PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación(CIDAI)

 

E-mail: cidai@cidai.uca.edu.sv

Universidad Centroamericana (UCA)
Apdo. Postal 01-168 Boulevard Los Próceres
San Salvador, El Salvador, Centro América
Tel: +(503) 210-6600 ext. 407
Fax: +(503) 210-6655

 

El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

 

Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

 

Los interesados en suscribirse a este boletín pueden dirigirse a la Oficina de Distribución de Publicaciones de la UCA. Cualquier donativo será muy bien recibido por el CIDAI. Esta publicación se puede consultar parcialmente en la página electrónica de la UCA: http://www.uca.edu.sv

Suscripción


Año 25
número 1137
Marzo 17, 2005
ISSN 0259-9864

 

 

Índice


 

Editorial: El padre Ellacuría sobre Monseñor Romero

Política: Monseñor Romero y la política nacional

Economía: El modelo económico a la luz del pensamiento de Monseñor Romero

Sociedad: Monseñor Romero ante la sociedad actual

Regional: Monseñor Romero y las alternativas para un mundo en guerra

Derechos Humanos: La postura de Monseñor Romero en la realidad actual

 

 

Editorial


El padre Ellacuría sobre Monseñor Romero

 

Los mártires son quienes mejor comprenden a los mártires. Por eso quisiera recordar ahora a Monseñor Romero de la mano del padre Ellacuría. Y quisiera hacerlo a modo de meditación, para que eso nos ayude a ponernos ante el misterio de Dios, y ante el misterio de estos dos grandes hombres que nos sobrepasan, pero que, lejos de sobrecogernos, nos acercan a ellos y nos acogen. Recordaré cuatro frases de Ellacuría sobre Monseñor.

“Monseñor Romero fue un seguidor ejemplar de Jesús de Nazaret”
Ellacuría no era dado a la adulación, más bien era todo lo contrario. Para él, Monseñor Romero fue profeta, pastor y mártir. Fue insigne cristiano e insigne salvadoreño. Pero, volviendo a sus más profundas raíces cristianas, puso a Monseñor Romero en relación con Jesús de Nazaret. De éste dijo Ellacuría: “es que Jesús tuvo la justicia para ir hasta el fondo y al mismo tiempo tuvo los ojos y entrañas de misericordia para comprender a los seres humanos... Fue un gran hombre”. Y eso es, cabalmente, lo que también vio en Monseñor Romero. Este fue un gran creyente en Cristo, ciertamente, pero fue sobre todo insigne “seguidor”, alguien que volvía a hacer real en la historia, dos mil años después, a Jesús de Nazaret.


Esto le llenó de gozo a Ellacuría. Monseñor no sólo fue amigo, no sólo le pidió colaboración en momentos importantes, escribir cartas pastorales, ayudarle en conferencias de prensa después de sus últimas homilías, sino que fue un don mayor: la presencia de ese Jesús que Ellacuría había estudiado diligentemente en los evangelios, y había conocido y meditado desde su juventud en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.


Qué de Monseñor Romero le recordó a Jesús, pienso yo que puede resumirse en lo siguiente. Le impactó su inmensa compasión ante el sufrimiento del pueblo, ante el dolor de todos y cada uno de los pobres. Le impactó su inmensa libertad para decir la verdad con la que defendía a unos y exigía conversión radical a otros. Le impactó su firmeza en medio de persecuciones, desprecios y malos entendidos, incluso de parte de sus hermanos obispos. Y le impactó su fe —como la de Jesús— ante el misterio de un Dios-Padre: Padre, porque en él descansaba Monseñor; y Dios, porque nunca le dejaba descansar. Lo he dicho en varias ocasiones: el padre Ellacuría fue llevado en su fe por la fe de Monseñor Romero.


Y habló de Monseñor también como un seguidor “ejemplar”. Es decir, alguien a quien hay que seguir. Por ser como era, misericordioso, justo, veraz, utópico, Monseñor invitaba a su seguimiento. No lo ponía en estas palabras, por modestia obvia, pero eso es, pienso yo, lo que Ellacuría tenía en mente cuando dijo que era un seguidor “ejemplar” de Jesús. Hoy, veinticinco años después de su muerte, hay gran necesidad de ese Monseñor, ejemplo de salvadoreño y de cristiano. Seguirle es lo más importante que podemos hacer.


Suelo recordar que, cuando apresaron a Juan Bautista, comenzó Jesús a predicar. Y en El Salvador me gusta añadir que, cuando mataron a Rutilio Grande, surgió la voz de Monseñor Romero, y que cuando mataron a Monseñor Romero el padre Ellacuría recogió esa voz. “Desde que mataron a Monseñor nadie ha hablado como el Padre Ellacuría”, le oí decir a una trabajadora de la UCA. Es vital mantener con vida esa cadena de ejemplos. A ese seguimiento debemos apuntarnos también nosotros.

“Difícil hablar de Monseñor Romero, sin verse forzado a hablar del pueblo”
Desde el exilio, a comienzos de la década de los ochenta, escribió Ellacuría un texto sobre “El verdadero pueblo de Dios según Monseñor Romero”. Para Ellacuría era muy claro que Dios y el pueblo eran los dos pilares sobre los que Monseñor fundamentaba su esperanza y lo dijo con toda claridad. Vio en Monseñor a alguien que ciertamente amó a su pueblo, pero también a alguien que reflexionó mucho sobre el pueblo, sobre su realidad histórica y su significado para la fe cristiana. Y recuérdese que ambos, Monseñor y Ellacuría, uno desde la pastoral y otro desde la teología, llamaron al pueblo “siervo sufriente de Yavé”, “pueblo crucificado”. Era a finales de los años 70, y —en cuanto yo sé— nadie había hablado así antes.


Ambos creían también que ese “pueblo” podía llegar a ser “pueblo de Dios”, y que para ello el pueblo debía tener unas características especiales. Recordando lo que Monseñor Romero había dicho y hecho por su pueblo, lo que él le había dado al pueblo y lo que el pueblo le había dado a Monseñor, Ellacuría describió así cuatro características del verdadero pueblo de Dios: “la opción preferencial por los pobres”, “la encarnación histórica en las luchas del pueblo por la justicia y la liberación”, “la introducción de la levadura cristiana en la lucha por la justicia” y “la persecución por causa del Reino de Dios en esa lucha”.


