PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

 

Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

 

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Año 25
número 1122
Noviembre 17, 2004
ISSN 0259-9864

 

XV Aniversario de los mártires de la UCA.
Número monográfico

 

 

Índice


 

Editorial: Democracia, tercera fuerza y mayorías populares

Política: Ellacuría y el golpe de estado del 79

Economía: La economía al servicio de la sociedad: las ideas de Luis de Sebastián

Sociedad: La “Comunidad Segundo Montes”

Sociedad: La UCA y su compromiso con la sociedad salvadoreña

Derechos Humanos: Mártires después de quince años

Comentario: Volver a Jesús de Nazaret

 

 

Editorial


Democracia, tercera fuerza y mayorías populares

 

En el XV Aniversario del asesinato de los jesuitas de la UCA y sus dos colaboradoras, una de las formas de rendirles homenaje es recordar-actualizar su legado intelectual y moral. En este editorial, como ha sucedido en otras ocasiones, se recuerdan y actualizan algunas de las ideas políticas de Ignacio Ellacuría, ideas que, al igual que sucedió (y sucede) con otras instancias y actividades de la UCA, alimentaron y siguen alimentando (y alentando) al semanario Proceso y, más en general, al Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI), responsable del semanario.


Dicho lo anterior, lo primero que debe señalarse es que fueron varios los temas recurrentes en el pensamiento político de Ellacuría. Antes de volver sobre ellos conviene apuntar que los asuntos más importantes de su reflexión política tuvieron como trasfondo un horizonte intelectual que se nutría, por un lado, de autores clásicos como Sócrates, Platón, Aristóteles y santo Tomás de Aquino; y, por otro lado, de autores modernos como Maquiavelo, Marx, Hegel y Zubiri. Estas tradiciones intelectuales no sólo fueron las que le permitieron formular una serie de tesis sobre lo político, sino que marcaron su alcance y densidad.


¿Cuáles fueron los temas más importantes de su pensamiento político? a) El problema de la democracia, que fue abordado, a su vez, como un doble problema: el de la “fachada democrática” y el de la “democracia formal”. La discusión sobre la fachada democrática era parte de su critica a los regímenes militares que en El Salvador y en América Latina usaban el discurso y algunos de los esquemas democráticos básicos (elecciones, por ejemplo) para legitimar un ejercicio de poder represivo y excluyente. A la par de esta idea, estaba esta otra: la de la democracia formal. Aquí la postura de Ellacuría era más compleja, pues no sólo apuntaba a una crítica al mal uso de la democracia formal, sino a las deficiencias intrínsecas de ésta. Ellacuría sostenía que la democracia formal —la democracia procedimental, como se le dice ahora— era irrelevante en sí misma, ya que se preocupaba por la forma, no por los contenidos. Es decir, había que buscar otro tipo de democracia, una democracia sustantiva, que resolviera los problemas fundamentales de la gente: que resolviera el problema de la pobreza, la marginalidad y la explotación. Su apuesta era, pues, por una democracia social.


b) La “tercera fuerza”. Este tema preocupó a Ellacuría desde la segunda mitad de los años ochenta. Lo que interesaba con esa idea era explorar las posibilidades de crear una articulación de fuerzas sociales que se ubicara en una situación equidistante de los dos bandos en conflicto –el gobierno demócrata cristiano, la Fuerza Armada y Estados Unidos, por un lado; y, por otro, el FMLN. También quería distinguirla de los partidos políticos que nada más expresaban los intereses de una parte de la sociedad, no del todo social. Esta tercera fuerza tendría que ser capaz no sólo de distanciarse de los dos bandos en pugna, sino de elaborar un proyecto de cambio social y político que recogiera los intereses de la mayor parte de la población. Es decir, tercera fuerza nunca significó partido político de centro, coalición o cosa semejante; se trataba de una tercera fuerza social, cuya voz sería canalizada a través de las instancias políticas respectivas.


c)
“Mayorías populares”. Este es un concepto central en el pensamiento político (y no sólo político) de Ellacuría. Su contenido hace referencia a esa mayor parte de la población salvadoreña (y por extensión de otros países subdesarrollados) que vive privada de lo básico para vivir, debido al funcionamiento estructural del sistema económico vigente. El concepto de mayoría popular es un concepto macro: apunta a describir la situación de un gran conglomerado social y a explicar por qué se encuentra en esa situación de marginalidad, exclusión y pobreza. Es, asimismo, un concepto de alcance ético: de lo que se trata es de trabajar para que esas mayorías populares sean sujetos de su destino, lo cual supone que tengan una vida digna y decente. Ellacuría decía que lo bueno para el país debería ser lo que fuera bueno para las mayorías populares, no lo que fuera bueno para los empresarios, los políticos o la izquierda. Es, también, un concepto de alcance epistemológico: para conocer mejor la realidad nacional hay que ponerse en el lugar de las mayorías populares. No ponerse en el lugar de ellas, dará lugar a visiones distorsionadas e interesadas (parciales) de la realidad social.


En definitiva, hay que reconocer el peso de las tradiciones de pensamiento holístico en la obra intelectual de Ellacuría. Comenzando por Aristóteles, pasando por santo Tomás de Aquino hasta Hegel, Marx y Zubiri, Ellacuría se movió en un horizonte intelectual en el cual lo macro, el todo, la estructura, la especie era más importante que las partes, lo micro o lo individual. No sólo eso: las partes, lo micro, lo individual se subordinaban y se explicaban por el todo o lo macro. Esto es clave para entender el peso que tuvieron Hegel y Marx en su pensamiento. De este último (y también de Hegel) es claro el influjo de la visión estructural de la realidad económica o su teoría de las ideologías —y no sólo su compromiso ético—. También es claro el influjo de las tesis marxistas que dicen que para conocer científicamente la realidad hay que situarse en el lugar de la clase oprimida. Sin embargo, de ello no se sigue que Ellacuría fuera un marxista: se trató de una influencia intelectual que se integró en un marco filosófico más amplio en el cual, en la madurez de Ellacuría, Zubiri ocupaba el lugar más importante.


Como quiera que sea, este peso de lo colectivo tuvo sus aciertos indudables. La visión de largo plazo es su resultado más palpable, sobre todo cuando se tiene un talento privilegiado como el que tuvo Ellacuría. Su principal debilidad es el ahogamiento de lo micro. No es casual que en las discusiones sociológicas y políticas contemporáneas uno de los debates más cruciales sea el de la articulación entre lo macro y lo micro, lo colectivo y lo individual. Ellacuría no se hizo cargo de este debate, no sólo porque su formación y sus opciones intelectuales lo inclinaron desde siempre por el todo, sino porque los desafíos del país en la época en la que le tocó vivir obligaban a la reflexión y la mirada críticas sobre unas estructuras socio-económicas excluyentes y marginalizadoras de la mayor parte de salvadoreños.

G

 

Política


Ellacuría y el golpe de estado del 79

 

Este año se celebra el vigésimo quinto aniversario del último golpe de estado en El Salvador. También en noviembre el país conmemora los quince años desde que un comando del batallón Atlacatl entró a las instalaciones de la UCA y asesinó a Ignacio Ellacuría, a sus compañeros jesuitas que vivían en la misma residencia y a dos colaboradoras. A partir de los acontecimientos del 15 de octubre de 1979, sostienen muchos, no obstante que recrudeció la guerra civil, también de ahí inició la línea recta que desembocó en los Acuerdos de Paz. El asesinato de Ellacuría y de sus compañeros, apuntan muchos otros, debilitó la posición de los duros del momento, los militares más extremistas y la extrema derecha empresarial, para que finalmente accedieran a negociar la paz con los guerrilleros. Además, el entonces rector de la UCA analizó mejor que nadie los acontecimientos en torno al golpe de Estado de aquella época; intentó entender sus contradicciones y su significado para la coyuntura política del momento.


En su proclama del 15 de octubre de 1979 los oficiales rebeldes, asociados con algunos intelectuales progresistas, pretendían “el cese de la violencia y la corrupción, garantizar la vigencia de los derechos humanos, adoptar medidas que conduzcan a una distribución equitativa de la riqueza nacional y encauzar en forma positiva las relaciones exteriores del país”.


Semejante atrevimiento —primera vez en toda la historia del país que unos militares se atrevieron a cuestionar en su raíz el pacto de protección tácito entre las elites y el ejército—, no contó con el beneplácito de los sectores más duros de la institución armada, es decir, los oficiales de mayor rango, quienes muy rápido iban a retomar el control de ella. No cabe duda alguna que todo lo que sucedió después del golpe tuvo un significado profundo en la rica y trágica vida política del país. Ellacuría se dio cuenta desde un principio de este hecho y no cejó por llamar la atención sobre la oportunidad presentada.

El apoyo crítico al golpe
El pronunciamiento del Consejo Universitario de la UCA del 14 de noviembre constituye un ejemplo palmario de la importancia que Ellacuría concedió a los acontecimientos del 15 de octubre. En el pronunciamiento se explica la razón de tal trascendencia. En su segundo párrafo, luego de explicar la intención del texto, el documento afirma que lo que interesa está lejos del afán de legitimar a los golpistas y quienes los apoyan, pues debe apuntarse a analizar el proceso en sí y, eventualmente, llamar la atención sobre lo que el país podía sacar de ello. “Lo que nos interesa es que el proceso sirva al país y que las mayorías populares obtengan de él el mayor provecho”, se afirma.


