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El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.
Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.
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Año 25
número 1139
Abril 6, 2005
ISSN 0259-9864
Editorial: Fe y política en Monseñor Romero
Política: Juan Pablo II y la política en Latinoamérica
Economía: La economía a la luz de Laborem Exercens
Regional: El Papa ante la realidad latinoamericana
Derechos Humanos: Condena al Estado salvadoreño
Indicadores Sociales: Carta abierta al hermano Romero
Fe y política en Monseñor Romero
El 24 de marzo de 1980, una bala asesina terminó con la vida de un hombre que asumió como causa suya la defensa de la vida de los más pobres de El Salvador. Defender a los pobres, denunciar la represión de la que ellos eran objeto cuando reclamaban su derecho a una vida digna, decir que la violencia estructural —la que genera pobreza, exclusión y marginación para la mayoría de salvadoreños y salvadoreñas— era la causa principal de las demás violencias, no podía ser bien visto por quienes se beneficiaban de la violencia estructural y por quienes —cuerpos de seguridad, militares y escuadrones de la muerte— habían hecho del terrorismo estatal y privado el principal instrumento para mantener privilegios mal habidos.
En los años previos a su nombramiento como Arzobispo, Monseñor Romero se había
destacado por su rechazo a contaminar la fe con la política: no sólo había
mostrado su preocupación por la “instrumentalización” de aquélla por ésta, sino
también su disposición a enfrentarse a quienes, dentro de la iglesia, se
prestaran a esa instrumentalización. Aquí no se equivocaron quienes, desde el
poder, apostaron por Monseñor Romero. Sin embargo, se equivocaron en otras cosas.
Creyeron que Monseñor Romero era su aliado, es decir, alguien dispuesto a
defender y a compartir sus privilegios y riquezas. No cayeron en la cuenta de
que el Arzobispo era, por sobre todo, un hombre de Iglesia, esto es, fiel a la
institución, a la tradición eclesial, a sus documentos fundacionales y a sus
lineamientos conciliares. Confundieron tradición con tradicionalismo, entendido
este último como aceptación pasiva de lo transmitido generación tras generación.
Monseñor Romero no estaba en contra de la contaminación de la fe por la política
porque fuera un aliado de la oligarquía y los militares, sino porque era un
hombre de Iglesia y creía que ello iría en detrimento de esta última. Como
hombre de Iglesia que era, tenía claro que la mayor gloria de Dios es que el
hombre viva (San Irineo de Lyon) y, en tal sentido, no le eran ajenas las
preocupaciones sobre la injusticia vigente en El Salvador de su época. Es decir,
Monseñor Romero estaba más cerca de Monseñor Luis Chávez y González de lo que
creyeron tanto quienes, desde el poder, lo consideraban un aliado como quienes,
desde la oposición intraeclesial, lo consideraban un obispo conservador. Unos y
otros se equivocaron, aunque a quienes les resultó más cara su equivocación fue
a la oligarquía y a los militares. Una vez que Monseñor Romero fue investido
como Arzobispo, fue más claro que nunca que él no era ni había sido nunca uno de
los suyos; fue más claro que nunca que para él la pobreza, la injusticia y la
marginación de la mayoría de salvadoreños eran un asunto que competía de suyo a
la Iglesia. Había quienes, dentro de la Iglesia, compartían esta convicción con
Monseñor Romero, pero además habían dado un paso delante de él: estaban
concientes de que la pobreza, la exclusión y la marginación de las mayorías no
podrían ser erradicadas sin la participación organizada de esas mayorías, una
participación que necesariamente debería revestir un carácter político.
Dicho de otra forma, cuando Monseñor Romero inicia su magisterio como Arzobispo
de San Salvador, ya hay quienes dentro de la Iglesia han asumido que la fe debe
“contaminarse” de política si quiere ser una fe que ilumine los problemas
concretos de los salvadoreños. No de cualquier política, sino de aquella que se
decante hacia formas de participación organizada que permitan a las mayorías
defender sus derechos humanos fundamentales. Quienes sostienen posturas de ese
tipo plantean un verdadero problema a Monseñor Romero, un problema que lo va a
acompañar a lo largo de sus tres años al frente del Arzobispado de San Salvador.
No se trata sólo de un problema teórico (o doctrinal), sino de un problema
práctico: sacerdotes, religiosas, religiosos, catequistas y delegados de la
palabra insertos en la dinámica de la organización popular son perseguidos,
acosados, torturados y asesinados. Junto con ellos también padecen el mismo
destino campesinos, obreros, estudiantes y obreros organizados.
En la práctica, pues, la Iglesia no es ajena a la política. Antes no lo ha sido
a la política del poder; durante los primeros meses del magisterio de Monseñor
Romero al frente del Arzobispado, no lo es a la política contestataria de
izquierda. ¿Qué postura tomar ante el desafío que plantea la política
contestataria de izquierda? ¿Cuál debe ser la relación entre fe y política?
Estas dos interrogantes y sus respuestas permiten vislumbrar una importante
evolución en Monseñor Romero desde su nombramiento como Arzobispo —el 23 de
febrero de 1977— hasta su asesinato —el 24 de marzo de 1980—. Y es que una de
las claves de interpretación de esa evolución consiste en leerla como una
aceptación progresiva (y siempre problemática) de la idea de que la solución de
los problemas estructurales del país —entre ellos, la violencia estructural que
genera pobreza, exclusión y marginación— es una solución no sólo
socio-económica, sino también política.
En los tres años de su magisterio como Arzobispo de San Salvador, Monseñor
Romero maduró su concepción de las relaciones entre fe y política. Después de
mucha reflexión —tamizada por las experiencias de muerte que se sucedían dentro
y fuera de la Iglesia— pudo convencerse de que la pobreza y la injusticia no
podían superarse sin un componente político, es decir, sin la participación
organizada de los sectores populares. Fue su fidelidad a lo mejor de la
tradición cristiana lo que le permitió aceptar la necesidad de la política —de
una política alternativa a la ejercida desde el poder del Estado— para propiciar
los cambios sociales impostergables para El Salvador. Si antes había sido esa
misma fidelidad la que lo hacía oponerse a cualquier contaminación entre fe y
política, ahora era esa misma fidelidad la que le obligaba a reconocer la
importancia de lo político para que la fe y sus exigencias no se quedaran
flotando en el vacío.
Las exigencias de la fe —justicia, igualdad, esperanza, caridad— reclaman unas
mediaciones políticas determinadas; estas mediaciones reclaman una fe que las
oriente y las cure del peligro de convertirse en un absoluto: ésta fue la
convicción que arraigó en Monseñor Romero en sus tres años de magisterio
arzobispal. No sólo tuvo la honestidad de aceptarlo, sino el coraje de asumir en
todas sus consecuencias los desafíos que de ello se desprendían. Esto lo acercó
cada vez más al pueblo salvadoreño, hasta convertirlo en su pastor más querido,
respetado y venerado. El poder, de considerarlo un aliado, pasó a verlo como un
enemigo, como el responsable de las peores calamidades que amenazaban con poner
fin a su mundo de privilegios, prepotencia y ostentación. Su asesinato debe ser
leído como una venganza de los poderosos de El Salvador contra el hombre que los
desafió al reivindicar la dignidad de los desposeídos de todo poder.