Hoy, cuando casi no sabemos qué hacer con el pueblo y con la lucha por la justicia, hay mucho que meditar en estas palabras. Que Ellacuría —el político, el teólogo de la liberación— hablase así no tiene por qué sorprender. Pero que radicalizase ese lenguaje precisamente recordando a un arzobispo, da mucho que pensar —y da devoción. Y precisamente porque Monseñor animaba a la lucha histórica por la justicia, cobraba credibilidad lo que pudiera ser lo más específicamente suyo: insertar en esas luchas la levadura cristiana. Lucha histórica y cristianismo no son fáciles de compaginar. Ese milagro lo vio realizado Ellacuría en el ministerio de Monseñor Romero. Y el martirio de tantos luchadores del pueblo y de cristianos creyentes mostró que se podían compaginar las dos cosas.

“Con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”
En la UCA todavía no había capilla. En un aula magna, tres días después del asesinato, el padre Ellacuría, como rector de la universidad, celebró una eucaristía en recuerdo y agradecimiento a Monseñor Romero. La muerte de Monseñor le remitía, como toda muerte —y más siendo la de Monseñor, por lo horrible del crimen y por lo grandioso de la entrega—, a la ultimidad de la vida, de la historia y de la realidad. Creo que pocas veces Ellacuría se preguntó por lo último con tal radicalidad.


Pues bien, en ese contexto, lejos de toda palabrería y de todo piadosismo, habló de Dios, de su misterio inefable y de su cercanía a nosotros. Y entonces dijo lo que muchas veces he citado: “Con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”. Hace falta inteligencia para decir cosas como ésta, pero no basta. Hace falta también mirada mística, saber penetrar a través de lo aparente y superficial hasta llegar al fondo de las cosas. Dudo yo que ni siquiera en el acta de canonización —el día que ésta llegue— se dirán las cosas con tal precisión, con tal hondura, con palabras tan indefensas y tan verdaderas.

“Monseñor Romero ya se nos había adelantado”
Para Ellacuría líder era quien iba por delante, moviendo con el ejemplo. Eso fue Monseñor Romero para él, y vio que también lo fue para el pueblo. Termino con estas palabras que pronunció en 1985 cuando la UCA se honró en concederle un doctorado honoris causa, póstumo, a Monseñor Romero. Son palabras de agradecimiento y de reconocimiento.


“Ciertamente Monseñor Romero pidió nuestra colaboración en múltiples ocasiones, y esto representa para nosotros un gran honor, por quien nos la pidió y por la causa por la que nos la pidió... Pero en todas estas colaboraciones no hay duda de quién era el maestro y de quién era el auxiliar, de quién era el pastor que marca las directrices y de quién era el coadjutor, de quién era el profeta que desentrañaba el misterio y de quién era el seguidor, de quién era el animador y de quién era el animado, de quién era la voz y de quién era el eco”.


A Ignacio Ellacuría nunca le oí hablar de nadie como habló de Monseñor Romero. Y dado como era él, que no se deshacía en panegíricos ni algarabías vacías, sus palabras nos ofrecen una gran verdad. Y nos confían el secreto de lo que Monseñor Romero fue realmente para él: hermano mayor con quien caminar en la historia dando vida al pueblo, y con quien dirigirnos hacia el inefable misterio de Dios.

Jon Sobrino

G

 

Política


Monseñor Romero y la política nacional

 

En estos días que se preparan los feligreses de El Salvador y otras partes del mundo para celebrar el vigésimo quinto aniversario del asesinato de Monseñor Romero, no viene mal tomarse unos minutos de reflexión acerca de la figura del egregio pastor. A éste, la derecha lo tildó de obispo rebelde, cuya supuesta connivencia con los comunistas lo hacía merecer las peores calumnias. Sin duda, Roberto D´Aubuisson se valió de este ambiente de calumnia generalizada para organizar su asesinato. Porque, en definitiva, además de sus conexiones con el poder, el mayor supuso que la oligarquía estaba dispuesta a tolerar —tal como en realidad lo hizo—, la muerte de un hombre que estorbaba demasiado con su postura crítica sobre la situación del país.


La relación de Romero con los políticos nacionales tuvo su buena dosis de tensión y de incomprensión de estos últimos. En primer lugar, fue la izquierda la que no supo interpretar el papel que quería desempeñar el arzobispo. A decir verdad, en sus primeros días a la cabeza de la arquidiócesis de San Salvador, tampoco Monseñor Romero había ponderado la amplitud de la tarea que tenía que desempeñar. Por eso se le acusaba, por parte de algunos círculos de izquierda, de ser un obispo conservador y recalcitrante respecto de la defensa de los derechos de los más vulnerables por la oligarquía salvadoreña.


Pero, incluso cuando Monseñor asumió plenamente su tarea como un pastor que tenía que predicar y actuar en la línea de Vaticano II, siempre estuvo preocupado por el equilibrio entre la postura que se puede tomar desde la iglesia y no confundir ésta con el activismo político revolucionario del momento. Por eso, se encuentran constantemente en el Diario de Monseñor, por ejemplo, indicaciones para no caer en el juego político de las facciones en pugna. “Urge aclaraciones apropiadas a nuestro ambiente —anotaba Romero en su Diario, el 13 de abril de 1978—, donde hay tanta sensibilidad política y tanto peligro de confundir la verdadera fe con las actuaciones políticas. La necesidad, pues, de una aclaración a estos puntos, me ha obligado a preparar con un equipo bastante inteligente y unido y entusiasta, unas normas que sirvan de orientación a nuestra gente”.


Monseñor estaba dispuesto a dar amparo a los perseguidos, aunque siempre se cuidó de que lo suyo no se confundiera con proselitismo a favor de un determinado grupo. En buena medida, el arzobispo estaba consciente de la realidad del momento en que, en nombre del evangelio, muchos cristianos se enrolaban en las organizaciones populares o las filas de la guerrilla. Por eso decía que frente a la gran sensibilidad política en el país era conveniente hacer las aclaraciones pertinentes.


Así, en la línea de lo anterior, se puede decir que si bien que hubo cierta mala interpretación de la labor de Romero por parte de la izquierda, no fue sin embargo esta sensibilidad política la que más se enemistó con él. En otras palabras, los casos concretos en que los izquierdistas más radicales podían reclamar a Romero no representan el mayor porcentaje de los conflictos que tuvo el arzobispo con los políticos. Sus denuncias iban dirigidas en buena medida a quienes detentaban el poder y que por su conducta habían propiciado la situación de violencia en que se debatía el país en este período. Dicho en otras palabras, izquierda y derecha comparten responsabilidades en la situación del país, tal como lo pensaba Romero, pero es mayor la responsabilidad de los sectores más conservadores de la derecha.