Existe una simbiosis digna de destacar entre la producción intelectual de Ellacuría y su pasión por las mayorías populares. Señaló claramente sus necesidades en el proceso político del país, aunque no existe un texto suyo donde delimita expresamente el alcance de la categoría. En todo caso, dejó bien clara que su simpatía por el golpe de Estado se debía a un diagnóstico concienzudo de la situación del país de la época. El país parecía abocarse a una desgracia mayor si los jóvenes militares no hacían algo para frenar la vorágine de violencia. Y, dada la incapacidad de las masas para liderar una insurrección armada popular, el golpe de Estado era el mejor camino posible para evitar que los sectores de la derecha más recalcitrantes precipitaran el país a un baño de sangre mayor.


En aras de buscar los intereses de los más necesitados Ellacuría apoyó el golpe. “Nuestra universidad —sostuvo— atenderá el proceso. No estamos ni por un gobierno ni por otro; estamos tan sólo por que se gobierne bien, estamos tan sólo por que se desencadenen dinamismos que fructifiquen a favor de las mayorías populares. Nuestro compromiso es con el país entero y, dada su división interna, ese compromiso pasa por las mayorías oprimidas en sus luchas de liberación. Estaremos con el poder cuando el poder favorezca realmente a las mayorías y estaremos contra, cuando el poder favorezca o cuando traicione la causa de la justicia y del bien común”.


Ellacuría no fue ingenuo en su apoyo a la Junta de gobierno recién creada. Identificó con claridad las dificultades con las que iba a enfrentarse, a las cuales tenía que dar una respuesta inteligente y eficaz, si quería ver triunfar su proyecto político. “La junta revolucionaria de gobierno carga —dice el pronunciamiento de la UCA—, además, con fuertes hipotecas del pasado, que la ponen en graves dificultades para emprender caminos nuevos. Hipotecas en lo económico, en lo político, en lo administrativo, en lo militar, en la conciencia colectiva. Y la menor de ellas no es una profunda falta de credibilidad. En ese sentido, cuanto más rápida y profunda sea su ruptura con los métodos del pasado, más fácil será su avance. Porque será con acciones más que con palabras e imágenes como podrá conseguir una legitimidad y un respaldo que hasta ahora sólo tiene limitadamente, en cuanto ha sido instaurada por quienes derrocaron un régimen corrupto, incapaz, violador permanente de los derechos humanos, y juguete de las fuerzas económicamente dominantes”.


Pronto el rector de la UCA va a hablar en términos de fracaso del nuevo proceso político iniciado; no tiene reparos en señalar el salvajismo primitivo de la junta. “Tras diez meses en el poder, la actual junta militar demócrata cristiana y el proyecto político que representan deben ser vistos como un fracaso frente al problema que se quería resolver con el 15 de octubre. Su permanencia en el poder está vinculada a una Fuerza Armada que ha demostrado que, ella sola, tal como está actualmente configurada y jerarquizada, tiene que contar forzosamente con la represión genocida. El que no haya podido ser encontrado ni castigado —a pesar de ser perfectamente localizados— uno solo de los altos responsables de la represión demuestra que la actual junta militar no tiene la capacidad, tal vez ni la voluntad eficaz, de romper con el proyecto de la derecha. En estos diez meses, su actuación demuestra que no representa ningún centro, pues si algo centrista son sus reformas, la totalidad de su manera de gobernar, que es la que da sentido a las reformas, es de claro sentido derechizante”.

¿Ellacuría contra la “democracia”?
Es conveniente hacerse esta pregunta porque el apoyo, aunque crítico, de Ellacuría al golpe de estado tiene que leerse también en su sentido anverso. Es decir, hay que tener claro que el rector de la UCA estaba apoyando a gobierno de facto que había llegado al poder luego del derrocamiento de un gobierno elegido “democráticamente” por los salvadoreños. El general Romero, derrocado el 15 de octubre, había sucedido al presidente Molina, quien a su vez, había relevado a otro miembro del ejército, eso sí, designado por consentimiento popular al cargo. Dicho en otros términos, el golpe de Estado de 1979 rompió una continuidad de presidentes electos por el voto popular, aunque no exentos de fraude. ¿Cómo pudo Ellacuría aprobar tal comportamiento? ¿Será que el rector de la UCA no comulgaba con la idea de democracia electoral? ¿Es por eso, tal como dicen sus detractores, un cura comunista que pretendía imponer la dictadura de las mayorías populares?


Algo ya se ha dicho sobre las razones por las que Ellacuría apoyó e golpe de Estado. Básicamente, ante la situación de caos económico, deterioro político e incapacidad del gobierno de turno para detener las masacres, pensó que se justificaba una intervención armada que evitara un mayor derramamiento de sangre y que, además, permitía iniciar un nuevo rumbo político. Quizá en este respaldo subiste la íntima convicción, de la que además han hablado destacados filósofos y padres de la Iglesia como San Agustín y Santo Tomás, acerca del hecho de que es lícito rebelarse contra gobiernos ineptos, violadores de los derechos humanos o simplemente incapaces de responder a las aspiraciones del pueblo.


En algunas de las consideraciones de Ellacuría sobre la insurrección militar está latente la consideración anterior. En el texto “Al fin, insurrección militar”, asoma una explicación en esta línea. “Era evidente que el gobierno de Romero era incapaz de gobernar y todavía era incapaz de dar salida a la trágica situación del país, que se acercaba a una guerra civil de fatales consecuencias… Lo venimos diciendo (…) con toda claridad. El gobierno no podía ya gobernar, el gobierno cometía irracionalidades e injusticias continuamente, el gobierno se estaba quedando solo. En estas condiciones, el gobierno carecía no sólo de toda legitimidad, sino que, lo que es más grave, de toda viabilidad. Era además un gobierno profundamente repudiado dentro y fuera del país. En tales condiciones, la insurrección era inevitable”.


No se puede afirmar que el gobierno de Romero era democrático; ni siquiera estaba cubierto por una fachada democrática. Si bien era producto de elecciones, las mismas, sin embargo, eran sucias; en consecuencia, el candidato de los militares siempre estaba seguro de triunfar en las urnas. De modo que no se puede decir que Ellacuría apoyó un golpe de Estado en contra de un gobierno democráticamente electo. En todo caso, aun en el supuesto en que hubiera elecciones de verdad —competitivas, en que hubiera triunfado un candidato apoyado por la mayoría de los salvadoreños—, la situación socio-económica del país en ese momento y el terrorismo de Estado que se practicaba eran suficientes para justificar el derrocamiento del tirano de turno.

La democracia real
El concepto de democracia por la que aboga Ellacuría va más allá de las consideraciones formales. La definición según la cual democracia es simplemente una competencia entre élites para ganar el favor de los electores de gobernarlos no satisfacía al rector asesinado. La democracia no puede quedarse en la formalidad. Tiene que acompañarse de elementos sustanciales, como la vigencia y el respeto de los derechos humanos, condiciones de vida digna para los habitantes y cierta decencia política. “En este sentido —dice Ellacuría— las elecciones, los partidos, la asamblea, incluso la libertad de expresión y de movilización, no son suficientes para hablar realmente de democracia. Máxime cuando todas ellas están subordinadas, no al respeto de la voluntad popular, sino a otro tipo de intereses; máxime cuando no son valores absolutos, sino valores relativos, condicionados a que no pongan en peligro lo que de verdad se pretende: el mantenimiento del poder y mantenimiento de un determinado proyecto político”.


Por el contrario, el concepto de democracia que predica Ellacuría para los pueblos, especialmente para el salvadoreño, exige redefinir el funcionamiento de las instituciones y los intereses que protegen. Por eso, habla de una democratización de las estructuras. “La democratización de las estructuras pasa, en primer lugar por el abandono el proyecto norteamericano” que limita la soberanía y la autodeterminación. En segundo lugar, esta democratización requiere “una reorganización y unión de las fuerzas sociales”. También, hace falta una democratización de los partidos políticos. Además, no podrá haber democratización real si no se consolidan en el camino de la democracia las instituciones que sostienen la vida política del país.


Conviene subrayar que la sustancia que reclamaba Ellacuría al concepto de democracia está bastante lejos de lo que los politólogos suelen considerar como definiciones demasiado amplias que son imposibles de cumplir y de medir en la realidad. Esto sí, para que se cumplan los requisitos para que la democracia sea real, Ellacuría subrayaba que hacía falta que la clase política estuviera a la altura de las circunstancias. Hacía falta que las elites políticas y económicas estuvieran dispuestas a escuchar el clamor de las mayorías populares y fueran capaces de sacrificar algo de sus intereses egoístas.


Esta última afirmación permite desmentir la calumnia según la cual Ellacuría fuera un cura comunista, afín a las tesis del FMLN durante el conflicto armado. Nada más lejos de la verdad que semejante afirmación. Llegó a sostener que el proyecto del FMLN, opuesto al estadounidense durante la guerra, no era “plenamente democrático: puede que sea un proyecto nacional y popular, pero por su militarismo, por su ideología, por sus tendencias hegemónicas, por su irrealismo, también necesita someterse a serias correcciones”.

Vigencia de las tesis políticas de Ellacuría
No es exagerado declarar que lo poco que se tiene actualmente de democracia se debe, entre otras razones, al sacrificio martirial de Ellacuría y de sus compañeros. Además, muchos de sus textos en que reclamaba una mayor democratización de las estructuras socio-políticas y económicas siguen teniendo vigencia. Nada más hay que recordar la alusión a la democratización de los partidos políticos o la necesidad de luchar por un proyecto nacional, que tome en cuenta las aspiraciones de todos los salvadoreños, para corroborar esta afirmación. Todo ello hace caer en la cuenta que aún falta mucho para que la transformación política del país sea total y real. Para que lo fuera, Ellacuría proponía, entre otras cosas, una participación cualificada de la sociedad en el proyecto político. Hoy día, se está lejos de tal involucramiento por parte de los sectores populares. Éstos siguen sin identificarse con el sistema político al que califican de distante y puesto al servicio de los poderosos.