Juan Pablo II y la política en Latinoamérica
Juan Pablo II, ante cuyos restos mortales reflexiona el mundo entero en estos días, se despide de sus feligreses dejando una fuerte sensación de orfandad. El Papa que rompió varios récords, en cuanto a viajes o nombramientos de obispos y cardenales, por citar algunos, lideró a la vez con ternura y con firmeza a la Iglesia Católica durante todo su pontificado.
En sus veintiseis años a la cabeza del estado vaticano, Juan Pablo II tuvo una
influencia nada despreciable sobre el mundo. Más adelante, cuando haya pasado
todo el fervor y la emoción del momento actual de su despedida, los
historiadores ponderarán en su justa medida esta decisiva influencia. De momento,
lo que se puede decir es que América Latina, el continente con mayor número de
cristianos católicos en el mundo, constituyó uno de los primeros flancos en la
órbita del Papa.
Entre los múltiples temas sobre los que tiene que intervenir un pontífice, la
política constituye, sin duda, uno de los más controvertibles. Mientras que las
cuestiones relativas a la fe o a la moral suelen ser asociadas con lo
trascendental, la política, en cambio, se destaca por su carácter concreto y
terrenal, y su vinculación inmediata con intereses sociales en pugna. Recuérdese
la instrumentación que propios y extraños han hecho históricamente del hecho
religioso para asentar su dominio político, para hacerse una idea de esta
realidad. Y es que, para decirlo en palabras de Silvio Ferrari, “la experiencia
religiosa, ya sea cuando se determina institucionalmente en forma de iglesia, ya
sea cuando asume características de secta, se configura como un fenómeno que —al
menos como tendencia— afecta a todos los aspectos de la existencia humana e
incide también en aspectos de la vida asociada que se encuentran muy alejados
del ámbito de los intereses puramente espirituales”.
Cabe destacar de un modo general la alta conciencia que albergó Juan Pablo II
sobre lo que se puede lograr, desde la Iglesia, en la relación con las
estructuras políticas. Cuentan sus biógrafos que tuvo un destacado papel en la
caída del bloque soviético. Proveniente de la Polonia comunista, dominada por la
extinta Unión Soviética, algunos sostienen que el primer objetivo del Papa
Wojtyla fue derrotar al comunismo y frenar la “ateización de la sociedad”. Por
eso, habría apoyado a los disidentes de los regímenes comunistas, especialmente
a Lech Walesa, aquel obrero que lideró el movimiento Solidaridad, en contra de
la dictadura roja en Polonia.
Sobre lo anterior, Lech Walesa declaró que, sin la ayuda del pontífice no
hubiera habido final del comunismo o al menos no tan pronto y sin derramamiento
de sangre. Contrario a la elite comunista gobernante en el país eslavo, el
fallecido Papa sostuvo abiertamente que la historia de Polonia no puede
entenderse sin Cristo.
“Más de un año después de pronunciar estas palabras” —recuerda el líder del
sindicato Solidaridad— “pudimos organizar a diez millones de personas en huelgas,
protestas y negociaciones. Antes habíamos tratado, yo traté, y no pudimos
lograrlo. Estos son hechos. Por supuesto, el comunismo habría caído, pero mucho
después y de modo cruento. Él fue un regalo que el cielo nos legó”. En una
palabra, hasta la caída del muro de Berlín, en 1989, se puede decir que el
anticomunismo constituye una nota destacable del pontificado de Juan Pablo II.
La labor de Juan Pablo II en América Latina
Desde comienzos de su pontificado, a diferencia de sus predecesores, Karol
Wojtyla hizo de la relación con América Latina un eje fundamental de su labor
pastoral. En dieciocho ocasiones visitó los países del subcontinente para llevar
el mensaje de la Iglesia. En este mensaje se destacan varios tópicos
relacionados a la sociedad y la organización histórica del poder en esta zona.
En primer lugar, el Papa denunció la marginación económica y social y la
discriminación racista a la que históricamente se ha sometido a los más débiles
en esta región del mundo. Por eso, pidió perdón por las ofensas sufridas por los
indígenas. “Que la conciencia del dolor y las injusticias infligidas a tantos
hermanos sea, en este Quinto centenario —dijo con el motivo de los quinientos
años de la Conquista— ocasión propicia para pedir humildemente perdón por las
ofensas y crear las condiciones de vida individual, familiar y social que
permitan el desarrollo integral y justo para todos, pero particularmente para
los más abandonados y desposeídos”.
Es importante recalcar este elemento porque supuso una vuelta de tuerca
extraordinaria en la historia de la Iglesia oficial en América Latina. No es que
antes esta institución no se haya preocupado por la situación humana indigna en
que viven los latinoamericanos más débiles, sino que, en las circunstancias de
las críticas del Papa a la teología de la liberación, se volvió a hacer patente
que la Iglesia no puede dejar de lado la causa de los más vulnerables.
De igual modo, algunos sostienen que Karol Wojtyla desempeñó un papel importante
en la caída de dictaduras sanguinarias en la región. “Así como criticó a los
regímenes comunistas —sostienen algunos—, también puso su grano de arena para
precipitar la caída de dictadores católicos como Ferdinand Marcos en Filipinas,
François Duvalier en Haití o Alfredo Stroessner en Paraguay”. En otras palabras,
el Papa condenó la falta de libertad política en estos países tal como lo
hiciera en su natal Polonia. Se comprometió al lado de los débiles en su apuesta
evangelizadora en América Latina.
Este cariño y particular preocupación de Juan Pablo II por la situación de los
más débiles en el subcontinente lo llevó, por un lado, a condenar la miseria y
el racismo que padecen la gran mayoría de sus habitantes. Además, destacó el
papel que puede desempeñar la Iglesia en la transformación de la realidad.
Siempre tuvo claro la importancia de la Iglesia católica en este continente. “No
se puede olvidar —dijo en 1990, durante una visita a México—, en el variado
panorama que ofrece América Latina, el importante papel que desempeña la Iglesia
católica”.
Es un hecho que, debido precisamente a esta importancia de la iglesia
latinoamericana, cuyos feligreses representan el 44% de los católicos de todo el
mundo, Juan Pablo II observó con un celo particular su realidad eclesial. Buena
parte de la razón de su relación tumultuosa con la teología de la liberación
tiene que leerse desde esta coordenada. Quizá dos de los elementos que se debe
tomar en cuenta para este análisis son el carácter excesivamente horizontal —a
los ojos de los más clericales— que impulsan en la relación entre los fieles y
la jerarquía y, la cercanía peligrosa de sus métodos de reflexión política con
los del marxismo.
Los conflictos con la jerarquía conservadora de la iglesia del continente
constituyen, sin duda, uno de los rasgos fundamentales de esta época. Aquellos
que propugnaban, de alguna manera a la luz del Concilio Vaticano II, una nueva
relación entre las autoridades eclesiales y los feligreses y, al mismo tiempo,
la necesidad de que los primeros se dejen emPapar con la realidad socioeconómica
y política de los segundos, fueron desautorizados por el Papa. Éste defendió la
autoridad de la jerarquía —en América Latina, mayormente conservadora en esta
época— frente a los “revolucionarios” exaltados.