Este hecho explica que la condena a muerte del arzobispo haya provenido de un líder político de la derecha. Ésta siempre culpó a Romero de aprovechar su posición de pastor para predicar la lucha de clases. A este respecto, en una homilía sobre la pobreza como fuerza de liberación del pueblo declaró lo siguiente: “hermanos, quienes dicen que el obispo, la Iglesia, los sacerdotes, hemos causado el malestar en el país, quieren echar polvo sobre la realidad… Los que han hecho el gran mal son los que han hecho posible tan horrorosa injusticia social en que vive nuestro pueblo…Los pobres han marcado por eso, el verdadero caminar de la Iglesia. Una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar desde los pobres las injusticias que con ellos se cometen, no es verdadera Iglesia de Jesucristo”.


Las notas de prensa de la época revelan la consternación que vivió el país a raíz del asesinato de Romero. No sólo se vivió un ambiente de insurrección popular durante el sepelio, sino que hubo cierta unanimidad en reconocer que con la liquidación del arzobispo el país había alcanzado el colmo de la barbarie. El Diario de Hoy —desde cuyas páginas se le atacó inmisericordemente—, luego de varios días de silencio editorial sobre el tema, el viernes 28 de marzo de 1980, subrayó que “en el servicio de Dios y de la Patria encontró la muerte, precisamente en la forma que trataba de evitar a los demás. En el extremo de la violencia, en el crimen que se prepara en la sombra, que preparan las sombras de la intransigencia”.


No cabe duda de que quienes planificaron y ejecutaron el asesinato del arzobispo de San Salvador no pensaban que se trataba de un crimen irreparable. En cierta medida, al parecer, se esperaba mucho de la muerte de Romero. Con la distancia que nos separa de aquellos acontecimientos, se pueden señalar claramente por lo menos tres beneficios inmediatos que sacaron los autores de la barbarie. En primer lugar, se logró una radicalización del conflicto y, así, recrudeció la locura de la violencia. En consecuencia, se unió la derecha, antes dividida entre unos moderados, representados en los militares que hicieron el golpe de estado de 1979, y los más duros, que pensaban que la solución del conflicto pasaba por el exterminio de todos los insurgentes para evitar el triunfo de la revolución o, en el mejor de los casos, tener que compartir su propiedad como estaba ocurriendo con la tímida reforma agraria iniciada por la Junta de Gobierno de aquella época. Finalmente, el asesinato de Romero privó a la Iglesia salvadoreña de su voz más importante, aquella que predicaba de un modo especial por el fin de la violencia.


Respecto del objetivo de acrecentar la presión violenta sobre la ciudadanía, en efecto, se observa que después de la muerte del arzobispo hubo una radicalización del enfrentamiento entre la izquierda y la derecha. Así, se hizo evidente la idea de la guerra total entre uno y otro bando. Nada más cabe recordar los trágicos acontecimientos que se registraron durante el entierro del prelado para hacerse una idea de lo enrarecido que se tornó el ambiente. Frente a la reacción de los sectores populares, los militares decidieron jugarse el todo por el todo para evitar la insurrección que se avecinaba.


Por lo mismo, se unificó la postura de los sectores más radicales de la derecha. Es plausible afirmar que, en cierta medida, una de las causas del fracaso de la Junta de Gobierno que regentaba el país por aquellos años se debe a las consecuencias políticas de ese asesinato. En un ambiente de locura total, los sectores conservadores llegaron a la conclusión que su “salvación” pasaba por relevar a los “oficiales progresistas” del poder. Así, se abortó el programa de reformas que se había iniciado y se tomó la decisión de “acorralar” a los comunistas.


Con el asesinato de Monseñor Romero, se acalló la voz más importante de la Iglesia que, desde la Jerarquía clamaba por los derechos de los salvadoreños. Si bien que el sucesor de Romero no abandonó la lucha por la justicia, sin embargo, no contó con la influencia moral y espiritual del arzobispo mártir. Además, ya había cambiado radicalmente el ambiente político del país. Ninguno de los actores estaba dispuesto a escuchar el argumento moral de los hombres de Dios.


Finalmente, desde una óptica política estrictamente cortoplacista, fracasó Romero ante la barbarie y la sinrazón. Su defensa de los derechos de los más vulnerables le costó la muerte. En buena medida, D´Aubuisson logró su propósito. Se hizo más sangrienta la guerra y El Salvador se convirtió en la tumba de los comunistas, reales o supuestos. Aunque —revancha singular del bien y de la decencia—, mientras hoy el mundo entero reflexiona sobre el misterio de la vida ante la tumba del arzobispo, la figura del ex mayor tan sólo es reivindicada por unos fanáticos que siguen al hombre que personificó en grado sumo la maldad en El Salvador.

G

 

Economía


El modelo económico a la luz del pensamiento de Monseñor Romero

 

En el mes en el que se conmemora la muerte de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, ocurrida hace 25 años, vale la pena destacar aquellas características que lo marcaron no sólo como un hombre que tuvo una búsqueda incesante de la justicia y la verdad, ya sea en el ámbito social y político, sino también como un fuerte crítico del capitalismo imperante en el modelo económico que, hasta hoy, se mantiene vigente. Para él, la economía debió de estar al servicio de los demás, de los necesitados, de los marginados, y no al servicio del lucro y de la ostentación.


En muchas de sus homilías criticó y recalcó el papel de los cristianos, cuyo fin último es ayudar a su prójimo, al mismo tiempo que invitaba a todos los empresarios del país a dirigir varias de sus actividades para el bien de los que realmente lo necesitan.


Sin embargo, tales afirmaciones llevaron a que lo acusaran de “comunista”, término peligroso en una sociedad cada vez más polarizada e intolerante.

El papel de la iglesia ante las crisis del país
En la fiesta patronal del Divino Salvador del Mundo, el 6 de agosto de 1979, Monseñor Romero recalcó la misión de la iglesia ante la crisis que vivía el país: “nuestra visión no es la de un técnico en politología, sociología o economía, no es ese el papel de la iglesia, es una visión pastoral”.


Monseñor denunció los síntomas de la injusticia social: el trabajo infantil, la falta de oportunidades de desarrollo para los jóvenes, campesinos carentes de lo más necesario, obreros a los que se les niega sus derechos, personas que no gozan de todas las prestaciones laborales que exige la ley, jubilados cuyas pensiones no representan el trabajo que realizaron durante su etapa productiva, entre otros. Todo esto es característico de un modelo económico basado en el capitalismo llevado al extremo, que ve a la persona como un factor más de la producción.


Monseñor Romero afirmó que existen factores económicos e ideológicos que propician la injusticia en el país: la corrupción y la pérdida del orden gubernamental, la tergiversación de los valores sociales y familiares, el materialismo individualista, la sociedad extremamente consumista, el deterioro de la honradez pública y privada, y el mal uso de los medios de comunicación social, para tapar las injusticias y plantear como buenas aquellas cosas que forman parte de la pérdida de los valores: “a eso se deben las lacras de nuestro pueblo: un tremendo deterioro moral”, predicó.