En otras palabras, lo que decía Ellacuría en 1979 acerca de las condiciones para que la democracia se arraigue en el país sigue vigente. El comportamiento de las elites, tanto de izquierda como de derecha, no ha variado, por más que el país ya no esté en guerra. Asimismo, su perspectiva sobre la democracia real sigue iluminando el debate acerca de las democracias de nuestros días. Con Ellacuría habría que preguntarse si la democracia salvadoreña es inclusiva desde el punto de vista social y si está formando ciudadanos cabales —con todo lo que ello implica de derechos civiles, políticos y sociales— o si es sierva, como antes, de los intereses de la oligarquía financiera.

G

 

Economía


La economía al servicio de la sociedad: las ideas de Luis de Sebastián

 

En la semana en la que se conmemora a los mártires de la UCA, es importante señalar a aquellas personas que han dedicado su trabajo al estudio de problemas económicos de Latinoamérica y, particularmente, del país. Una de esas personas es el economista Luis de Sebastián, quien ha sido reconocido por sus numerosos estudios sobre la economía salvadoreña, destacando siempre su preocupación por el desarrollo social del país.


En el período comprendido entre 1974-1980, Luis de Sebastián fungió como catedrático, jefe del Departamento de Economía y Vicerrector académico de la UCA. El papel que desempeño dentro de la Universidad fue determinante, pues colaboró con Ignacio Ellacuría en la aplicación y difusión de teorías que sustentaban el pensamiento de la Universidad para el cambio social. En la orientación de la UCA participaron, desde la Junta de Directores, el Consejo de Redacción de la revista ECA, la rectoría y las dos vicerrectorías, pasando por los diferentes decanatos y jefaturas hasta aquellos alumnos que se identificaron con el ideal de hacer a la UCA una “universidad para el cambio social”. Ello implica una Universidad para cultivar el saber: seria, investigadora y responsable. Una Universidad especializada en “realidad nacional”. Desde esa visión, la labor universitaria de Luis de Sebastián fue destacada a tal grado que, en septiembre de 1989, el mismo año del asesinato de los sacerdotes jesuitas y las dos trabajadoras, la UCA le otorgó el Doctorado Honoris Causa en Economía.

 
Mediante sus análisis, De Sebastián destacó que el principal problema económico del mundo es la pobreza que sufren más de la mitad de sus habitantes: “la situación que hoy llamamos subdesarrollo, y que se traduce en una falta de todo lo necesario para subsistir con la dignidad de seres racionales, y esto ha sido una situación normal en la humanidad”.


La coexistencia de la miseria y el bienestar en un mismo contexto —ya sea mundial o que se circunscriba a una sociedad concreta— es el peor de los problemas económicos que tiene planteado nuestra generación. Pues el bienestar y la miseria conviven o coexisten, no separadamente, como dos situaciones estáticas distintas, sino que constituyen en el mundo actual una sola unidad dinámica y funcional, dos caras distintas de la misma y única humanidad, dos fases de un proceso dialéctico, que se condicionan y se causan mutuamente. Luis de Sebastián afirma que unos países necesitan la pobreza de otros como condición de su propia riqueza. La pobreza de unos países y la riqueza de otros tiene un conjunto de causas históricas, comunes. En un mismo movimiento histórico, el proceso de desarrollo de los segundos es el proceso de subdesarrollo de los primeros. Esta unidad de origen histórico desemboca en la unidad socio-económica de la actualidad: sólo hay un mundo y una economía mundial, y dentro de ésta juegan muchos y variados intereses que no están armonizados, sino más bien opuestos y enfrentados activamente en una lucha que agrupa diversas clases de naciones en los diversos frentes de la actividad económica. “Es una lucha de clases de naciones”.


Según el economista, los problemas causantes de crisis en el mundo, como la inflación mundial, el deterioro de la balanza de pagos de Estados Unidos, la crisis del petróleo, entre otros, han sido detonantes de crisis en El Salvador, debido a su extrema dependencia hacia Estados Unidos. La apertura al libre comercio, impulsada por el aumento de las importaciones, ha empeorado la actividad económica, en tanto que, con la finalidad de ser partícipes del mercado internacional, se ha entrado a tratados de libre comercio sin haber protegido debidamente a los productores nacionales, exponiéndolos a pérdidas.


A esta situación debe agregársele, según Luis de Sebastián, el manejo indebido que los gobiernos y las autoridades económicas le han dado al impacto de las crisis mundiales, en materia de política económica, lo cual ha repercutido negativamente en El Salvador. Además, el análisis de la realidad refleja que la economía salvadoreña ha estado históricamente marcada por la burocracia política. Luis de Sebastián, desde su perspectiva crítica, ha evaluado las incidencias de las políticas económicas implementadas por parte de los sucesivos gobiernos.


Se supone que el fin último para la política económica es obtener un mayor grado de desarrollo económico, pleno empleo, equilibrio interno —balanza de pagos equilibrada— y equilibrio externo. Sin embargo, para Luis de Sebastián esto es utópico, pues, en la práctica, el logro de cualquiera de estos objetivos es incompatible con el logro de otro. Y, dado que los tres no se podrán realizar plenamente, se debe decidir sobre cuales se enfocarán esfuerzos y cuales se sacrificarán. En opinión de De Sebastián, las autoridades económicas han sacrificado demasiado desarrollo y el empleo en áreas del equilibrio interior y exterior. Cabe recordar aquí un claro ejemplo del mal manejo de política económica: a finales de los años sesenta las cuentas fiscales arrojaron un superávit presupuestario de casi ocho millones de colones, mientras el aumento de precios fue nulo, y la balanza de pagos arrojó un déficit de cuatro millones de colones. Esto significó, en esa época, que se consiguió un equilibrio interior perfecto y un equilibrio exterior aceptable a costa del desempleo y de una disminución en la tasa de crecimiento de la economía.


Según Luis de Sebastián, el uso de la política monetaria que se utilizó a finales de los setenta no fue la más apropiada. El economista opina que “el uso de instrumentos de política monetaria para subsanar un déficit de la balanza de pagos tiene su justificación teórica, cuando el déficit está siendo financiado con una política inflacionista, pero cuando no hay inflación propiamente tal y el déficit, que se está financiando por desacumulación de saldos monetarios privados, es consecuencia de una sobrevaloración de la moneda, la política monetaria no es el instrumento específico de intervención en este caso, pues no podrá ser a costa de paralizar la actividad económica general”. Asimismo, para la política fiscal fue escandaloso el superávit de los años 1967 y 1968, en tanto que no era positivo para la economía. Si la política monetaria es severa, entonces la política fiscal tiene que ser suave. Si las dos son severas, se deprime el crecimiento de la renta, como fue el caso en los años considerados.


En cuanto a la política comercial, “un moderado déficit de la balanza de pagos puede no ser malo —sostiene—, siempre y cuando el déficit del que se hable, haya sido provocado por compras de equipo de capital, materias primas para la industria y bienes semiprocesados, es decir que sirva de input para la producción. Visto desde este punto, es un déficit desarrollista, un endeudamiento para el futuro, una inversión tendiente a cambiar el sistema de ventajas comparativas, el patrón de las exportaciones, y así eliminar futuros déficit”. Como sea, para Luis de Sebastián haber atacado en los años sesenta el déficit con una reducción de la actividad económica fue “optar por la estabilidad a expensas del movimiento que supone el desarrollo y la política del pleno empleo”.


Los errores económicos cometidos por los diferentes gobiernos a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta permiten concluir que la problemática que enfrenta actualmente el país es un “fruto histórico del mal empleo de las políticas económicas aplicadas por los gobiernos en tiempos de crisis”. Políticas que han estado enfocadas, principalmente, hacia el endeudamiento externo, situación que ha agravado las condiciones económicas del país, provocando el lento crecimiento en las últimas décadas. En esta línea, según De Sebastián, uno de los grandes problemas económicos causantes del subdesarrollo ha sido la “incompatibilidad del desarrollo con el equilibrio”, es decir, la desigual distribución de la renta. El economista afirma que “una distribución que concentra substanciosos ingresos en pocas manos —sean particulares, o gobiernos— crea obstáculos al proceso de desarrollo en forma de desequilibrios en la balanza de pagos. Por ese motivo, toda ayuda exterior debiera tener objetivos de distribución, y asegurarse así que la ayuda sea de hecho una transferencia de renta entre individuos ricos y pobres.”

Un profesional comprometido
Desde el área docente, Luis de Sebastián realizó esfuerzos por formar profesionales comprometidos con la sociedad. En el año de 1980, pública en ECA un artículo que debe traerse a cuenta para las nuevas generaciones de economistas: “La ciencia económica, ¿es política o es técnica?”. En este escrito sostiene que un economista bien formado no debe atenerse única y exclusivamente a los instrumentos técnicos y analíticos de su profesión. También debe poseer un conocimiento amplio de historia, de la situación política y social que atraviesa el país, para hacer un diagnóstico y posteriormente una implementación responsable de la política económica.