No se puede olvidar que Juan Pablo II siempre condenó el comunismo. Éste niega,
a su juicio, la dimensión religiosa de los seres humanos. Así, difícilmente iba
a dejar prosperar dentro de la Iglesia latinoamericana, la más importante del
mundo, una lectura política radicalmente hostil a la fe. Cuando el Papa
desaprobó los preceptos de la teología de la liberación y castigó, desde un
punto de vista eclesial, a sus principales exponentes, América Latina era un
hervidero político en que las masas estaban luchando por lograr su libertad y
superar su marginación. En este contexto, la fe católica que profesa la mayoría
de sus habitantes constituyó un verdadero combustible para los revolucionarios.
El Evangelio se convirtió en la principal fuente desde donde se abastecían
quienes denunciaban la situación de injusticia social en la región.
Por haber vivido la experiencia de la relación iglesia y marxismo en su Polonia
natal, Juan Pablo II siempre se preocupó por el hecho de que los comunistas
latinoamericanos instrumentaran la fe, un tanto ingenua de los feligreses.
Porque Karol Wojtyla sabía que, una vez en el poder, los mismos marxistas iban a
atentar en contra de la Iglesia.
Según Leonardo Boff, él leyó “América Latina con ese código y dice: esa
teología, ese tipo de Iglesia, sirve de Caballo de Troya para la entrada del
comunismo, y el comunismo va a disolver a la Iglesia”. Sin embargo, Boff rechaza
esa visión errónea de la teología de la liberación. “La teología de la
liberación”, a su juicio, “nunca tuvo a Marx, ni por padre, ni por padrino, sino
que nació escuchando el grito de los oprimidos de la fe cristiana de la mayoría
del pueblo latinoamericano, organizó la resistencia y liberación contra las
cosas perversas a que era y sigue siendo sometido el pueblo”.
Balance de la doctrina de Juan Pablo II en América Latina
Como primera reflexión sobre la situación de la Iglesia latinoamericana luego de
la muerte de Juan Pablo II, cabe destacar el hecho de que todo ha vuelto a la
“normalidad”. Quienes siguen reflexionando en claves de la teología de la
liberación han perdido terreno. La explicación de esta realidad tiene sin duda
causas múltiples. Sin embargo, entre ellas destaca de modo importante la acción
de Juan Pablo II. Él logró desarticular un movimiento, a su juicio peligroso,
para la sobrevivencia de la fe católica y su capacidad de influencia en el mundo
latinoamericano.
Pero, al mismo tiempo, como han notado muchos, la condena del Papa de la
relación entre la fe católica y proselitismo político no impidió que él
reclamara el fin de la injusticia social en el continente. Así, se puede
sostener, que quien “sufrió la opresión del nazismo en carne propia, quiso
impedir la influencia del marxismo en la Iglesia, pero tuvo suficiente visión
como para asumir las necesidades de los desvalidos”. Por eso, en sus numerosas
intervenciones sobre la situación de los feligreses latinoamericanos destacó las
estructuras sociales y políticas injustas que impiden su realización plena como
seres humanos.
Reconoció, por otra parte, la necesidad de que la iglesia denunciara la opresión
política de los fieles latinoamericanos. Sin embargo, Leonardo Boff, uno de los
cristianos que vivió en carne propia la ofensiva vaticana por “enderezar” las
cosas al interior de la iglesia latinoamericana, declaró que el Papa terminó por
infantilizar a los cristianos. A su juicio, el Papa tenía como objetivo
“reglamentar la fe, (…) infantilizar a los cristianos, invitados a sencillamente
someterse, sin cualquier crítica, a las doctrinas oficiales”.
Como quiera que sea, en este momento que se preparan los feligreses del mundo
para dar el último adiós a Juan Pablo II, son pocos los que se atreven a
criticar la labor pastoral del Papa. Por un lado porque, como decían los
latinos, de los muertos nadie habla de su lado malo —de mortui nihil nisi bonum—
y, por otro, por encima de todo, el Papa destacó la necesidad de abrir los
corazones a Dios y confiar en su infinita bondad.
La economía a la luz de Laborem Exercens
A pocos días de la muerte de uno de los líderes religiosos más memorables en la historia, el Papa Juan Pablo II, es importante destacar algunas cuestiones que marcaron la doctrina de la Iglesia católica respecto de la economía, durante los veintiséis años de su pontificado. Es sabido que los temas sociales y económicos han sido siempre prioridad para la Iglesia, muy especialmente para el Papa viajero. Así, su condena al socialismo y al capitalismo rapaz fue una de sus labores más reconocidas.
Por ello sería un grave error caracterizar el pensamiento del Papa como adhesión
a un determinado sistema económico. Es menester aclarar que su doctrina está muy
por encima, “tanto del comunismo como del capitalismo”, de la burocracia del
Estado de Bienestar o del mercantilismo de las economías iberoamericanas y,
mucho menos, pretende ser una tercera vía entre el liberalismo extremo y la
planificación estatal.
De hecho, como él mismo escribió: “la Iglesia no presenta ningún modelo concreto,
porque estos son sólo válidos dentro de contextos y situaciones históricas
concretas. No puede ser de otra manera, porque ni el mundo, ni las necesidades
de la gente son estáticas, sino que están en constante cambio”. Este pensamiento
coincide en cierta forma con la importancia del papel neutral de la iglesia al
cual abogaba siempre Monseñor Romero desde El Salvador: la Iglesia no puede
casarse ni con el comunismo ni con el capitalismo.
En cuanto a la economía de mercado, el Papa reconoció que ésta tenía aspectos
tanto positivos como negativos. En cuanto a los primeros, destacó el ejercicio
de la libertad humana. Juan Pablo II fue quien, incluso, introdujo en el
pensamiento católico el término “derecho a la iniciativa económica” y su defensa
de la propiedad privada.
Pero, a pesar de esto, su doctrina no es equiparable al liberalismo. “La
propiedad individual no debe ser nunca una fuente de conflicto, sino algo que
proporcione bienestar al ser humano. Es una parte de la tierra que alguien,
mediante su esfuerzo, convierte en propia para su propio disfrute. Pero jamás
debe justificarse la posesión per se, ni mucho menos la riqueza de unos debe
significar la pobreza o la explotación de otros. Por el contrario, uno debe
cooperar con los demás para que todos puedan dominar la tierra”. También, y como
se verá más adelante, la economía de mercado presenta serias debilidades ya que
tiende fácilmente a considerar más importante a los propietarios del capital que
a los trabajadores. Juan Pablo II las señaló y reivindica la posición
privilegiada del hombre frente al capital.
Juan Pablo II y la deuda externa
La deuda externa es sin duda el máximo indicador de la interdependencia
existente entre los países desarrollados y los menos desarrollados. Es sabido
que la razón que llevó a los países en vías de desarrollo a acoger el
ofrecimiento de abundantes capitales disponibles fue la necesidad de poderlos
invertir en actividades para el desarrollo. La decisión de los países
tercermundistas puede calificarse como imprudente y quizás apresurada, pues
aunque en ese momento se gozaba de beneficios financieros, no previeron que en
otras circunstancias este préstamo pudo salirse de sus manos.