El Arzobispo mártir destacó el papel de la Iglesia como desenmascaradora de “idolatrías”, las cuales llamó por su nombre: la riqueza y la propiedad privada, la seguridad nacional y la organización. Estos elementos, por sí solos, no se constituyen en idolatrías; más bien, es su absolutización la que conduce a este problema.


Para algunos, estas absolutizaciones están basadas en la riqueza y la propiedad privada, sin embargo, la iglesia responde que la riqueza no es una absolutización y que la propiedad privada no tiene un sentido definitivo. El bien de todos es lo que interesa, no la riqueza de unos cuantos, ni la propiedad privada de unos pocos.


Por otro lado, está la seguridad nacional, a la que los documentos de Puebla llaman una ideología puesta al servicio del “capitalismo imperante”, desde la cual se inspira la estructura represiva de muchos países. Y es a nombre de esta seguridad, para Monseñor Romero, que se implanta la inseguridad del pueblo, pues se violentan los derechos de los ciudadanos y se inmolan centenares de vidas.


La tercera idolatría es la absolutización de la organización popular. Esta se expresa en el fanatismo, el sectarismo y en cierto elitismo, al pensar que la organización tiene la razón absoluta.

El papel de los cristianos ante la problemática nacional
Después de conocer el pensamiento de Monseñor Romero acerca de la crisis que atravesaba el país, propia de su contexto, vale la pena reflexionar sobre cuál es el papel que nos corresponde como cristianos y salvadoreños, independientemente del papel que desempeñamos dentro de la sociedad, profesionales, maestros, estudiantes, etc. Según las palabras de Monseñor Romero, lo importante es vivir la fe en todos los aspectos de nuestra vida y trabajar no para ganar un lugar importante dentro de la sociedad sino para poder ayudar a aquellos que más lo necesitan.


Esto también tiene implicaciones para los profesionales, pues es importante también dedicar los conocimientos adquiridos al servicio de los más necesitados que todos los académicos e intelectuales, los economistas especialmente, puedan bajar de ese mundo atestado de ecuaciones para entender a cabalidad los grandes problemas socioeconómicos que está atravesando el país. Sólo haciendo un esfuerzo por entender la verdadera naturaleza de estos problemas se podrá hacer un mejor trabajo en beneficio de las personas más pobres. Esto fue lo que hizo Rutilio Grande (fuente de inspiración del pensamiento de Monseñor Romero), cuando después de haber estudiado en tan diversas universidades y haber aumentado su conocimiento volvió a El Paisnal a ponerse al servicio de los suyos.


Las palabras de Monseñor Romero tienen eco en la actualidad. Siendo un crítico de su época pudo mencionar ideas que hasta la fecha deben ser aprovechadas por toda la sociedad salvadoreña, especialmente, en la coyuntura actual, donde los problemas estructurales que permitieron la guerra civil aún continúan presentes: “nuestro llamado se dirige también a quienes por defender injustamente sus intereses y privilegios económicos, sociales y políticos han sido culpables de tanto malestar y violencia. Permítannos recordarles que la justicia y la voz de los pobres debe ser escuchada por ellos como la misma causa del Señor que llama a la conversión y que ha de ser Juez de todos los hombres”.


En la actualidad, al igual que aquel entonces, después de varios años de haberse implementado un modelo económico que ha favorecido una élite empresarial, se alzan las voces de los más necesitados, demandando soluciones a sus problemas socioeconómicos. Ojalá que estas voces, tal como Monseñor Romero esperaba, puedan ser escuchadas y sus justas demandas puedan ser satisfechas. Solamente de esa manera, se estará logrando en este país una verdadera consolidación de la justicia y la paz.


A este respecto, es necesario recordar las palabras que Monseñor Romero dijo antes de ser asesinado: “hay que combatir el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo para que alcance para los demás. Hay que volver a encontrar la profunda verdad evangélica de que debemos servir a las mayorías pobres”.

G

 

Sociedad


Monseñor Romero ante la sociedad actual

 

Siempre hay mucho por decir sobre Monseñor Romero. Partiendo de diversas disciplinas y desde muchos países se ha escrito y meditado sobre su santidad, ministerio, homilías, visitas, su gente y la realidad a la que se enfrentó. También, no pocas veces, se han realizado intentos de entablar un diálogo entre el obispo asesinado —su doctrina, sus enseñanzas, sus opciones y su visión de mundo— y las diversas situaciones que presenta la realidad social actual.


¿Qué tiene que decir Monseñor Romero a la sociedad salvadoreña y mundial? ¿Cuál sería su mensaje fundamental? ¿Cuál sería su posición ante el devenir de las estructuras políticas, sociales y económicas de inicios del siglo XXI? En las siguientes líneas no se pretende dar una respuesta definitiva a estas y otras interrogantes. Ni qué decir tiene que responderlas de manera absoluta podría volverse un ejercicio bastante especulativo, estéril, casi forzado. Pero ello no obsta que el mensaje de Monseñor Romero sea actual, tenga vigencia, lo cual nos autoriza para entablar un hipotético diálogo, que como hipotético que es, está sujeto a la discusión y matización.


Pero hablar de un diálogo de Romero con la sociedad actual implica por lo menos tres momentos. El primero consiste en esbozar un perfil lo suficientemente humano de Monseñor como para poder ponerlo en diálogo con cualquier estructura de cualquier índole. Suficientemente humano porque será el punto de partida, lo más común a todos los hombres y mujeres, independientemente del credo político, religioso o económico: que somos seres humanos de carne y hueso. Y Monseñor Romero, antes que cualquier cosa, fue, precisamente, un ser humano concreto, un salvadoreño.


El segundo momento será una caracterización breve de la actual realidad social salvadoreña. Con ello se tendrá los perfiles de los dos interlocutores del diálogo. Restará, en tercer lugar, hacer un recorrido, también breve, por los 25 años que nos separan del Monseñor Romero histórico, el que fuera IV Arzobispo de San Salvador y que cayera abatido por un disparo mientras celebraba misa el 24 de marzo de 1980.

¿Quién fue Monseñor Romero?
De ninguna manera se quiere acá proponer una biografía “oficial”; menos aún rectificar las notas apuntadas sobre la vida y obra de Monseñor Romero. Éstas nos hablan de un hombre fuertemente religioso, con vocación de servicio y fidelidad probada a la Iglesia. Nos hablan de su niñez en el oriente de El Salvador y sus primeros pasos en el mundo clerical de la primera mitad del siglo XX, un mundo marcadamente conservador.