Este artículo resulta interesante por la coyuntura que atravesaba el país. Los indicios del conflicto armado ya se hacían sentir y, en esta maraña de sucesos, muchos profesionales de las ciencias económicas y sociales no sabían cuál debía ser su posición política adecuada y si ello entraría en pugna con su conocimiento “técnico-intelectual”. Así, De Sebastián escribe lo siguiente: “en estos momentos en que los profesionales de ciencias económicas se sienten obligados a definirse políticamente en cuanto tales profesionales, la vieja cuestión de si la ciencia económica puede ser políticamente neutra cobra una urgencia vital”. En este escrito concluye que el aspecto político es lógica y empíricamente anterior al técnico, por lo tanto, lo técnico, en último instancia, debe estar subordinado a lo político.


Lo anterior tiene vigencia como lo tuvo antaño. Ahora existen muchos profesionales “tecnócratas”, quienes olvidan que la economía es una ciencias sociales y que, como tal, hay ciertos elementos de la realidad que no se pueden cuantificar. Sin embargo, de Sebastián también reconoce que la dimensión técnica de la economía es importante, pero esta no debe constituirse en el fin supremo. El fin de la economía es dar respuesta a problemas concretos. Al finalizar el escrito, dice: “necesitamos, para estar a la altura de las circunstancias históricas, buenos economistas políticos y técnicos; y una mejor interacción entre ambos grupos…”


En un escrito mucho anterior, que data de 1979, se pueden extraer también enseñanzas muy importantes para los profesionales de la actualidad. En “Hacia una teoría económica de la liberación” expresa que un economista, u otro profesional en ciencias sociales, no debe entender el término subdesarrollo exclusivamente como un conjunto de variables cuantitativas que están por debajo de los niveles aceptables: tasa de alfabetismo, producto nacional bruto, crecimiento del producto per cápita, entre otros. Es necesario, para comprender mejor el subdesarrollo, reconocer que es un problema que se ha constituido estructuralmente en la historia de un país o región. Por tanto, en el análisis económico y social se deben tener presentes aquellos hechos históricos que determinaron la situación de estos pueblos.


Para construir una economía de la liberación, sostiene, se debe tener cuidado de que, en aras de la cuantificación, no se sacrifiquen las realidades evidentes en la sociedad: la estratificación social y el régimen de la propiedad. Es necesario tomar en cuenta los elementos más decisivos de la realidad, aunque estos no sean cuantificables. En este sentido, un modelo de liberación es más que un modelo económico, escapa a relaciones cuantificables, y deberá tener siempre un fuerte contenido político.


Al igual que los mártires de la UCA, De Sebastián mencionaba que el profesional en ciencias sociales debía practicar la denuncia, la cual consiste, desde la perspectiva de la investigación y la academia, en descubrir cuáles son los mecanismos del poder opresivo. Para esto, es necesario auxiliarse de los elementos técnicos, a fin de hacer una investigación científica responsable. Especialmente a los economistas les advierte que deben tomar en cuenta algo que generalmente es dejado de lado por los grandes teóricos actuales de la economía: “los modelos económicos no toman en cuenta la distribución de la renta, se omite la redistribución como instrumento consciente de política económica y, debido a ello, no se suele determinar una distribución de la renta final como objetivo de un modelo”.


Luis de Sebastián no se limitó a proponer esa actitud de denuncia a través de sus clases y sus escritos; también se enfrentó directamente al gobierno de la época cuando fue necesario. En uno de sus escritos, en el que aborda la crisis de los años ochenta, expresa que el plan de emergencia para la reactivación de la economía no solucionaría los problemas socioeconómicos de raíz de las mayorías populares. Además de ello, como sucede en la actualidad, sostuvo que quienes dirigen al país no reconocen que todo lo que acaece al aparato económico está estructuralmente ligado a lo político. De resultas de esa falta de visión, el programa de emergencia nacional no tendría éxito. Así sucedió efectivamente: el plan para disminuir las tasas negativas de crecimiento de la economía fracasó a inicios de los años ochenta.


En septiembre de este año, se contó con la presencia de Luis de Sebastián en la universidad. En su ponencia disertó sobre el papel que debe tener la UCA de cara a la sociedad. La disertación estuvo inspirada en las palabras de Román Mayorga Quirós, ex rector de la UCA: “una universidad para el cambio social”.


Según de Sebastián, la UCA debe generar un saber transformador de la realidad. No se trata únicamente de la contemplación de la realidad nacional o incluso sólo denunciarla, sino que se trata, desde el ámbito universitario, de hacerse cargo de ella. Para incidir sobre la realidad, es necesario partir de la nota dramática que caracteriza nuestra sociedad: la desigualdad y la injusticia. En esta lucha, la universidad debe oponerse a la violencia y recurrir en todo tiempo al diálogo, debe ser una promotora de profesionales que, más que estar con lealtad hacia la universidad, deben tener lealtad con la realidad nacional. Ello implica ponerse en el lugar de los más necesitados y desde allí, comprender la realidad.


En la búsqueda de la verdad, la universidad debe cultivar el saber sobre El Salvador. Para ello, debe evitar lo fácil, lo obvio, la retórica y la demagogia; debe aplicar el método del conocimiento científico junto a las reglas de la investigación. La UCA debe ser conocedora seria y profunda de la realidad nacional, para después incidir en ella.


Finalmente, uno de los ejemplos que deben tener presentes los futuros profesionales de la UCA es la vida y la obra que realizó Luis de Sebastián desde esta universidad, su vasto conocimiento en la dimensión técnica de la economía, pues fue catedrático de economía matemática y econometría. No limitó su visión de la realidad y esto lo llevó a asumir, durante su estadía en el país, al igual que los mártires, una labor intelectual comprometida de denuncia de los abusos de poder sobre las mayorías populares. Todos su conocimientos técnicos no limitaron su visión política aguda, visión a través de la cual pudo vislumbrar de una manera acertada muchas de las situaciones que en el futuro atravesaría el país.

G

 

Sociedad


La “Comunidad Segundo Montes”

 

El legado intelectual y moral de Segundo Montes Mozo es innegable, pero aún más su compromiso con uno de los grupos más desposeídos durante la guerra civil de El Salvador: los inmigrantes y los desplazados. En las siguientes líneas se hace un esbozo del retorno, readaptación, apogeo, abandono y situación actual de uno de esos grupos de salvadoreños que padecieron el exilio forzado por la guerra: la Comunidad Segundo Montes. Reseñando sus logros, pero también sus yerros, esta aproximación pretende ser un vistazo lo más neutral posible, pero con la imposibilidad negar la cercanía y admiración por una comunidad que todavía sueña con un futuro mejor en tiempos en que El Salvador no ha sabido sortear la globalización con equidad y beneficio para las mayorías.

El retorno
El mes de noviembre de 1989 es recordado hoy, quince años después, por la última ofensiva guerrillera sobre el territorio salvadoreño: la “ofensiva hasta el tope”, ejecutada por las organizaciones político-militares aglutinadas en el FMLN. El asalto a las principales ciudades de El Salvador culminó con el cobarde asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos asistentes a manos de elementos élite del ejército salvadoreño. Después, en 1991, las partes en conflicto entendieron, presionadas por las circunstancias históricas, que la vía armada no era la apropiada para construir un mejor país; pronto se fortalecieron las bases de un proceso de diálogo que culminó con la firma de los Acuerdos de Paz, al año siguiente. La última incursión masiva de la guerrilla en las zonas urbanas del país y el XV Aniversario de los mártires de la UCA son motivos de celebración y reflexión por parte de algunos sectores nacionales.


Pero durante aquellas fechas se registraba un capítulo de la historia nacional que ha sido olvidado: el retorno de cientos de familias salvadoreñas del exilio forzado en Honduras, una de cuyas repoblaciones daría vida a la “Comunidad Segundo Montes”, enclavada entre los cerros del norteño departamento de Morazán. La coincidencia de las fechas y el compromiso del sociólogo asesinado aquel 16 de noviembre, hicieron que las gentes provenientes del exilio llamaran “Segundo Montes” al sitio del retorno. Pero más que como pueblo de repatriados, “la Segundo” fue pensada como un ideal, un retomar las esperanzas todavía conservadas tras la guerra. Si hay salvadoreños que sufrieron ese infierno —fuera de su tierra, casi en el abandono— son los desplazados de Chalatenango, Morazán y otros lugares del país. La Comunidad “Segundo Montes” se nutre, aun ahora, de ese ideal.

Las dos “Segundo”
De “la Segundo” hay que distinguir la Comunidad y la Fundación. La primera constituye el núcleo poblacional de repatriados que llegaron a Morazán desde 1989 y sus descendientes. Los cálculos hablan de unos 10 mil salvadoreños que retornaron hasta sus hogares destruidos por la guerra. Había que reconstruir. La gente se organizó pronto y ganó gran notoriedad entre la comunidad internacional. Las ayudas del exterior, sobre todo desde Europa, llegaron ininterrumpidamente por muchos años, conociendo una etapa de esplendor. Los proyectos de inversión incluían talleres de carpintería, zapatería, panadería y otras actividades económicas que permitieron cualificar a los pobladores. Esa etapa coincidió con el relativo auge de la economía salvadoreña durante la primera mitad de los noventa.


Pero pronto llegó la escasez. La ayuda internacional empezó a faltar y las denuncias por irregularidades y mal manejo de fondos pusieron en duda el entonces proyecto emblemático de un grupo de salvadoreños identificados, desde sus inicios, con la izquierda política. La Segundo pasó a ser, entonces, blanco fácil de la derecha más radical del país.