Este fenómeno marcó el pensamiento económico del Papa Juan Pablo II. El Papa
abogaba por la condonación total de la deuda externa. Y es por eso que en su
enciclíca Centesimus Annus (escrita cien años después de la Rerum Novarum),
recordó que Jesús vino a “evangelizar a los pobres” ¿Cómo no subrayar más
decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los
marginados? Se debe decir ante todo que el compromiso por la justicia y por la
paz en un mundo como este, marcado por tantos conflictos y por intolerables
desigualdades sociales y económicas.
Juan Pablo II recalcó que la opresión que sufren muchas naciones, especialmente
las más pobres, se debe a la deuda externa, que ha adquirido tales proporciones
que vuelve prácticamente imposible su pago. También afirmó que no se puede
alcanzar un progreso real sin la colaboración efectiva entre los pueblos de toda
lengua, raza, nación y religión. Se han de eliminar los atropellos que llevan al
predominio de unos sobre otros. “Quien se dedica solamente a acumular tesoros en
la tierra (cf. Mt. 6, 19), no se enriquece en orden a Dios ( Lc. 12, 21). Así
mismo, abogó por la creación de una nueva cultura de solidaridad y cooperación
internacional, en la que todos —especialmente los países ricos y el sector
privado— asuman su responsabilidad en un sistema económico al servicio de cada
persona.
La encíclica Laborem exercens
La encíclica Laborem exercens es un documento para entender desde la perspectiva
de Juan Pablo II las tensiones sociales existentes entre los empresarios y los
obreros. El mismo destaca que es evidente la existencia en nuestro tiempo de un
conflicto entre el trabajo y el capital. Ha sido este conflicto el que ha
atravesado mayormente la sociedad mundial y el que subyace a la raíz de las
tensiones sociales nacionales e internacionales.
Juan Pablo II menciona en primer lugar que el trabajo es aquella actividad del
hombre encaminada a someter y a transformar la naturaleza. Desde una perspectiva
histórica, el trabajo se constituye en uno de los mecanismos que han humanizado
al hombre, ya que en él despliega sus capacidades físicas, intelectuales y
emocionales con el fin de obtener un producto determinado. Mientras trabaja, el
hombre domina la naturaleza y busca satisfacer sus necesidades.
En este proceso, la grandeza y la dignidad del trabajo no reside en lo que se
realiza, sino más bien en quien lo realiza: “el fundamento para determinar el
valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza,
sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona”. Es decir, que siendo el
hombre la medida del trabajo, sólo se deberían desarrollar aquellas actividades
que dignifiquen al hombre.
No obstante lo anterior, su Santidad reconoce que en estos tiempos el trabajo
asume diversas formas y la mayoría de ellas son injustas pues no permiten el
ejercicio de esa capacidad, de tal suerte que permita el desarrollo del
individuo a través del despliegue de su creatividad y el perfeccionamiento de la
conciencia y la libertad. Por el contrario, las formas de trabajo insertas en el
sistema económico vigente se sustentan sobre la base que el hombre es única y
exclusivamente un instrumento de trabajo, es decir, el trabajador no se reconoce
en tanto ser humano que es. Es para quien lo contrata (el propietario del
capital) un instrumento de trabajo necesario para lograr un fin: la obtención de
ganancias.
La posición que sostiene ante lo anterior Juan Pablo II es la siguiente: “Ante
la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente insertos
tantos conflictos… se debe ante todo recordar un principio enseñado por la
Iglesia. Es el principio de la prioridad del ‘trabajo’ frente al ‘capital’. Este
principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al
cual el trabajo es siempre una causa eficiente y primaria, mientras el
‘capital’, cuando el conjunto de los medios de producción, es sólo un
instrumento o la causa instrumental”. Debido a lo anterior, su Santidad busca
resaltar que se debe dar primacía al hombre en el proceso de producción, “la
primacía del hombre con respecto de las cosas”. No al revés.
En la actualidad, visto desde la perspectiva de la teoría económica dominante
—la síntesis neoclásica— el hombre se entiende desde el capital, en el proceso
de producción; es decir, como un medio de producción más que sirve a un
propósito dispuesto no por el trabajador, sino por el capitalista. Por lo
anterior es muy común hablar de “capital humano”. Este término es más que una
simple expresión de la jerga económica actual; el mismo encierra dentro de sí el
grado de deshumanización al que ha llegado el sistema económico capitalista en
la medida que no reconoce aquel aspecto histórico que permitió la humanización
del ser humano: el trabajo.
En la crítica arriba descrita se puede advertir una gran semejanza con la teoría
económica marxista. Pero el deseo de su Santidad no es desaprobar exclusivamente
el capitalismo por que supedite el capital sobre el trabajo, sino también
criticar la visión materialista que caracterizó en la época de los socialismos
reales la visión materialista de la historia. En esta última, Juan Pablo II está
en total desacuerdo en ver a los individuos —con sus capacidades y
potencialidades humanas— como exclusivamente el producto de las estructuras
económicas de su tiempo. “También en el materialismo dialéctico, el hombre es
entendido y tratado como dependiendo de lo que es material, como una especie de
‘resultante’ de las relaciones económicas y de producción predominantes en una
determinada época”.
Ante esta situación, el deseo del Sumo Pontífice no es proponer un sistema
económico alternativo construido a través de un claro perfil, sino tratar de
superar ese conflicto que encierra a los hombres —los propietarios del capital y
los que ofrecen su fuerza de trabajo.
Los esfuerzos deben estar encaminados a dar al trabajo y al hombre el lugar
principal que les corresponde en el proceso económico y para ello menciona que
es el hombre mismo quien debe constituirse el principio y el fin de toda la
actividad económica. Si bien es cierto que existe una vinculación entre trabajo
y el capital en el proceso económico, es el primero el que debe servirse del
segundo y no lo contrario. El fin del trabajo debe ser dignificar al hombre, no
someterlo a una esclavitud.
En El Salvador sucede todo lo contrario a los deseos de Juan Pablo II. En los
últimos años se ha vuelto evidente cómo los empleos son cada vez más precarios.
Son frecuentes en el país formas de trabajo que no reconocen derechos laborales
como la conformación de sindicatos, pago justo de horas extras y demás servicios
de la seguridad social.
Un ejemplo de esta situación se da en la maquila, donde trabajan se sobreexplota
a las personas para que cumplan una “meta de producción”, establecida de
antemano por los propietarios. Además de que son regulados al extremo el tiempo
de la jornada de trabajo con el fin de obtener un nivel de productividad
continua que a larga repercute en forma negativa en el estado de salud de los
trabajadores.
Definitivamente la muerte de Juan Pablo II es una noticia que genera conmoción y
dolor para las élites que detenta el poder en el país. En periódicos, afiches y
diversos medios de comunicación han expresado sus condolencias por el
fallecimiento del Santo padre. Pero sería mucho mejor que con la misma
sinceridad asuman y cumplan aquellos deseos más profundos que siempre albergó su
Santidad para El Salvador y el mundo.