Luego, ya inmerso en ese mundo, nos ilustran su posición crítica frente a los cambios desencadenados rápidamente por el Concilio Vaticano II y el inicio de su vida episcopal, en Santiago de María, Usulután, desde donde partió para San Miguel y, finalmente, al arzobispado de San Salvador. La mayoría habla de su “conservadurismo”, mismo que no habría despertado sospecha entre quienes le nombraron sucesor de Luis Chávez y González en la Catedral Metropolitana y quienes se complacieron, desde las estructuras gubernamentales, de contar con la bendición del nuevo arzobispo.


Muchos coinciden en poner de relieve el viraje experimentado por Monseñor desde el asesinato del jesuita Rutilio Grande, ocurrido en 1977. Como sea, desde que es investido arzobispo, Monseñor Romero asume, por voluntad propia pero impelido por las circunstancias, el papel que lo postergará en la historia reciente salvadoreña: ser el vocero de los más desfavorecidos de la sociedad, en un contexto en que los canales de expresión para aquéllos eran sumamente limitados.


Monseñor Romero, sin duda, fue un salvadoreño excepcional en un momento histórico harto problemático. Pero lo fue porque supo asumir, no sin dificultad y con mucho esfuerzo —como muchos otros salvadoreños y centroamericanos—, el papel que le correspondía como guía y vocero de aquellos salvadoreños. Y lo cumplió hasta ganarse el repudio y el odio de quienes le asesinaron, al verse desenmascarados por su palabra artera, incómoda y martillante. Ese es, quizás, el criterio que vuelve excepcional a Romero, aunque fue un hombre que, como todos, dudó y cometió errores.


La pregunta que encabeza estas líneas es pertinente, 25 años después, porque el Romero de carne y hueso ha sido mistificado no pocas veces y, otras, identificado con algunas consignas al uso. No faltará quienes alegarán que de su santidad se sigue su mistificación. Quizás no haya santo que no remita al origen de entre quienes demostró su santidad. El problema es que la mistificación de un individuo o grupo, no pocas veces, hace perder la perspectiva de lo concreto, de lo inmediatamente humano, tergiversando los hechos y las situaciones. En este sentido, quienes proclaman santo a Monseñor Romero no debieran soslayar su dimensión humana y su respuesta humana —su valentía y decisión— a una situación humana concreta —el inicio de una guerra.


También es pertinente volver al Romero histórico ante el repudio de quienes le odiaron en vida y de los descendientes de éstos, quienes seguramente tendrán una visión tergiversada de la realidad de aquéllos años y del rol que Monseñor desempeñó desde su púlpito. Todavía se cuentan quienes le guardan rencor y consideran pérdida de tiempo el hecho de que se promueva su causa en el Vaticano o de que cientos de salvadoreños y extranjeros se reúnan, cada 24 de marzo, para conmemorar un aniversario más de su martirio. Esta postura, usualmente relacionada con los sectores de la derecha política salvadoreña, encuentra un aliciente en esta otra: la de quienes, desde la izquierda —a veces igualmente radical—, toman a Monseñor, junto al Ché Guevara o Farabundo Martí, como un icono de resistencia y rebeldía, dando por descontado el hecho de que Monseñor no se casó nunca ni con la izquierda ni con la derecha política. Otra cosa es que se reuniera con altos mandos militares, comandantes guerrilleros o consejeros en asuntos particulares. Quienes reclaman para sí a Monseñor Romero debieran ser más abiertos.

Dialogar con la sociedad actual
Es pertinente decir unas palabras sobre la sociedad salvadoreña de inicios del siglo XXI, aún con el riesgo de lo abreviado. Más aún, poner en diálogo a Monseñor con la realidad social actual nos lleva a plantearnos la posibilidad misma del diálogo. ¿Es posible dialogar en las actuales condiciones de polarización y fanatismo características de los últimos años en El Salvador? Si apelamos al proceder de la clase política nacional hay que negar de entrada esa posibilidad. Los dirigentes de las fuerzas políticas salvadoreñas más grandes, areneros y efemelenistas, han demostrado —y eso es al menos una ganancia— que, desde los Acuerdos de Paz de 1992, sentarse a dialogar no es tan fácil como rezan los manuales de convivencia democrática. En todo caso, cabe preguntarse —y con esto se entra al análisis de la realidad—sobre el contenido del diálogo.


Pues bien, deben señalarse algunos temas generales, a partir de los cuales pueden discutirse otros directamente relacionados. En primer lugar, debe establecerse un mecanismo de diálogo para coordinar —desde las estructuras de poder político y económico— los esfuerzos orientados a la reducción de la pobreza y la exclusión, situaciones que todavía son urgentes, pese a las reformas estructurales ensayadas desde que el partido ARENA se halla en el poder. Es claro que en este punto, dada la urgencia que demanda la precaria situación de muchos salvadoreños, debe establecerse un equilibrio entre la discusión y las acciones concretas, oportunas.


En segundo término, debe retomarse el tema de la democratización del país, luego de un detenido y desapasionado examen del proceso reinaugurado con los Acuerdos de Paz. Ello pasará necesariamente por un examen de la institucionalidad, los mecanismos de toma de decisión política y la inclusión de las reformas necesarias.


Lo anterior debe complementarse con la discusión en torno de una reforma económica que toque puntos evidentemente delicados para muchos, como la generación de empleos, la generación y distribución de la riqueza, el incremento de la productividad y una reforma de las reglas fiscales. Todo lo anterior exige una gran cuota de voluntad, responsabilidad, valentía y patriotismo que será recompensada por los salvadoreños a quienes se les herede lo que se construya hoy.

A cinco lustros, ¿se puede hablar de avances?
Como es bien sabido, el asesinato de Monseñor Romero, ocurrido hace exactamente 25 años, preludió una de las etapas más terribles de la historia contemporánea del país. Durante los escasos años que pudo dirigir la Arquidiócesis de San Salvador, Monseñor tuvo que enfrentar, por todos lados, una estela de asesinatos políticos, desapariciones, torturas y secuestros. Los acuerdos de paz pusieron fin a la violencia política y sentaron las bases para construir una nueva sociedad, pero es de todos sabido que el espíritu de los acuerdos ha sido sistemáticamente violentado desde el Estado mismo y desde la empresa privada, fundamentalmente. Sin negar los avances logrados con los acuerdos, sí que hay todavía una gran deuda pendiente por parte de quienes llevan las riendas del país.