En el contexto de ese inicial esplendor surge la Fundación Segundo Montes, una iniciativa que pretendía articular los esfuerzos de la población original y de las nuevas generaciones, canalizando recursos de los países y organismos donantes. Los ideales y los valores impulsores son los mismos: el espíritu comunitario, la solidaridad, la esperanza, el trabajo… Aún así, la Fundación también se vio teñida por las irregularidades.


En marzo pasado, previo a las elecciones presidenciales, el periodista de El Diario de Hoy escribía lo siguiente: “el proyecto de organizaciones no gubernamentales de izquierda y del FMLN de crear una sociedad civil independiente en la comunidad Segundo Montes, en Morazán, ha sido un total fracaso”. En el marco de la campaña electoral, el empleado de esa empresa de comunicación quería poner de relieve la vinculación entre un proyecto político —el FMLN— y una comunidad —su identidad, sus esperanzas, sus aspiraciones—, que si bien históricamente ha simpatizado con la causa revolucionaria es independiente de cualquier agrupación o credo político.


Políticamente, la tarea de El Diario de Hoy y de los sectores que representa ese medio de comunicación es comprensible, mas no justificable: pretender deslegitimar cualquier iniciativa —del signo que sea— del proyecto político adversario, en este caso del FMLN. Las dos Segundo, dice la lógica del citado periódico, huelen a fracaso y a FMLN; ese es el denominador común. Como para dejar constancia de su prueba, la nota periodística hace una comparación —odiosa por demás— entre el “fracasado” proyecto de la Segundo Montes —con fotografías incluidas— y el “exitoso” proyecto de El Pedregal, un núcleo industrial maquilero ubicado en las planicies de La Paz. La nota se deshace en elogios a la administración del proyecto, no sin resaltar la visión y el compromiso del gobierno salvadoreño. De más está decir que la necia insistencia del pasado gobierno en el sector maquila fue uno de los mayores temas de la publicidad oficial.


La lógica de la derecha salvadoreña respecto de la Segundo Montes es peligrosa. Por un lado, la identifica vulgarmente con el FMLN; y, por otro, posterga la necesaria atención hacia su gente, los 10 mil salvadoreños y sus descendientes, que tantos sueños tenían hace apenas unos años.

Más allá del Lempa
El Río Lempa ha sido siempre una frontera. Antes de la colonia dividía los dominios indígenas. Los pueblos de origen lenca se situaron al extremo norte del más caudaloso río de El Salvador. Siglos después, durante la colonia, se erigiría la ciudad de San Miguel, el mayor núcleo poblacional de oriente. El resto, los territorios de Morazán, Usulután y La Unión, fundamentalmente, han experimentado, hasta la actualidad, una situación de rezago respecto de los centros de poder político y económico ubicados en el valle central. El rasgo de Morazán —para este caso particular— no es cosa nueva. De ahí que una iniciativa como la Segundo Montes causara tanta expectativa.


Como quiera que sea, e independientemente de las simpatías políticas, los habitantes de Morazán —como del noreste de Chalatenango y las zonas cafetaleras de Ahuachapán— urgen de la creación de polos de desarrollo que los integren en el conjunto del país.

G

 

Sociedad


La UCA y su compromiso con la sociedad salvadoreña

 

En la edición del 14 de noviembre de 2004 de La Prensa Gráfica, se publicó una entrevista del periodista José Luis Sanz, a una de las figuras más relevantes del proceso de paz salvadoreño: Anders Kompass, funcionario de primer nivel de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), quien fue el referente del organismo internacional para las partes en conflicto en El Salvador.


Sanz le preguntó a Kompass sobre qué liderazgos consideraba como destacados durante el proceso. La respuesta fue tal como sigue: “los verdaderos héroes, desde el principio, fueron los jesuitas, con Ellacuría a la cabeza. En los primeros años de los 80 la UCA fue el único espacio democrático en este país. Ellos pusieron las primeras semillas para la paz”. El entrevistador no parecía satisfecho con la respuesta de Kompass, así que volvió a la carga. “Sin embargo, la teología de la liberación legitima el uso de la violencia para alcanzar la justicia social, y la formación que se daba en la UCA fue para muchos germen de militancia guerrillera. ¿Eran neutrales?”, interrogó Sanz.


La respuesta del representante de Naciones Unidas, ahora destacado en México, fue tan sobria como contundente: “yo no haría referencia a la palabra neutralidad, sino a que abogaban por una salida negociada, y en la misma dirección que señalaron finalmente los acuerdos: no bastaba con el fin de la guerra; era necesario un nuevo compromiso de futuro, comenzando por democratizar el país. Como dice David Escobar Galindo, otra de las personas que destacaría: ‘había que construir un país normal’”.


Esta larga cita sirve para ilustrar cuál ha sido la percepción de muchos sectores sobre el compromiso de la UCA con los retos de la sociedad salvadoreña. La manera en que el periodista formuló la segunda de las preguntas arriba citadas ilustra las objeciones que otros sectores han tenido hacia el compromiso de la Universidad con respecto al país. Más que hacer una extensa retrospección sobre las maneras en que coyunturalmente se ha asumido este compromiso, lo que se propone aquí es poner en la discusión la concepción que la UCA tiene acerca del mismo.


Tal concepción podría explicarse, acaso toscamente, en los siguientes enunciados, que se comentarán y ampliarán más adelante. En primer lugar, la Universidad forma parte de la sociedad. Se trata de una vinculación estructural. Como consecuencia de esta vinculación, la Universidad se encuentra ante una elección de carácter ético. Esa elección podría formularse así: ¿debe la universidad responder de manera activa y directa —es decir, responsabilizarse— a lo que ocurre en la sociedad, o, por el contrario, debe considerar que la ardua misión de formar profesionales zanja este problema?


La elección de la UCA ha sido la primera, pero esta elección tiene ciertos matices que habrá que explicar. En una sociedad polarizada como la de El Salvador de tiempos de la guerra —y también en la actualidad—, es muy difícil percibir estos matices. Acaso no sea aventurado afirmar que, debido a esa polarización —y a rasgos inveterados de intolerancia y exclusión—, las posiciones matizadas tienen poca fortuna frente a aquellas que optan por los términos mutuamente excluyentes. Se percibe erróneamente que admitir matices en las propias posturas equivale a indefinición. Veremos que esos matices, presentes en las posturas de la UCA del tiempo de la guerra y en las actuales son muestra de una definición inequívoca, la cual es la del compromiso basado en la identidad universitaria.

La Universidad como parte de la sociedad
La Universidad es una institución académica que forma parte de una sociedad determinada. En el caso de El Salvador, aunque la formación superior sea un privilegio en una sociedad en la que el analfabetismo es una realidad inobjetable, eso no hace que la Universidad sea un reducto ajeno a lo que pasa en derredor suyo. La relación de la Universidad con la sociedad es de carácter estructural. Con ello se está diciendo que aquélla debe aportar diagnósticos y respuestas a los problemas sociales fundamentales. Las primeras universidades que se conocieron en el mundo, surgidas en la Edad Media, fueron la respuesta de los grupos sociales que las crearon a la necesidad de elaborar propuestas racionales para hacerse cargo de los problemas de su tiempo.


La cultura medieval europea —sea la musulmana que nutrió a España, o la cristiana, que terminó prevaleciendo sobre la anterior— necesitaba procesar el ingente legado de Grecia y Roma para ponerlo al día, esto es, “a la altura de los tiempos”, como diría Xavier Zubiri. Es así como surgieron las primeras universidades, que no sólo fueron centro de acopio y de difusión de todo el saber heredado por griegos y latinos —tarea en la cual los árabes fueron ejemplares—, sino que se constituyeron en las responsables de dar continuidad creativa a ese legado.


Por lo tanto, la Universidad no es un sitio donde se busca refugiarse de una sociedad convulsa, reduciendo la vida intelectual a un barbitúrico disfrazado de cultura. La Universidad es parte de esa sociedad, pero tiene una identidad propia. Esa identidad está fundamentada en una serie de características que hacen que la Universidad sea tal y no, por ejemplo, un partido político o un club de eruditos. Una universidad que se precie de ser tal se caracteriza por tres ámbitos: el ámbito académico, la investigación y la proyección social. No es este el espacio para ahondar en esos tres ámbitos y en su interrelación, pero sí puede adelantarse que en ellos la Universidad es ámbito de vida universitaria. Al hablar de vida universitaria se expresa la relación de la institución con el conocimiento humano.


En primer lugar, la Universidad es depositaria de este conocimiento —tal como lo hizo la Universidad medieval, recuperando, transcribiendo y traduciendo a Aristóteles, Platón y Tucídides—. Pero al contrario del bibliotecario de la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, quien impedía el acceso a determinados saberes –por aquello de que saber es poder—, la Universidad necesita difundir ese conocimiento. De lo contrario, no puede ser un agente propiciador de la vida universitaria. Esta última no puede surgir del enclaustramiento. Las semillas no hacen nada si sólo están guardadas en el granero.


Por tanto, la Universidad es la difusora de esos saberes, a través de la docencia. Tiene, a su vez, la misión de acrecentarlos, por la vía de la investigación. De lo contrario, cae en la mera repetición de ideas recibidas, de pre-juicios sobre la realidad. La tarea universitaria no tiene sentido si el conocimiento no trasciende de sus muros y aulas, es decir, si no retorna hacia el punto de origen y razón de ser de la Universidad: la sociedad.Todo esto tiene una razón: los conocimientos son posibilidades para que todo ser humano y toda sociedad pueda realizarse con plenitud. Si la Universidad no devuelve esos conocimientos a la sociedad que le dio origen, se ha enajenado de ella.