El Papa ante la realidad latinoamericana
América Latina fue la primera región del mundo que el fallecido Papa Juan Pablo II visitó a lo largo de su trayectoria. De hecho, en el primero de sus ciento cuatro viajes, efectuado entre el 25 de enero y el 1º de febrero de 1979, visitó México y la República Dominicana. El “Papa viajero” siempre tuvo un especial interés por esta parte del continente, que se expresó en dieciocho viajes a todos los países de habla española y portuguesa. En su vinculación con la realidad latinoamericana, el Papa se centró en los problemas de la injusticia social y en los conflictos que padecía la región.
El problema de la injusticia social fue muy importante para Juan Pablo II.
Evidentemente, este tema por sí mismo merece un estudio más extenso y acucioso
que lo que podría ofrecerse en estas líneas. Sin embargo, puede analizarse a
partir de dos problemáticas: los planteamientos papales hacia la teología de la
liberación, que es una reflexión cristiana sobre la injusticia social desde
América Latina; y la postura del pontífice hacia el neoliberalismo.
En lo que respecta a los distintos conflictos que a lo largo de sus veintiséis
años de pontificado le tocó presenciar a Juan Pablo II, es necesario destacar su
labor de mediador —por ejemplo, en el diferendo fronterizo entre Argentina y
Chile, que evitó un derramamiento de sangre— y de impulsor de salidas pacíficas.
En estas líneas se destacará el mensaje que trajo a Centroamérica en 1983.
La teología de la liberación
La relación del Papa Juan Pablo II fue muy conflictiva con los sacerdotes
vinculados a la teología de la liberación. El enfrentamiento con esta corriente
teológica se hizo patente durante su visita a Nicaragua, en la que amonestó
públicamente al clérigo y poeta Ernesto Cardenal —a la sazón, ministro de
Cultura de su país— en la Plaza de la Revolución. El gesto muy gráfico del Santo
Padre hacia Cardenal expresaba la confrontación entre el Vaticano y esta
corriente teológica, aparecida en Latinoamérica en la década de 1960.
En Libertatis Conscientia, instrucción de la Congregación para la doctrina de la
fe (1986) que aprobó el Papa, se expresan las objeciones hacia la teología de la
liberación. En el documento se critican las tesis fundamentales de esta teología:
la participación de los cristianos en la política, la importancia del cambio de
estructuras para el proceso de liberación y una lectura del Evangelio a partir
de los problemas sociopolíticos de los países pobres.
En el texto de la instrucción, se afirma que la Iglesia debe pronunciarse a
favor de la justicia, pero que debe procurar “que esta misión no sea absorbida
por las preocupaciones que conciernen el orden temporal, o que se reduzca a
ellas”. Más adelante se advierte: “no toca a los Pastores de la Iglesia
intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la
vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por
propia iniciativa con sus conciudadanos”.
Sobre la opción preferencial por los pobres, plantea que “la Iglesia no puede
expresarla mediante categorías sociológicas e ideológicas reductivas, que harían
de esta preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva.”
Sobre el cambio de estructuras sociopolíticas injustas, al cual urge la teología
de la liberación, el documento papal es categórico en plantear que “la primacía
dada a las estructuras y la organización técnica sobre la persona y sobre la
exigencia de su dignidad, es la expresión de una antropología materialista que
resulta contraria a la edificación de un orden social justo.”
Semejante orden social no tendría nada que ver con un cambio radical de
estructuras sociopolíticas. En la instrucción se califica a las revoluciones
como un “mito” y acusa a sus partidarios de alimentar “la ilusión de que la
abolición de una situación inicua es suficiente por si misma para crear una
sociedad más humana” y de favorecer “la llegada al poder de regímenes
totalitarios”. Esto era una crítica directa a los movimientos de izquierda
latinoamericanos, a los cuales se deslegitimaba de esta manera.
Finalmente, la instrucción hace un llamado a centrar la reflexión teológica, no
tanto “a partir de una experiencia particular”, sino de la “experiencia de la
Iglesia [que] brilla con singular resplandor y con toda su pureza en la vida de
los santos”. En otras palabras, se impugna una hermenéutica bíblica a partir de
la realidad sociopolítica latinoamericana.
En una valoración sobre el mensaje que trajo el Papa en su viaje a Centroamérica
en 1983, Ignacio Ellacuría apuntaba que “el Papa no gusta de hablar de la
injusticia estructural, a la que, sin embargo, tan duramente fustiga, como
violencia. Tampoco se ha detenido en lo que es la violencia mayor cuantitativa y
cualitativamente en El Salvador y Guatemala que es la violencia represiva,
propiciada mayoritariamente no por los movimientos revolucionarios, sino por los
gobiernos y los movimientos reaccionarios”.
Probablemente, la confrontación con esta corriente teológica se originó en un
problema de enfoque sobre la realidad latinoamericana. Pesaba mucho, quizá, la
crítica hacia el socialismo estalinista de Europa Oriental y sus atrocidades.
Esto impidió ver que la realidad latinoamericana no era la misma. No era lo
mismo Managua que Varsovia. No era tampoco lo mismo la teología de la liberación
que el materialismo dialéctico. Sin lugar a dudas, un diálogo con la teología de
la liberación hubiera sido más fructífero que la confrontación que se asumió.
En honor a la verdad, hay que decir que la postura asumida que expresó hacia la
situación de Cuba en su visita de 1998 expresaba una comprensión más amplia de
la realidad latinoamericana. Si bien criticó, por ejemplo, la falta de apertura
de los medios de comunicación hacia la Iglesia católica, las prácticas del
divorcio y el aborto, que en Cuba son generalizadas, también condenó el bloqueo
que los EEUU mantiene hacia la isla caribeña.
El neoliberalismo
Sin embargo, se equivoca quien piense que el Papa Juan Pablo II haya dejado de
lado a los pobres y oprimidos de Latinoamérica. Es importante detenerse en una
de sus encíclicas, Laborem Exercens, hecha pública en 1981 y escrita a propósito
de los noventa años de la encíclica Rerum Novarum, en la cual el Papa León XIII
expuso los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia.
En esta encíclica, Juan Pablo II manifiesta su fidelidad hacia la preocupación
eclesial por los más pobres y necesitados. “Para realizar la justicia social en
las diversas partes del mundo, en los distintos países, y en las relaciones
entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los
hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo. Esta
solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación
social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores, y las
crecientes zonas de miseria e incluso de hambre. (...) Los ‘pobres’ se
encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos
momentos; aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad
del trabajo humano”, se plantea.
Sin embargo, es en la encíclica Centesimus Annus, de 1991, donde el Papa adopta
una posición crítica ante el capitalismo que se siente omnipotente tras la caída
de la Unión Soviética. Esta encíclica está escrita, como su nombre lo indica, en
el centenario de Rerum Novarum, efeméride que aprovecha el Papa para sopesar
hasta cuánto avanzó el mundo en el plano de la justicia social desde que León
XIII publicara su encíclica.
Recordando la situación de explotación que denunciaba su predecesor, Juan Pablo
II escribía: “ojalá que estas palabras, escritas cuando avanzaba el llamado
‘capitalismo salvaje’, no deban repetirse hoy día con la misma severidad.” No
obstante, en la encíclica constata que todavía hay vastas regiones del mundo que
viven una injusticia flagrante: “a pesar de los grandes cambios acaecidos en las
sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el
consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber
desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha
añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de
humillante dependencia. Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del
Tercer Mundo vive aún en esas condiciones”.