¿Qué diría Monseñor al respecto? Obviamente, no se quedaría de brazos cruzados y utilizaría los canales adecuados —que hoy son más que hace 25 años— para transmitir su mensaje y, con él, el de los más desfavorecidos de la sociedad. Llamado a Lovaina, Bélgica, para recibir un doctorado honoris causa por la Universidad de esta ciudad, a 50 días antes de su asesinato, Monseñor Romero declaraba: “el mundo al que debe servir la Iglesia es para nosotros el mundo de los pobres”; y más adelante, “los pobres son los que nos dicen qué es el mundo y cuál es el servicio eclesial al mundo. Los pobres son los que nos dicen qué es la ‘polis’, la ciudad y qué significa para la Iglesia vivir realmente en el mundo”.


Su opción por los pobres y más desfavorecidos es clara, no hay duda. Su posición ante las estructuras políticas, sociales y económicas también es diáfana: si no responden al mundo de los pobres —que aún son una gran mayoría en El Salvador— deben ser cambiadas.

G

 

Regional


Monseñor Romero y las alternativas para un mundo en guerra

 

Monseñor Óscar Arnulfo Romero realizó su labor pastoral al frente de la Arquidiócesis de San Salvador en los albores del conflicto armado. Era una época en la que las guerras internas comenzaban a escalonarse en Centroamérica.


A ojos de los analistas de Washington, el triunfo de la revolución sandinista y la agudización de la guerra de guerrillas en El Salvador y Guatemala sólo podían interpretarse como una avanzada de Moscú en la zona de hegemonía estadounidense. Esta lectura sobredimensionaba exageradamente el enfrentamiento entre las dos superpotencias mundiales, en desmedro de los factores internos de cada país.


De esta manera, la política exterior hacia el Istmo se puso en función de detener lo que constituía, a su juicio, el avance soviético en la región. Washington se sentía vulnerado al tener otro gobierno de izquierda —el primero fue el cubano— en sus inmediaciones. Una verdadera paranoia reinó. Se temía que “el comunismo” escalaría el norte centroamericano y que, más temprano que tarde, estaría tocando las fronteras del río Bravo.
Así se explica la índole de la ayuda norteamericana a los gobiernos de la región. Una ayuda dirigida a financiar, entrenar y armar a los ejércitos del área, en aras de la guerra de contrainsurgencia. Los años 1979-1980, los dos últimos de vida de Monseñor Romero, fueron el inicio de una confrontación armada que luego probó ser inviable para todo mundo.


En esos años se registra el tránsito de la administración demócrata de Jimmy Carter a la republicana de RonaldReagan. La primera, enfatizando la presión política y diplomática, bajo la bandera de los “derechos humanos”, que distinguió a Carter; la segunda, acentuando el factor militar para forzar la derrota de los movimientos de izquierda.


La política de Carter hacia Centroamericana sufrió duros cuestionamientos de parte de la derecha estadounidense. El triunfo sandinista y la estampida de Somoza hacia el exilio era la muestra del fracaso de la “política de derechos humanos” y de la pérdida de hegemonía estadounidense en la región. Esto se unía al derrocamiento de uno de los más fieles aliados de Washington en Medio Oriente, el shah de Irán, Muhammad Reza Palavi, y el triunfo de la “revolución islámica” liderada por el ayatollah Ruhollah Khomeini, paradigma del “villano” para los EEUU, al igual que el coronel libio Moammar al Qaddafi.


Monseñor Romero vive, pues, el auge y declive de la política de derechos humanos de Washington —y su incongruencia, expresada en el creciente envío de ayuda militar al ejército salvadoreño— y el robustecimiento de las opciones militaristas —no sólo de Washington, sino también de los actores internos—.


En otras palabras, la muerte de Monseñor Romero simboliza, también, la derrota de las soluciones racionales al conflicto. El arzobispo mártir hizo vehementes llamados a los EEUU, al gobierno salvadoreño y a la guerrilla para que desandaran el camino de una confrontación que iba a volverse insostenible. El silencio de la razón le da paso a la voz de las armas.


Pero también el tiempo le dio la razón a Monseñor Romero: a la vuelta de algunos años, los que batían los tambores de guerra se veían obligados a sentarse a negociar, convencidos, como estaban, de que la guerra jamás iba a tener un desenlace militar —valga decir: que nunca iba a concluir con el aniquilamiento del adversario— y que, por el contrario, iba a prolongarse indefinidamente sin solución alguna.

Los mensajes de Monseñor Romero a la administración Carter: las inconsistencias de la “política de derechos humanos”
La homilía del 20 de enero de 1980 resulta muy importante. En ella, Monseñor Romero le da lectura a la carta que cursó al presidente Carter. El trasfondo de la misiva es el viraje de la administración estadounidense para El Salvador y el resto de Centroamérica hacia una solución militar de los conflictos. Este viraje se expresa en la posibilidad que Washington baraja en ese momento: enviar más ayuda a la junta militar salvadoreña.
Ello preocupa a Monseñor Romero, quien ha sido testigo de primerísima línea del recrudecimiento de la violencia, tanto de los grupos insurgentes como de los militares y de los antiguos cuerpos de seguridad. Sus homilías han venido denunciando sistemáticamente las acciones violatorias de los derechos humanos de estos últimos. Por tanto, el envío de mayor ayuda militar a la junta salvadoreña constituía un aval tácito a ese tipo de violaciones.


Es a este propósito que le escribe al presidente Carter: “me preocupa bastante la noticia de que el gobierno de Estados Unidos esté estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador enviando equipos militares y asesores para ‘entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia’. En caso de ser cierta esta información periodística, la contribución de su gobierno, en vez de favorecer una mayor justicia y paz en El Salvador agudizará sin duda la injusticia y la represión en contra del pueblo organizado, que muchas veces ha estado luchando porque se respeten sus derechos humanos más fundamentales”.


El arzobispo argumentó en esa misma carta que “la actual Junta de gobierno y sobre todo las Fuerzas Armadas y los cuerpos de seguridad (...) sólo han recurrido a la violencia represiva, produciendo un saldo de muertos y heridos mucho mayor que los regímenes militares recién pasados”. En este sentido, le recuerda a Carter el desalojo violento de un grupo de manifestantes que habían ocupado la sede del Partido Demócrata Cristiano y el envío de suministros para la policía antidisturbios. Su llamado es contundente: “¡Prohiba se dé esa ayuda militar al gobierno salvadoreño!”, pues “sería injusto y deplorable que, por la intromisión de potencias extranjeras, se frustrara el pueblo salvadoreño, se le reprimiera e impidiera decidir con autonomía sobre la trayectoria económica y política que debe seguir nuestra patria”.