El dilema ético de la Universidad
Llegado a este punto, la Universidad se encuentra en el dilema arriba expresado: ¿debe responder de manera activa y directa a lo que ocurre en la sociedad, o conformarse con la formación de profesionales? Responder a lo que ocurre en una situación concreta es asumir una responsabilidad en eso que está ocurriendo. Es todo lo contrario de la inviable idea de “neutralidad”. De ahí que en tiempos de la guerra y en la actualidad, la UCA no sea neutral, ni pretenda serlo. De hecho, nadie es neutral en ninguna circunstancia. Siempre se tiene una opinión sobre lo que está ocurriendo. Otra cosa es actuar de manera sesgada, “ideologizada”, como diría Ellacuría.


En la guerra era imposible la neutralidad, si se pretendía actuar responsablemente. La ausencia de neutralidad no implicaba ser partidario de un bando u otro. La opción no era, para la UCA, entre la izquierda o la derecha, sino entre procurar la paz —basada en la justicia social—, o profundizar la guerra y, con ella, el derramamiento de sangre y el sacrificio humano. El defensor de los derechos humanos, Herbert Anaya Sanabria, asesinado en 1986, escribió desde la cárcel en que lo torturaban: “las guerras nunca son ganadas por nadie, los que pierden son siempre los seres humanos”. Tenía razón. Por tanto, el imperativo ético era parar la guerra. Pero no a cualquier precio. No al precio de convertirla en un espacio para las maniobras, sino para aprovechar el silencio de las armas para buscar una paz con justicia.


Por eso, la UCA participó activamente en todos los esfuerzos para parar la guerra —no para “humanizarla”: ninguna guerra humaniza—. Desde su participación en foros, en espacios de concertación social y en su intento por posibilitar el entendimiento entre las partes, la UCA no hizo otra cosa que poner en acto una de las características del compromiso universitario: propiciar el diálogo. Y es que la vida universitaria se funda en el diálogo. El conocimiento académico, es decir, todo ese conjunto de posibilidades de realización y de autoposesión que lo dan los distintos saberes que la universidad recibe y difunde, son el producto, en gran medida, del diálogo. El quehacer investigativo, científico, artístico o filosófico, se apoya en el diálogo, esa instancia humana por excelencia. La vida universitaria se caracteriza por poner los conocimientos en circulación, pero no para establecer dogmas, sino para someterlos a la crítica. La crítica se apoya en el diálogo y es esto lo que, a lo largo de la historia, ha aumentado el caudal de conocimientos de la humanidad.


Propiciar el diálogo entre los distintos sectores de la sociedad, sobre todo, entre aquellos que empuñaban las armas, era una consecuencia de lo anterior. El reto fue hacerlo sin desnaturalizar la identidad universitaria. La UCA debía ser partícipe de los intentos por propiciar la paz, pero también de todo esfuerzo por hacer que el diálogo sustituyera a la imposición de la fuerza como manera de hacer prevalecer los intereses propios.

El compromiso universitario a la luz de los retos de hoy
Ciertamente, han cambiado muchas cosas en el país después de los Acuerdos de Paz. Lo más obvio, y lo más importante a la vez, es el fin de la guerra. Empero, permanece la injusticia estructural, manifestada en un modelo económico que sigue siendo excluyente, a pesar de que en otros ámbitos de la vida pública haya un relativo pluralismo. Como rémoras de la guerra, también persisten la impunidad, la corrupción y la tolerancia.


La Universidad está llamada a ser conciencia crítica de la sociedad. Ella sola no puede hacer los cambios que el país demanda. Pero puede, y está obligada a hacerlo, darle a la sociedad elementos de reflexión que le permitan penetrar críticamente en los problemas de su realidad para poder resolverlos. La consabida frase “saber es poder” puede ilustrar al respecto. “Poder” es disponer de posibilidades para hacerse la vida. Quien carece de poder es quien está, o cree estar, “a merced de las circunstancias”. Más bien, lo que le ocurre es que no tiene en sus manos las “posibilidades posibilitantes”, que dirían Zubiri y Ellacuría, para poder cambiar sus circunstancias; en otras palabras, para convertirse en sujeto de su propia historia.


La Universidad no debe pretender, sobre todo en circunstancias históricas como las de ahora, ser ella sola la protagonista de los cambios. Ese protagonismo le corresponde a la sociedad en su conjunto. Y no es que la Universidad no asuma papel alguno: como toda instancia humana, tiene que “hacerse cargo de la realidad, cargar con la realidad y encargarse de la realidad”, pero a partir de sus propias características. Eso se encarna en un modo específicamente universitario de actuar en la realidad del país. “Lo que nos queda por delante es tomarnos en serio la realidad, dialogar mucho más de lo que ahora lo hacemos y liberar nuestra generosidad para esa tarea del desarrollo, que no se conquistará buscando la ventaja particular individual”, expresó el rector de la UCA, José María Tojeira, en un discurso dirigido a una promoción de graduados de la universidad.


La Universidad debe formar profesionales con una ética de la responsabilidad social y con la conciencia de que los conocimientos y las cualificaciones profesionales que poseen no son unos privilegios, sino responsabilidades en una sociedad martirizada por la pobreza, la impunidad y la corrupción. Esta última ha llegado a unos niveles escandalosos, dado el cinismo de sus perpetradores y la complicidad de aquellos que, lejos de denunciar la gravedad del problema, lo trivializan.


Estos males prosperan en gran medida porque la sociedad salvadoreña no tiene una conciencia sólida de sus derechos. Es cierto que antes los casos como el de ANDA permanecían sin denunciarse. Pero todavía la fuerza del temor es grande. El temor siempre conduce a decisiones equivocadas. Es lo contrario a la esperanza, que fortalece e ilumina a las conciencias.


Pero la Universidad no se limita a formar profesionales. Busca incidir directamente en el tema de los derechos humanos, apoyando a las víctimas para que sus demandas de justicia no queden en el olvido. Si la Universidad aspira a ser conciencia crítica de la sociedad debe combatir el olvido. El olvido histórico, que es la salvaguarda de la impunidad, debe combatirse para que la historia deje de ser una historia de victimarios contra víctimas. Es ese el drama que recorre la historia salvadoreña. El desafío que fijó Ellacuría en la exhortación a revertir la historia desde el lugar ético de las víctimas es el rasero por el cual la Universidad puede medir si está a la altura de su compromiso con la sociedad salvadoreña.

G

 

Derechos Humanos


Mártires después de quince años

 

Han pasado quince años después de la masacre de Elba, Celina, Ellacu, Segundo, Nacho, Lolo, Amando y Juan Ramón y la impunidad de sus muertes sigue siendo uno de los principales reclamos por parte de la sociedad salvadoreña. Sin embargo y pese a estas demandas, cada día que pasa es una prueba más de la fuerza que contiene el mensaje que con su martirio nos legaron. Por este motivo es que queremos ocupar nuestro breve espacio de esta edición monográfica a reflexionar algunas de las impresiones que tras su relectura nos provoca uno de los textos fundamentales de Ignacio Ellacuría en nuestro campo. Se trata de la “historización de los derechos humanos desde los pueblos oprimidos y las mayorías populares”.


Previamente, es necesario comentar que el lema escogido para la celebración de este nuevo aniversario es una frase del rector mártir en la que señalaba la necesidad de “revertir la historia desde las víctimas”. Concretamente, esta frase se encuentra en uno de sus últimos escritos, en el que buscaba dar forma a su propuesta filosófica de la necesidad de una nueva civilización: la que nace desde la pobreza.


Así, Ellacu dejó escrito que “hay que revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”, es decir, que hay que darle vuelta al actual curso de la historia, porque la dirección que tiene no es la correcta. Por tanto, es necesario regresar lo mal andado. De ahí que dejara planteado que hay que dar un giro radical a la historia, cambiar de civilización y sus estructuras para que surjan otras nuevas que procuren la felicidad de los seres humanos.
Ambos textos guardan una estrecha relación, y no sólo porque fueran creados durante los últimos meses antes de su asesinato. Para Ellacuría la historización era su herramienta fundamental de análisis. Esa “contextualización” también la aplicó a los derechos humanos porque, según él, “debe historizarse el concepto para no caer en trampas ideológicas”. Así fue como determinó tres niveles para éstos: Partiendo del supuesto fundamental, es decir, que pueden y deben alcanzar una perspectiva y validez universal, advertía que “esto no se logrará si no se tiene en cuenta el ‘desde’ dónde se consideran y el ‘para’ quién y ‘para’ qué se proclaman (…) es desde los pueblos oprimidos y desde las mayorías populares para o en busca de su liberación”.


De ahí que para lograr ese cambio radical sea una obligación moral denunciar las violaciones a los derechos humanos que continúan cometiéndose. Una opresión que se hace presente a través de la muerte violenta, pero también con la muerte lenta. La que tiene que ver con la supervivencia de los seres humanos. Una agonía que impide en nuestro país las mínimas condiciones para la vida, la salud, la educación, el vestido, la vivienda y el trabajo. No obstante, como enfatizó Ellacuría, “la denuncia sin utopía es, hasta cierto punto, ciega, pero la utopía sin denuncia es prácticamente inoperante, más aún, eludidora del compromiso real”.