El Papa afirmaba que el concepto de Tercer Mundo no había que entenderlo
geográficamente, puesto que en el mundo desarrollado también se reproducen estas
situaciones de inequidad e injusticia. Por tanto, si bien en Centesimum Annus,
el Papa se congraciaba por la caída del llamado “socialismo real”, también se
mostraba muy crítico con respecto al “nuevo orden” neoliberal que prevalecía en
el mundo desde 1989.
El Papa, impulsor de la paz
Durante su visita a Centroamérica en 1983 hizo un llamado a no dejarse
“arrastrar por la tentación de la violencia”. No fue este un viaje exento de
confrontaciones. Antes del referido episodio en Nicaragua, vale la pena apuntar
que la visita a Guatemala del Papa tuvo lugar cuando la dictadura de Efraín Ríos
Montt fusiló a seis personas acusadas de terrorismo. El llamado de clemencia del
Papa fue desoído por Ríos Montt. Por eso, el tono del mensaje papal se centró en
una exhortación a no seguir matando y a no confundir, como lo hacía la dictadura
guatemalteca, la labor evangélica con la subversión.
Sin embargo, como el propio Ellacuría lo apunta, “a pesar de tantas referencias
a la violencia, el Papa no ha hecho en Centroamérica un tratado sistemático de
la violencia. Ha rechazado toda forma de violencia, pero ha insistido más en la
violencia revolucionaria y guerrillera, sobre todo la inspirada en la ideología
marxista de la lucha de clases”.
Ellacuría precisaba, además: “y sin embargo, no por eso su mensaje sobre la
violencia deja de ser válido. El Papa debía gritar en favor de la paz, en favor
del amor, en favor de la vida y en contra de la guerra, del odio y de la muerte.
Y lo hizo de un modo admirable. Lástima que no tuviera un discurso o mensaje
especial a los militares, que tienen en nuestros pueblos un papel tan importante
a la hora de buscar explicaciones de la prolongación de la injusticia
estructural”.
El mensaje papal fue un espaldarazo para todas aquellas fuerzas sociales que
propiciaban una salida negociada al conflicto. El papel protagónico que asumió
la jerarquía católica para acercar a las partes beligerantes se vio, sin dudas,
fortalecido con la visita de Juan Pablo II.
El mismo pontífice fue claro al afirmar, durante esa visita al Istmo, que él no
traía consigo todas las soluciones. Su palabra, sus vehementes llamados en favor
de la paz y la justicia social fueron retomados por quienes, como lo hizo
Monseñor Romero en su tiempo, comprendieron que la construcción de la paz pasaba
por la construcción de sociedades donde la convivencia cotidiana estuviera
basada en el valor supremo de la vida.
Condena al Estado salvadoreño
Hace unos días, la Corte Interamericana de Derechos Humanos notificó la sentencia contra El Salvador en el caso de las hermanitas Ernestina y Erlinda Serrano Cruz. Estas niñas fueron capturadas y desaparecidas el 2 de junio de 1982 cuando tenían siete y tres años de edad respectivamente, por miembros del Batallón Atlacatl. Lo anterior ocurrió en medio de un operativo militar conocido como “La guinda de mayo”, en el departamento de Chalatenango. Es la primera vez que las autoridades del país son acusadas y condenadas en este tribunal; por tanto, la resolución debe interpretarse como un gran triunfo en la lucha de las víctimas de antes y durante la guerra.
La Corte dictaminó en su fallo que el Estado “debe investigar efectivamente los
hechos denunciados en este caso, con el fin de determinar el paradero de
Ernestina y Erlinda, lo sucedido a éstas y, en su caso, identificar, juzgar y
sancionar a todos los autores materiales e intelectuales de las violaciones
cometidas en su perjuicio”. Asimismo, dispone que el resultado del proceso sea
conocido por toda la sociedad salvadoreña; ésta tiene el derecho de saber toda
la verdad de lo acontecido a las hermanitas Serrano.
Es cierto que la Corte Interamericana no evaluó la responsabilidad estatal por
la desaparición de las niñas, porque el hecho se consumó antes que el país
aceptara su jurisdicción; pero sí lo sancionó por su recalcitrante negativa de
investigar los hechos y negar a los familiares de ambas el acceso a la justicia.
Más aún, en la sentencia se advierte a las autoridades nacionales encargadas de
impartir justicia que se abstengan de recurrir a figuras como la amnistía, la
prescripción o cualquier otra para impedir que —en un plazo razonable— se
conozca la verdad, se enjuicie a los responsables y éstos sean castigados.
También conmina al Estado a sancionar con el mayor rigor posible a aquellos
funcionarios públicos y particulares que “entorpezcan, desvíen o dilaten
indebidamente las investigaciones tendientes a aclarar la verdad de los hechos”.
Semejante decisión judicial representa un precedente importante y un gran
incentivo para el continuado esfuerzo por la vigencia de los derechos humanos en
nuestro país pues, además de reiterar que las autoridades estatales no pueden
desconocer su obligación de investigar los crímenes y sancionar a los criminales,
propina un severo golpe la Ley de Amnistía y a la aplicación de la prescripción
en estos casos; también ataca la estructura al exigir medidas encaminadas a
convertir el sistema de justicia nacional en algo eficiente y al servicio de las
víctimas.
La Corte Interamericana ordenó, además, la creación y el funcionamiento de una
comisión nacional de búsqueda de niñas y niños desaparecidos durante la guerra,
con participación de la sociedad civil e iniciativa propia; asimismo, requirió
obligar a las instituciones que tengan información al respecto para que la
entreguen a dicha comisión, abrir una página web y organizar un sistema de
información genética. También obliga al Estado a realizar un acto público
reconociendo su responsabilidad internacional en presencia de altas autoridades
y de la familia Serrano Cruz, publicar la sentencia en el Diario Oficial y en un
periódico de circulación nacional, dedicar un día a la niñez desaparecida,
brindar servicios de salud física y mental a las víctimas e indemnizarlas por el
daño material e inmaterial causado. En suma, una verdadera reivindicación y
reparación para Erlinda, Ernestina, sus parientes y todas las personas que
padecieron y padecen por estos y otros hechos similares.
Tras este primer revés internacional del 2005 en materia de derechos humanos, el
presidente Antonio Saca y miembros de su gabinete reaccionaron cual reflejo
condicionado esforzándose por confundir a la población. Por ser costumbre de las
administraciones anteriores a la actual, no sorprende que personeros
gubernamentales sostengan que no se trata de una condena al Estado salvadoreño.