Esta carta, en la que se expresaba una postura prudente sobre las relaciones con EEUU —el suyo no es un tono confrontativo hacia Washington, sino de cuestionamiento hacia sus políticas—, fue mal recibida en las esferas del gobierno estadounidense. Un funcionario de la administración Carter la calificó de “devastadora”. La postura de Monseñor Romero era clara: no se oponía a la ayuda estadounidense, siempre y cuando esta no vulnerara los derechos humanos. Una ayuda destinada para la guerra y la represión no era deseable, viniese del gobierno estadounidense, o de cualquier otro.


El presidente Carter le respondió a Monseñor Romero enfatizando la voluntad de su gobierno de mantener su política de derechos humanos, a la par que apoyaba a la Junta salvadoreña, la cual, a juicio del entonces gobernante, “ofrece las mejores perspectivas” para el país. Y, finalmente, justificaba la asistencia económica al gobierno salvadoreño, prometiendo que “la mayor parte de la ayuda económica será en beneficio de los más necesitados”. Carter admitía las “desafortunadas actuaciones que ocasionalmente han tenido las Fuerzas de Seguridad en el pasado”.


Precisamente, para Monseñor Romero, este era el argumento más contundente para cuestionar el envío de ayuda militar: la violación a las actuaciones violatorias a los derechos humanos: “¡ya es bastante que se reconozcan —advirtió— y, por tanto, se tenga miedo de prestar ayuda indiscriminadamente!”.
Aunque, como resulta evidente, los EEUU no cambió su postura. En una fecha como el 19 de marzo de 1980 —cinco días antes de su asesinato—, Monseñor Romero concedía una entrevista a El Diario de Caracas, en la cual negó que las salidas pacíficas a los problemas del país estuvieran agotadas, puesto que “si estuvieran agotadas ya estuviéramos en guerra”.


“Siempre hay un margen de entendimiento y hay señales aún en el orden humano y político que se pueden encontrar. Un ejemplo son las reformas que se han hecho: son buenas pero hay que quitarle lo desagradable de esos pasos: la represión. Otro signo que se puede encontrar el camino de paz ha sido la unidad de las organizaciones populares”, expresó al mismo periódico.


En la búsqueda de ese “margen de entendimiento” se desvelaron muchas personas para buscarle una salida política a la guerra salvadoreña. E incluso el mismo gobierno de los EEUU tuvo que apoyar las negociaciones de paz.

G

 

Derechos Humanos


La postura de Monseñor Romero en la realidad actual

 

Ciertamente, el mundo ya no es el mismo que vio Monseñor Romero. Entre la fecha de su muerte y el presente, han pasado cinco lustros en los cuales han tenido lugar muchos cambios en todas las esferas. El enfrentamiento bipolar entre la extinta Unión Soviética y los EEUU es únicamente una referencia histórica.


Lo que sí permanece —tal como ha ocurrido a lo largo de la historia humana— son los conflictos. Cuando se quiso hacer creer que con la desaparición del bloque soviético sobrevendría una era de “paz”, entendida ésta como ausencia de conflictos bélicos, bajo la égida de los EEUU, el mundo sigue siendo escenario de guerras y de muerte de personas inocentes.


El “demonio” a vencer ya no es el comunismo, sino el “terrorismo”. La lucha contra el terrorismo es el argumento que justifica aventuras militares en Afganistán e Irak y podría ser útil para tratar de legitimar ante el mundo una incursión militar en Irán. El terrorismo, encarnado en los ataques criminales del 11 de septiembre y del 11 de marzo, se ha puesto al servicio de una política belicista.


Monseñor Romero estaba en contra de las soluciones bélicas a los conflictos. Era consciente de que las mayores víctimas de las guerras no son aquellos que las dirigen, sino los más indefensos: los pobres. Las incursiones en busca de los “malos de la película”, verbigracia Osama bin Laden y Sadam Hussein, se han hecho a costa de la mortandad de las poblaciones.


En esos conflictos ha prevalecido la fuerza de las armas. No se escuchó a ninguna de las voces que clamaba por detener la guerra que se venía encima. Ni siquiera la de las Naciones Unidas, ni mucho menos la de Juan Pablo II. La guerra “antiterrorista” es una alternativa excluyente. Pero es obvia su inviabilidad. EEUU está enzarzado en una guerra que reporta diariamente bajas a sus filas. Todavía es posible —siempre lo es— buscar el “margen de entendimiento” humano para hacer que prevalezca la vida.
Contra el olvido, ¡verdad! Contra la impunidad, ¡justicia!

Olvido e impunidad no son vocablos definitivos. Por el contrario, ante esos males la verdad y la justicia son incontenibles y forman parte de la lucha personal y colectiva de muchas víctimas. Monseñor Óscar Arnulfo Romero fue y es un digno representante de esa causa. Desempeñó un rol trascendental en la defensa de los derechos humanos cuando los gobiernos, mediante una sistemática e inhumana violación de las aspiraciones más elementales del pueblo salvadoreño, “mantenían el orden”. Denunció esa situación en sus homilías; de igual forma, brindó refugio a las y los campesinos víctimas de la represión oficial y acogió en la Pastoral Social de la Arquidiócesis de San Salvador al Socorro Jurídico Cristiano.


La fidelidad a esa misión fue mal vista entonces por los sectores poderosos del país, que ahora se empeñan en mantener su martirio en la impunidad judicial. Antes y ahora, Monseñor Romero fue señalado injustamente por algunos medios de prensa; cuando aún vivía lo calificaron como “un Arzobispo demagogo y violento…(que) estimuló desde la Catedral la adopción del terrorismo…” (Informe de la Comisión de la Verdad, ECA, marzo 1993, No. 533, p.270). Lógicamente, también fue objeto de constantes amenazas. Pero no pudieron silenciar su voz profética. Había entonces, pensaron, que adoptar una medida radical y definitiva. Así, cuando se encontraba oficiando una misa el lunes 24 de marzo a las seis de la tarde en la capilla del Hospital Divina Providencia, recibió el impacto mortal en el tórax: un proyectil calibre 22 disparado por un sujeto desde un vehículo que se estacionó frente al templo. Por su precisión, sólo pudo ser obra de un profesional.


Veinticinco años transcurrieron ya desde aquella fecha, sin que las autoridades salvadoreñas hayan hecho mayor cosa por aclarar el crimen y mucho menos por sancionar a sus responsables. En ese sentido, vale la pena poner nombre y apellido a esta deliberada omisión estatal: impunidad. Definida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como “la falta en su conjunto de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena de los responsables de las violaciones de los derechos de la Convención Americana”, el concepto debe ampliarse a todas las esferas de protección posibles para aplicarlo también cuando no se atiendan todas las violaciones de derechos establecidos en la Constitución y demás nacionales.