Es necesario señalar que Ellacuría incorporó en el análisis de los derechos humanos el concepto de ‘necesidades humanas básicas’ como parte de su planteamiento radical. Lo calificó como concepto útil porque “subraya una instancia objetiva, sin la cual no puede haber vida humana y sin la cual no puede haber tranquilidad biológica-social”. Hacía referencia a varios de los problemas que todavía hoy nadan en el mar de la abundancia. Son el hambre y la falta de trabajo, entre otros. Además, precisaba que “es una conveniencia general que las necesidades fundamentales sean satisfechas, porque de lo contrario la muerte prevalecería sobre la vida y, en definitiva, se iría a una paulatina deshumanización del género humano, tanto por la multiplicación de su empobrecimiento como por la insolidaridad”.


Con esto, Ellacuría no sólo denunciaba las masivas y graves violaciones a los derechos humanos, en la etapa negra de nuestra historia que fue la del conflicto civil que padecimos. También cuestionaba los modelos económicos impuestos por la mayoría privilegiada, “anunciado” junto a estos la nueva civilización que ponga en su centro a los pobres y excluidos. De ahí que, si “contextualizamos” sus palabras, podamos asegurar que por muchas “grandes vías” que se quieran ofrecer como alternativas al desarrollo, esos modelos copiados del norte no se pueden imponer acá en el sur, entre otras razones porque no hay recursos. Poca gente es quien los acapara, manteniendo a través de la opresión y la violencia, en condiciones de vida infrahumana, a la mayoría de la gente. Más aún, estamos ante modelos deshumanizantes y que generan deshumanización, siendo las drogas y las maras los ejemplos que mejor ilustran los resultados alcanzados.


De ahí que sea necesaria una nueva civilización —la que Ellacuría proponía— basada en el trabajo y que tenga como centro a la pobreza. Más afín con la humanidad, respetuosa con los recursos naturales y que garantice una mejor distribución de la riqueza, no de la pobreza. Para alcanzar tales objetivos hacen falta implementar medidas que busquen salir de la crisis en la que desde hace años nos encontramos. Por ello, es necesario que este nuevo dinamismo superador, se apoye en un modelo económico dirigido a las mayorías, a través de una reforma fiscal seria y sólida. Además, otra de las premisas básicas pasa por la dignificación del trabajo. Pero no produciendo capital, sino perfeccionando a las personas que trabajan. A fin de cuentas, se necesita que el marginado, el oprimido, el pobre y la víctima sean los protagonistas de la nueva historia, ya no en el lado del ofendido, sino en el lugar del reivindicado, del re-dignificado y de un ser humano feliz.


El asesinato de los mártires de la UCA, pese a los recuerdos dolorosos, nos deja grandes lecciones que no deben ser desaprovechadas. Entre ellas, que “los derechos son resultado de una lucha, que la parte dominante quiere usar a su favor, pero que la parte dominada debe poner a su servicio”. Y es aquí donde surge, pues, la gran pregunta: ¿quién o quiénes están luchando para poner los derechos humanos al servicio de esa parte dominada? La respuesta está en aquellas personas o agrupaciones interesadas que han sido víctimas de una violación a sus derechos, pero que no están dispuestas a ser, además, víctimas de la impunidad. Gente decidida a luchar hasta el final, sin importar la cantidad y el tamaño de los obstáculos.


En nuestro país existe ya una experiencia acumulada que refrenda esto. Son varios los casos que han impactado a la sociedad salvadoreña, además de la masacre de los jesuitas, no sólo por lo terrible y doloroso de los mismos, sino también por el ejemplo valiente de las víctimas, en su afán de obtener justicia sin importar los obstáculos. Estas y otras vidas fueron entregadas generosamente para que en el Salvador reinara la paz, con verdad y justicia. Esas víctimas aún esperan que se haga realidad esta gran aspiración, porque en el país sigue reinando la mentira y la impunidad.


Este nuevo aniversario del martirio de nuestros hermanos y hermanas nos debe animar para seguir adelante, para entender que la lucha por la democracia, la justicia y la vida tiene que seguir siendo nuestro ideal, si queremos lograr esta nueva civilización plagada del bien, tal y como ellos la soñaron. Para ello baste recordar lo que Ellacuría sentenció: cuando los pocos comprendan que sus privilegios se sustentan por la violación o la omisión de esos mismos derechos en el resto, “se comprenderá la obligación de los pocos a resarcir el mal hecho a los muchos y la justicia fundamental al exigir lo que realmente les es debido”.

G

 

Comentario


Volver a Jesús de Nazaret

 

5 de julio de 2004
Querido Ellacu:

A los quince años de tu martirio te escribo sobre algo que me parece importante y necesario: “volver a Jesús de Nazaret”. La necesidad para la Iglesia es muy clara; y para nosotros, cristianos, además de necesidad, es bendición, por supuesto. Pero pienso que también puede ser muy útil que Jesús se haga presente en nuestro mundo, anónimamente o de la forma que sea, pues el mundo necesita urgentemente savia nueva para vivir. Más adelante trataré de explicarme.


Recordarás que desde jóvenes aprendimos que, cuando los santos querían renovar la Iglesia y curarla de sus males, siempre volvían a Jesús y a su seguimiento. San Francisco de Asís no quería ser más que repetitor Christi y san Ignacio de Loyola pedía insistentemente “conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga”. “Volvieron” a Jesús y cada uno de ellos desencadenó una “revolución” que ha llegado hasta nuestros días.


Pues bien, resulta que no sólo los santos y cristianos, sino que muchos otros han encontrado profunda inspiración en Jesús para sus vidas y tareas, a veces revolucionarias. Gandhi quedó fascinado por las bienaventuranzas de Jesús (y, por cierto, decía también que los únicos que no han entendido el evangelio son los cristianos —precisiones aparte, quizás no le falte algo de razón a un asiático, hondamente religioso, cuando miraba a Occidente).


Roger Garaudy, cuando en Europa comenzó el diálogo entre cristianos y marxistas, allá por los años después del concilio, se dirigió a los cristianos con estas palabras: “ustedes, gentes de Iglesia, ¡devuélvannos a Jesús!”. Milan Machoveck, marxista checoslovaco, escribió un libro titulado Jesús para ateos en el que dice que Jesús ha constituido siempre una protesta contra el poder establecido, y añade que su historia pertenece a todos, también a los rebeldes, a los herejes y a los ateos, a los marxistas y comunistas de los últimos años.


Simone Weil, judía, que nunca entró en la iglesia católica, cuenta que en 1938 pasó la semana santa en Solesmes, y poco después tuvo una iluminación que cambió su vida: “Cristo mismo descendió y me tomó”. Estas palabras no hay que entenderlas como piadosismo, pues es bien sabido que Simone Weil se entregó en alma y cuerpo a la causa de los obreros y murió por rechazar conscientemente comer mejor que ellos. Cuenta también que en un pueblo pesquero de Portugal de repente tuvo la certeza de que el cristianismo es por antonomasia la religión de los esclavos. A mi entender esto no tiene nada que ver con Nieztsche, y pienso que está en la línea del amor de Jesús a los pobres y oprimidos, a los obreros que ella conoció tan de cerca. Era la opción por los pobres.


En teología, obviamente, muchos autores me hablaron de Jesucristo, pero ahora recuerdo a dos que no sólo explicaban su humanidad y divinidad, sino que “volvían a Jesús”, al meollo de su realidad. De Dietrich Bonhoeffer recuerdo su proclama: “‘sígueme’ es la primera y última palabra de Jesús a Pedro”, cosa que él mismo llevó a la práctica en la lucha contra el nazismo hasta ser asesinado y morir mártir. Johann Baptist Metz insiste apasionadamente en la “compasión” y en la “autoridad de los que sufren”, y aboga por una cristología de los sinópticos, es decir, de Jesús de Nazaret.


Desde Asia, Raimon Panikkar insiste en el Cristo cósmico, pero en un debate le oí decir que “a la hora de la verdad, para el cristiano el problema no es Jesús versus un Cristo cósmico, sino el cargar con la cruz como lo hizo Jesús”. Y Aloysius Pieris dice desde Sri Lanka que en Asia nadie tiene problemas con Jesús de Nazaret, y añade que “el Cristo total” es Jesús con todos los pobres de este mundo. Ellacu, esta letanía podría seguir, pero terminemos con las palabras de Ignacio González Faus: Jesús de Nazaret, memoria subversiva, memoria subyugante.


Jesús de Nazaret, pues, se mantiene vivo. Pero quiero añadir que, dogmas aparte, eso no tendría que ser tan evidente en un mundo en que todo cambia a una velocidad vertiginosa y en que unos paradigmas entierran a otros casi sin dejar huella. Y eso ocurre, también en las iglesias: un Jesús en la línea de Marcos puede quedar enterrado y en su lugar puede reaparecer un Cristo melifluo y aguado. El problema no es sólo de teología, sino de vida, de vida eclesial y también histórica. Para comprobarlo baste comparar al Jesús liberador de las comunidades de base, alabado por Puebla, n. 173, con el Jesús que aparece hoy en la llamada música cristiana en la que no resuena mucho ni la injusticia ni la justicia de este mundo, ni la opresión ni la liberación de los pueblos. De Cristo mucho se habla y se canta, pero del Jesús de Nazaret que pasó haciendo el bien, defendió a los pobres del pueblo, se enfrentó con Caifás y Pilatos, murió en una cruz, víctimas de los pecados de los poderosos, y al que Dios hizo justicia devolviéndolo a la vida, poco se habla. Pues bien, de ese Jesús tenemos necesidad urgentemente en nuestro mundo.


Ante todo necesitamos un quicio para que la realidad gire bien. Quicios hay muchos, pero con frecuencia hacen que sea el mal lo que da vueltas por el mundo. Poder y placer, individualismo y soberbia, en la personas; imperialismo, prepotencia, aplastar y arrasar, en instituciones son quicios malos. Y también hay quicios buenos: la bondad, la compasión en todas sus formas, la verdad para saber más y para ponerlo al servicio de los débiles, la firmeza para no decaer ante dificultades, el amor en fin, y el mayor amor de entregar la vida por los hermanos.