Nada más alejado de la realidad, pues la contundente redacción del fallo emitido
por el tribunal interamericano no deja lugar a dudas; claramente se afirma en el
mismo que violó los derechos a las garantías judiciales y a la protección
judicial consagrados en la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Para colmo, integrantes de la delegación estatal que participó en el juicio
todavía alegan que las niñas no existieron y presumen de haber establecido
semejante barbaridad en las audiencias. Entonces, ¿por qué debe reconocerse
oficial y públicamente la responsabilidad estatal si Ernestina y Erlinda son un
par de ficciones? Una de dos: o no tienen claro que a estas alturas ya no hay
argumentos a su favor que valgan o no tienen algo llamado, simple y llanamente,
vergüenza. Perdieron el juicio y ya. Deben responder, entonces, ante los
requerimientos de la Corte Interamericana. De ahí que resulte inadmisible una
estrategia estatal que apunta, sobre todo, al desprestigio de las víctimas. Y a
final de cuentas, es el gobierno de Saca el que queda mal parado ante la
comunidad de naciones.
Lo que sí preocupa es que no se entienda ni reconozca el sufrimiento de las
víctimas. Si éstas se ven forzadas a denunciar los hechos ante organismos fuera
del país, no es por odio a sus victimarios ni falta de amor patrio sino por un
legítimo deseo y un legal derecho —incumplidos por la institucionalidad
doméstica— de conocer la suerte de sus familiares; en este caso concreto se
trata de saber qué pasó con las niñas, si están vivas aún y dónde se encuentran.
Perder hijos, hijas, hermanos, hermanas, padre, madre u otro ser querido es un
duro golpe para cualquier ser humano, incluso para aquellos que se niegan a
hacer justicia. Sufrir tal pérdida y asumir que no hay marcha atrás, es difícil;
pero más lo es cuando no se tiene conocimiento del lugar donde se encuentra,
viva o muerta, la persona amada. Por eso, los instrumentos de derechos humanos
consideran la desaparición forzada como un crimen que sigue seguir ocurriendo
mientras no se sepa la verdad; se trata, pues, de un “delito continuado”.
Las declaraciones oficiales se agravan cuando se advierte que algunas carecen de
la mínima seriedad jurídica y desnudan las condiciones precarias de la formación
e idoneidad de quienes las emiten. Altamente cuestionable y cuestionado ha sido
el discurso del Viceministerio de Gobernación y Justicia ante la condena de la
Corte Interamericana, al decir que el Estado “recurrirá a los mecanismos legales
para apelar”. (El Diario de Hoy, 15 de marzo del 2005).
En el sistema interamericano de protección de derechos humanos se tiene muy
claro que estos fallos de la Corte Interamericana son inapelables. Así lo
establece la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su articulado. A
ello se debe agregar que lo dictaminado por este tribunal regional no son meras
recomendaciones, sino sentencias de estricto cumplimiento; no hacerlo puede
significar la expulsión del máximo organismo continental, la Organización de
Estados Americanos, que sin mérito algunos aspira a conducir uno de los ex
presidentes salvadoreños más cuestionados en la materia.
Estos exabruptos no deben repetirse; más que seguir asumiendo posturas ridículas,
deben entender que no es ignorando los graves hechos del pasado como se va a
democratizar El Salvador. Esta condena es sólo la primera de la Corte
Interamericana y vienen más. El gobierno debería, mejor, preocuparse por
concretar de forma apropiada y sensata su cumplimiento; así contribuiría a
lograr una verdadera reconciliación nacional. Tal sentencia marca el camino a
seguir para cerrar las heridas de las víctimas como se debe: sanándolas con
verdad y justicia, para que no sigan infectando a la sociedad con más violencia
e impunidad.
No son los victimarios quienes deben determinar cuándo cierran las heridas; no
son los criminales quienes deben decidir que se olvide; no son sus encubridores
quienes deben pasar esa página de la historia, sin antes haberla leído y
aprendido sus lecciones. Son las víctimas quienes deben escribir sobre el dolor
que todo el pueblo sufrió antes y durante la guerra; ellas deben conocer la
verdad e iluminar el camino hacia la paz. Ahora es su turno; el “turno del
ofendido” que anunció Roque. Poco a poco se acerca el momento en que los
victimarios deban reconocerse como criminales ante la justicia y pedir perdón a
sus víctimas.
Los hechos del pasado se superarán haciéndole justicia a las personas afectadas,
sin importar quién fue el responsable; debe haberla también por la matanza de la
Zona Rosa y el asesinato de los alcaldes democristianos por parte de la entonces
insurgencia; debe haberla por los “ajusticiamientos” de Antonio Rodríguez Porth,
Francisco Guerrero y otras personalidades. Para todas y todos debe haber verdad
y justicia. Y los funcionarios deben evitar declarar cuando desconocen los temas;
porque la ignorancia es abusiva y los abusos acarrean consecuencias mayores en
los organismos internacionales, donde se seguirán ventilando este tipo de hechos
mientras —como hasta ahora— no funcione la institucionalidad del país.
Carta abierta al hermano Romero
Yo debería estar ahí… y estoy: de alma entera. Esta pequeña Iglesia de São Félix de Araguaia te tiene muy presente, hermano. Estás visible en mi cuarto, en la capilla del patio, en nuestra catedral, en muchas comunidades, en el Santuario de los Mártires de la Caminada Latinoamericana. Hasta cuando cae un mango sobre el tejado me acuerdo del sobresalto que sentías cuando caían los mangos sobre tu retiro del Hospitalito.
El mes de marzo de 1983 yo escribía en mi diario: “No consigo entender de ningún
modo, o lo entiendo demasiado: La fotografía del mártir Monseñor Romero con Juan
Pablo II, en unos carteles más que normales para la visita del Papa, ha sido
prohibida por la comisión mixta Gobierno-Iglesia de El Salvador. La imagen del
mártir duele. Al Gobierno, perseguidor y asesino; y es natural que le duela; que
duela a cierta Iglesia… también es natural, tristemente natural”.
“De todos modos, nosotros, aquí, en este rincón del Mato Grosso, y muchos
cristianos y no cristianos de América y del Mundo, celebraremos otra vez, en ese
mes de marzo, el martirio de San Romero, pastor bueno de América Latina. A
nosotros su imagen nos conforta, nos compromete y nos une; como una versión
entrañable del Buen Pastor Jesús.”
Y ahora estamos ahí, millones, de muchos modos, celebrando el jubileo de tu
testimonio definitivo, aquella homilía de sangre que nadie hará callar. Tú
tienes poder de convocación, un poder macroecuménico de santo de los católicos y
de los evangélicos y hasta de los ateos. Estamos ahí celebrando, reparando,
asumiendo. Tú eres muy comprometedor; a lo Jesús de Nazaret: ese Jesús histórico
que tantas veces se nos difumina en dogmatizaciones helenísticas y en
espiritualismos sentimentales, el Jesús Pobre solidario con los pobres, el
Crucificado con los crucificados de la Historia.
Tenías razón, y eso queremos celebrar también, con júbilo pascual. Has
resucitado en tu pueblo, que no va a permitir que el imperio y las oligarquías
sigan sometiéndolo, ni va a dejarse llevar por los revolucionarios arrepentidos
o por los eclesiásticos espiritualizados. Y resucitas en ese Pueblo de millones
de soñadores y soñadoras que creemos que otro Mundo es posible y que es posible
otra Iglesia. Porque así, como va hoy, Romero hermano, ni el Mundo va, ni va la
Iglesia. Continúan las guerras, ahora hasta de prevención; continúa el hambre,
el paro, la violencia —del estado o de la turba enloquecida—; continúan las
falsas democracias, el falso progreso, los falsos dioses que dominan con el
dinero y la comunicación, con las armas y la política. Y continúa habiendo mucha
Iglesia muda. Hemos pasado de la Seguridad Nacional a la seguridad del capital
transnacional y de las dictaduras militares a la macro dictadura del imperio
neoliberal.
