió contigo, Monseñor. El pueblo vio en ti a alguien que, por amor,
“caminó codo a codo con él“, “rechazó cualquier seguridad que él no tuviese”,
“recogió sus cadáveres”; en definitiva, “hizo gozos suyos los del pueblo”.
No arreglaste el país, pero el pueblo te creyó, y mantuviste siempre la
esperanza de que el país tendrá arreglo. Con esa esperanza, mantuviste
también el ánimo para poner manos a la obra. Y mientras haya esperanza,
siempre surgirán hombres y mujeres de praxis, de solidaridad, de análisis,
que investiguen nuevos caminos posibles y den pasos realistas hacia adelante...
San Pablo decía: “Estamos acosados, pero no abandonados; nos derriban pero
no nos rematan” (2Cor. 4, 7-8), y hoy lo podemos decir gracias a ti,
Monseñor. “Muchas veces me lo han preguntado aquí en El Salvador: ¿Qué
podemos hacer? ¿No hay salida para la situación de El Salvador? Y yo, lleno
de esperanza y de fe, no sólo con una fe divina, sino con una fe humana,
creyendo también en los hombres, digo: ¡sí hay salida!” (18 de febrero de
1979).
Por el gran amor que tuviste a tu pueblo la gente sigue yendo a tu tumba.
Van a buscar consuelo para su aflicción, ánimo para el trabajo y esperanza
para seguir caminando en la historia —humildemente— con Dios.
Gracias, Monseñor.
Jon Sobrino,
San Salvador, 7 de abril de 2004.
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