La definición expuesta se ajusta al caso Romero ya que, pese a existir una “investigación oficial”, en ésta se encubrió el crimen al incurrir en negligencias que imposibilitaron llegar a la verdad y a la justicia. Así por ejemplo, personas que pudieron aclarar los hechos fueron asesinadas, amenazadas o exiliadas. Esta lamentable historia de ocultación premeditada comenzó el mismo día del asesinato, cuando la antigua Policía Nacional (PN) no acudió a la escena del crimen no obstante su obligación legal de hacerlo. Debido a eso no se contó con huellas dactilares ni con el nombre de todos los testigos. Cuando el entonces Juez Cuarto de lo Penal llegó al hospital privado donde fue trasladado Monseñor Romero, su cuerpo, ya sin vida estaba rodeado de muchas personas. El juzgador, Atilio Ramírez Amaya, apenas pudo extraer tres esquirlas del cadáver del Arzobispo; así descubrió el calibre del proyectil. Pero esta oportuna acción provocó que el funcionario fuera hostigado y víctima de un intento de asesinato en su propio domicilio, por lo que abandonó el país. Este atentado tampoco se investigó.


En mayo de 1980, veinticuatro personas fueron detenidas en la Finca San Luis, ubicada en las afueras de Santa Tecla, acusadas de organizar un fallido complot contra la Junta de Gobierno. Entre otras estaban el mayor Roberto D’Aubuisson, Eduardo Ávila y Álvaro Rafael Saravia. En dicha operación se decomisó una agenda propiedad de este último, con datos sobre el asesinato de Romero y compras de armas y municiones. Los detenidos recobraron su libertad pocos días después y D´Aubuisson fundó el Partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA); más adelante fue electo diputado y Presidente, primero de la Asamblea Constituyente y luego de la Legislativa. Así consiguió un amplio apoyo político y económico de la derecha.


Durante varios años, el caso Romero permaneció inactivo. En 1986, la Comisión de Investigación de Hechos Delictivos lo retomó. Uno de los testimonios recopilados de mayor importancia fue el del Amado Antonio Garay, quien aceptó haber conducido el automóvil que transportó al asesino y luego del crimen lo llevó ante el mentado Álvaro Rafael Saravia para informarle que “la misión encomendada había sido cumplida”. Con este testimonio se ordenó la detención de Saravia, quien presentó un recurso de exhibición personal —hábeas corpus— en la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y huyó del país. De forma arbitraria, la CSJ desestimó el testimonio de Garay como prueba para solicitar la captura, procesamiento y sanción de Saravia quien a esas alturas ya se encontraba en territorio estadounidense.


Con esa errada intervención del “máximo tribunal de justicia” salvadoreño, se perdió una buena posibilidad de aclarar la muerte de Romero. Y es que esa era la intención de los poderes reales. Sin embargo, hubieron y hay voces en lo nacional e internacional reivindicando a las víctimas de la mayor tragedia nacional. La Comisión de la Verdad es una. Nacida de los acuerdos para terminar la guerra, ésta se constituyó como una herramienta contra la impunidad. Entre otros casos, investigó el del Arzobispo mártir y concluyó que el D´Aubuisson dio instrucciones precisas a miembros de su seguridad para asesinarlo. Estos sujetos actuaron como un típico “escuadrón de la muerte”. Según el dictamen de la Comisión de la Verdad, tanto los capitanes Saravia y Ávila como Fernando Sagrera y Mario Molina participaron en el asesinato..


Dicha Comisión también concluyó señalando que existieron acciones deliberadas para impedir la investigación del asesinato. Como la verdad duele, las reacciones en contra fueron inmediatas; de éstas la más aberrante fue la aprobación de la “Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz”, cinco días después de la presentación pública del informe de aquélla; es decir, el 20 de marzo de 1993. Desde entonces se ha argumentó que existía un impedimento legal para investigar este y otros hechos de graves violaciones de derechos humanos ocurridos antes de 1992. Sin embargo, la misma CSJ abrió la puerta a la justicia cuando —en una resolución por demás ambigua— determinó que dicha ley era constitucional pero que no se aplicaba a casos como el comentado hoy.


En marzo del 2000, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) estableció que el Estado salvadoreño violó el derecho a la vida del Arzobispo Romero y que además faltó a su deber de investigar eficazmente el crimen. Recomendó identificar, juzgar y sancionar a todos los autores materiales e intelectuales en el caso, independientemente de la amnistía sobre la cual se pronunció por su eliminación pues violaba la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El entonces Presidente Francisco Flores, ahora aspirante a Secretario General de la Organización de Estados Americanos sin merecerlo, despreció las recomendaciones de la CIDH. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos también se pronunció, En un informe publicado en el 2002, exhortó a las autoridades pertinentes para que investigaran el crimen; este llamado tampoco fue atendido.


El último esfuerzo por alcanzar justicia, aunque no el definitivo, lo realizó en el 2004 el Centro de Justicia y Responsabilidad con una demanda civil contra Álvaro Rafael Saravia por su participación en el asesinato de Monseñor Romero. La instancia competente fue una Corte Federal de aquel país en el Distrito Este de Fresno, California, que lo encontró culpable y lo condenó al pago de una indemnización de 2.5 millones de dólares. Aunque Saravia no ha aparecido, la pena establecida es un importante precedente en la exigencia de justicia para las víctimas en El Salvador.


Al igual que Romero, decenas de miles de personas civiles no combatientes pero sobre todo inocentes fueron asesinadas, encarceladas, torturadas y desaparecidas. Esos hechos, también continúan impunes. Algunos de sus responsables continúan en puestos de poder y se creen intocables, sin imaginar que el tiempo opera en su contra. Con el paso de los años han evolucionado los mecanismos de justicia en favor de las víctimas, tanto en el plano nacional como en el internacional. Por eso, Augusto Pinochet y muchos criminales latinoamericanos más enfrentan sendos juicios por hechos ocurridos hace décadas. Dentro del IDHUCA, por y con las víctimas, existe una convicción: los violadores de derechos humanos salvadoreños pronto estarán igual.

G

 


Envíenos sus comentarios y sugerencias
Mayor información:
Tel: +503-210-6600 ext. 407, Fax: +503-210-6655

 

Suscripción anual

Correo electónico  
El Salvador
    personal
    correo
Centro América y Panamá
Norte y Sur América
Europa
Otras regiones
$50.00  

¢75.00
 ¢120.00
$35.00
$60.00
$75.00
$80.00

Las suscripciones pueden hacerse en El Salvador, en la Oficina de Distribución de la UCA, o por correo. Los cheques deben emitirse a nombre de la Universidad Centroamericana y dirigirse al Centro de Distribución UCA. Apdo. Postal (01) 575, San Salvador, El Salvador, C.A.