Son veinticinco años también de la Conferencia de Puebla. Aquellos rostros,
Romero, que son el propio rostro del Jesús “destazado”, se han multiplicado en
número y en deformación. Aquellas revoluciones utópicas —hermosas y atolondradas
como una adolescencia de la Historia— han sido traicionadas por unos,
despreciadas olímpicamente por otros y siguen siendo añoradas —de otro modo, más
“al suave”, en mayor profundidad personal y comunitaria— por muchas y muchos de
los que estamos ahí, contigo, pastor del “acompañamiento”, compañero de llanto y
de sangre de los pobres de la Tierra. ¡Cómo necesitamos hoy que enseñes a los
pobres a “acuerparse” en solidaridad, en organización, en terca esperanza!
Contigo, decía el maestro mártir Ellacuría, “Dios ha pasado por El Salvador”,
por todo nuestro mundo. Y el teólogo de frontera José María Vigil ha hecho de ti
tres rotundas afirmaciones que son, más que verdades para creer, desafíos de
urgencia para asumir:
“Romero: símbolo máximo de la opción por los pobres y de la teología de la
liberación. Romero: símbolo máximo del conflicto de la opción por los pobres con
el Estado. Romero: símbolo máximo del conflicto de la opción por los pobres con
la Iglesia institucional”.
No es que tú dejases de ser “institucional” y comportado. Siempre me admiró en
ti la alianza de la disciplina con la libertad, de la piedad tradicional con la
Teología de la liberación, de la profecía más arrojada con el perdón más
generoso. Eras un santo haciéndose, en constante proceso de conversión. De ti se
ha repetido edificadamente que eras un obispo convertido. Con Dios y con el
Pueblo, sin dicotomías. “Yo”, decías, “tengo que escuchar qué dice el Espíritu
por medio de su Pueblo”. Tu homilía del 23 marzo de 1980, víspera de la oblación
total, la titulaste precisamente así: “La Iglesia al servicio de la liberación
personal, comunitaria, trascendente”.
Te recordamos tanto porque te necesitamos, Romero, hermano ejemplar. Tú nos
animas, tú sigues predicándonos la homilía de la liberación integral. Tú sigues
gritando “¡cese la represión!”, a todas las fuerzas represivas en la Sociedad,
en las Iglesias, en las Religiones. Tú nos adviertes que “el que se compromete
con los pobres tiene que recorrer el mismo destino de los pobres: ser
desaparecidos, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres”, y nos
recuerdas que, comprometiéndonos con las causas de los pobres, no hacemos más
que “predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas, que le han dado
vuelta a todo”.
Confiabas —y no te vamos a defraudar— que “mientras haya injusticia habrá
cristianos que la denuncien y que se pongan de parte de sus víctimas”. Tu sangre,
como pedías, es verdaderamente “semilla de libertad”.
Tu memoria no es simplemente nostalgia ni una veneración sacralizada que se
queda en el aire del incienso; queremos que sea, vamos a hacer que sea,
compromiso militante, pastoral de liberación. Nuestro teólogo, el teólogo de los
mártires, Jon Sobrino, nos resume así la tarea evangelizadora y política que,
por fidelidad a tu memoria, nos demanda hoy el Reino: Enfrentarse a la realidad
con la verdad; analizar la realidad y sus causas; trabajar por el cambio
estructural; llevar a cabo una evangelización madura, liberadora, crítica y
autocrítica; construir la Iglesia como pueblo de Dios; dar esperanza a ese
Pueblo que tanto sufre…
Esta semana de tu jubileo, en San Salvador, acabará siendo un sínodo popular, un
encuentro de aspiraciones y compromisos dentro de ese proceso conciliar que
estamos viviendo, una gran vigilia pascual en torno a ti y a tantas y tantos
testigos fieles, conocidos o anónimos, pero todos luminosos en el Libro de la
Vida, seguidores hasta el fin del supremo Testigo Fiel.
“Estamos otra vez en pie de testimonio”, te decía yo en el poema aquel. Y
estamos de verdad. Somos del gran Foro Social Mundial, con el Evangelio y por el
Reino, hacia otro Mundo posible, hacia otra Iglesia —de Iglesias unidas y
liberadoras— , hacia otra Patria Grande, Nuestra América del Caribe y del Sur y
de la entrañable América Central; con un Norte otro, hermano también por fin,
desimperializado.
Nos anuncian la V Conferencia Episcopal Latinoamericana, posiblemente para 2007
y esperamos que sea en América Latina. Ayuda a prepararla, hermano. Haced
celestiales horas extras todos los santos y santas de Nuestra América para que
esa Conferencia sea un Medellín, y actualizado.
Seguiremos hablando, hermano Romero. Cada día. Tú acompañándonos, desde la Paz
total, por el camino arduo y liberador del Evangelio. Tantas veces nos sentimos
como los discípulos de Emaús, defraudados, sin rumbo, porque “pensábamos que… “
Se ha hablado mucho de tu última homilía como de una última palabra tuya,
testamentaria. Tú escribiste otra última palabra, más definitiva aún, pero menos
conocida. El 19 de abril de ese año de 1980, monseñor Arturo Rivera Damas,
administrador apostólico de San Salvador, me escribía: “nos permitimos incluir
aquí la carta que dejó redactada nuestro querido Monseñor Romero el mismo día de
su asesinato y que esa noche él habría de firmar. Agradeciéndole a usted su
solidaridad cristiana con él y con nuestra Iglesia, le pedimos que podamos
contar siempre con sus oraciones para que podamos continuar la obra que el Señor
y la Iglesia nos confían y que siguiendo esos criterios Monseñor Romero realizó”.
Tu carta, Romero, que guardamos en nuestro archivo, timbrada como “reliquia”,
reza así:
“Querido hermano en el episcopado: Con profundo afecto le agradezco su fraternal
mensaje por la pena de la destrucción de nuestra emisora. Su calurosa adhesión
alienta considerablemente la fidelidad a nuestra misión de continuar siendo
expresión de las esperanzas y angustias de los pobres, alegres por correr como
Jesús los mismo riesgos, por identificarnos con las causas justas de los
desposeídos. A la luz de la fe, siéntame estrechamente unido en el afecto, en la
oración y en el triunfo de la Resurrección. Óscar A. Romero, Arzobispo”.
Tu última palabra escrita, y firmada con sangre, no podía ser más cristiana.
Querido San Romero de América, hermano, pastor, testigo: Tú vivías y dabas la
vida porque creías de verdad en “el triunfo de la Resurrección”. Ayúdanos a
creer de verdad en ese triunfo, para vivir y dar la vida como tú, con los pobres
de la Tierra, siguiendo al Crucificado Resucitado Jesús.
Pedro Casaldáliga.
Tel: +503-210-6600 ext. 407, Fax: +503-210-6655 |
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