Pues bien, el seguimiento de Jesús —debidamente historizado, aun sin nombrar a Jesús en sociedades secularizadas— es un quicio sobre el que pueden girar bien personas, iglesias y sociedades en nuestro mundo. Veámoslo brevemente.


Nos guste o no, tenemos que elegir entre vivir en la realidad o vivir en la irrealidad. Según Jesús hay que estar en la realidad más real, lo que, en palabra teológica, es la sarx, la carne pobre y débil que devino la Palabra de Dios; y en palabra histórica son las mayorías pobres de este mundo. Y no sólo hay que estar en la realidad, sino que hay que abajarse a ella.


A esto se opone vivir en las islas de abundancia del primer mundo, excepción y anécdota en el planeta, es decir, el docetismo, el vivir en la apariencia, en la irrealidad, la herejía más antigua del cristianismo. Significa igualmente vivir en la arrogancia que denunciaba Pablo, que es lo que ocurre cuando el primer mundo proclama, en palabras o, peor, dándolo por supuesto: “lo real somos nosotros”. Así no puede existir familia humana, sino sólo una especie, en la que los humanos se relacionan entre sí darwinistamente.


Seguir a Jesús es otra cosa. Comienza con “ser reales” en este mundo y con “abajarse” al mundo real, el de los hambrientos y el de las víctimas. De ese mundo real el primer mundo no tiene mucha noticia, y de él sólo considera a países con grandes recursos naturales y potencial turístico. Seguir a Jesús comienza con el reconocimiento de la existencia y el aprecio a las gentes de ese mundo, hermanos y hermanas nuestras, que no son especies desafortunadas, ni “gentes en vías de ser humanos”, siguiendo el lenguaje eufemista —y macabro— de “países en vías de desarrollo”.


Tenemos que elegir entre la compasión y la indiferencia, la justicia y la opresión. Según Jesús la tarea fundamental de todo ser humano es la de humanizar la realidad, desde la verdad y desde la misericordia primordial ante el sufrimiento de las víctimas. Y eso se hace también desde la obediencia —palabra chocante, no muy del agrado de Occidente— a “la autoridad de los que sufren”. Humanizar es sanar, dar de comer, expulsar demonios, acoger y consolar a débiles, denunciar y decir verdad, generar comunidad y celebrar alrededor de una mesa, anunciar nuevos cielos y nueva tierra. Confluye con el “otro mundo es posible”, pero bien explicado. Se trata también, obviamente, de cambiar, bastante radicalmente, estructuras, económicas, políticas, armamentistas, culturales. Y también es humanizar estar abiertos, al menos, a que el misterio de Dios nos muestre su rostro.


Tenemos que elegir entre cargar con la cruz de las víctimas o distanciarnos de ellas. Según Jesús distanciarse de la realidad es el principio de negación de lo humano y lo divino. Ante los cambios tenemos que caminar con entereza; ante las cruces, con firmeza y con disponibilidad a cargar con ellas, y eso en un mundo en que mucho más abunda Pilatos, que condena a muerte, que los cireneos que ayudan a llevar —o evitar— la cruz. Jesús exige estar dispuestos a cargar con esa cruz de los pobres y oprimidos, producto de la injusticia y que también sobreviene a quien lucha contra ella.


El mundo despreciará por absurda y masoquista esta propuesta, aunque acepta sin pestañear y glorifica incluso otras cruces: “la cruz y el sufrimiento necesarios” para apoderarse del petróleo, del coltán, del agua, de los espacios estratégicos —y a poder ser, que los muertos los pongan los pobres, latinos y negros, y el armamento sofisticado enriquezca millonariamente a las empresas del Norte.


Preguntémonos con sinceridad ¿hay mucha gente en el mundo real, occidental y democrático, que quiera cargar con la cruz de africanos, asiáticos y latinoamericanos? ¿Están listos a acabar en una cruz, como Jesús, para que la compasión, la verdad y la justicia imperen sobre este mundo?
Escribe Leonardo Boff:


“Cuando juzguen nuestro tiempo, las generaciones futuras nos tacharán de bárbaros, inhumanos y despiadados por nuestra enorme insensibilidad frente a los padecimientos de nuestros propios hermanos y hermanas”.


En este contexto de realidad hay que preguntarse por el sentido de pedir que “vuelva Jesús”. No debe ser proselitismo religioso en sociedades seculares, ni debe ser sutil imposición cristiana a otras religiones. Lo que sí puede ser es la expresión de un clamor de que algo tiene que “venir” o “volver” a este mundo nuestro para que sea simplemente humano.


Sería una gran pérdida y una necedad impedir que regrese Jesús de Nazaret por ser algo religioso, eclesial o simplemente privado —como a veces ocurre, por ejemplo en programas de cooperación gubernamental, de ONG… Y habrá que preguntarse si las democracias, que cumplen bien los requisitos de ser públicas y seculares, se están desviviendo, se están dejando la piel y la vida en el camino, para poner al mundo en una dirección más misericordiosa. Y si están construyendo una razón más compasiva. El mundo necesita urgentemente de estas cosas.


No hay que temer, pues, que regrese Jesús de Nazaret —su mística, su pathos, su lucidez— a un mundo secular. Ni tampoco hay que temer hacerlo presente en el mundo de las religiones —aunque tendrá que pasar mucho tiempo hasta que nos perdonen de todo el imperialismo religioso de los cristianos de Occidente. Pero dicho esto, personalmente no creo que el diálogo religioso sea posible sin un centro de gravedad que aglutine y en el que converjan las religiones. Evidentemente esto exige dialogar ya sobre ese centro de gravedad, con lo cual parece que no hemos avanzado mucho. Pero en nuestro mundo la compasión, traducida también en justicia, acompañada por la bondad y empapada de contemplación, bien puede fungir como centro de gravedad. Esto es central en Jesús. Además, como dice González Faus, no sólo se necesita el diá-logo, sino la dia-praxis, y ésta sólo puede ser la de la misericordia, guiada por una mística de ojos abiertos. A esta dia-praxis es a lo que invita Jesús con la llamada al seguimiento.


Ellacu, esto parece más una pequeña clase que una carta. Termino con tres pequeños apuntes.


El primero es que cada vez echo más en falta a los maestros de la sospecha que tanto nos hicieron sufrir, pero tanto nos iluminaron: Freud, Marx, Sartre… Parecía que nos quitaban la fe como la piel se arranca a pedazos. Pero fue bueno. Salimos ganando. Dios nos mostró un rostro más verdadero y acogedor, más justo y más esperanzador. Pues bien, hoy no veo que haya mucha gente con audacia para sospechar, no ya de los grandes ídolos —lo cual se suele hacer—, sino para sospechar mas sutilmente de la democracia, de la prosperidad, como si fuesen intocables… No veo muchos maestros que hablen de estas cosas, como si la democracia y la prosperidad estuviesen mas allá de la sospecha. Todo lo que sea —sin saber a ciencia cierta de que están hablando— democracia y prosperidad es bueno. Parece que no abren los ojos. Pues bien, creo que Jesús de Nazaret bien puede fungir como uno de esos maestros que nos hacen sospechar de la prosperidad, de la oferta de felicidad, de la utopía del éxito, tal como se nos proponen.


El segundo es que los grandes, cristianos, y a su modo los no cristianos, siempre han unido dos amores: Jesús y los pobres. Siguieron a Jesús y amaron al pobre. Varias veces he hecho la prueba y he preguntado a gente pobre quién fue Monseñor Romero. La respuesta ha sido unánime: “Monseñor dijo la verdad, nos defendió a nosotros de pobres y por eso lo mataron”. Eso es lo que Monseñor Romero llevaba hipostáticamente unido al amor de Jesús de Nazaret.


Por último, quiero recordar algo que te oí en 1972 sobre Jesús de Nazaret, ése que queremos que regrese. Dos jóvenes jesuitas hicieron su profesión religiosa y tú les animaste al seguimiento de Jesús, lo cual no me sorprendió. Pero añadiste algo que sí me sorprendió, y es que debían vivir ya como resucitados en la historia. Creo que con ello querías decir que en el seguimiento de Jesús se debe notar lo que ya hay de plenitud y de victoria en la resurrección de Jesús. Yo lo he resumido en tres cosas.


La libertad, no la que mira a favor de uno, sino a favor de otros: libre es aquel o aquella para quien nada es obstáculo para hacer el bien. Libertad es vencer las ataduras de la historia, el miedo, el egoísmo.


El gozo, no la mera diversión y entretenimiento, sino el saborear la bondad de ser humanos unos con otros y unos para otros. Ese gozo va acompañado de sufrimiento, pero supera la tristeza.


La esperanza, que no es mera expectativa, ni temperamento optimista ni conclusión de cálculos que llevarían a lo que deseamos. Es la convicción de que en el fondo de la realidad hay más bien que mal, que el amor es más fuerte que la muerte, como escribió Ana Manganaro, religiosa y médica estadounidense que durante años atendió hasta la extenuación a enfermos y heridos en Chalatenango durante el conflicto.


Esto es lo que quería decirte, Ellacu, en este aniversario un poco más solemne: que demos entrada en nuestras vidas, en las iglesias y en la historia —junto con otros y otras, de otras procedencias y de otras religiones— a Jesús de Nazaret.

Jon

G

 

 


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