PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

 

Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

 

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Año 25
número 1165
Octubre 12, 2005
ISSN 0259-9864

 

 

Índice


 

Editorial: Desastres y rendición de cuentas

Política: Privatización de la política de desastres

Economía: Los costos del desastre: balance preliminar

Sociedad: El Salvador en emergencia

Sociedad: Desastres, vivienda y movimientos sociales

Derechos Humanos: El COEN, colapsado

 

 

Editorial


Desastres y rendición de cuentas

 

Por distintas razones, no es usual que en una situación de desastre se hable de rendición de cuentas o cosa semejante. Incluso, so pretexto de la gravedad de la crisis que se enfrenta, los llamados a la unidad suelen prevalecer sobre cualquier intento de evaluar críticamente el comportamiento de los actores estatales o privados cuya responsabilidad en el desastre que se enfrenta es insoslayable. Quienes claman por una evaluación de ese tipo suelen ser condenados por los voceros oficiales y sus aliados en los grandes medios de comunicación; la acusación que usualmente se les lanza es la de estar politizando la situación, la de estar dividiendo a la sociedad en momentos en los cuales la unidad de todos y todas es la exigencia primordial.


Obviamente, se trata de argumentos que, además de poco sólidos, delatan un afán de encubrir, conciente o inconcientemente, a quienes tienen una responsabilidad directa en la situación de desastre. Esa complicidad y ese encubrimiento comienzan, aunque no lo parezca a primera vista, con el manejo de las palabras y los términos que se emplean para referirse a los fenómenos que pueden estar ocurriendo. El ejemplo más llamativo de ello es la expresión “desastre natural”, cuyo uso indiscriminado por funcionarios, periodistas y empresarios introduce un sesgo que impide una interpretación más realista de un desastre, tanto en su gestación y desarrollo como en el manejo de su impacto social.


En este sentido, se impone el rechazo de la expresión “desastre natural” y su reemplazo por la palabra dura y simple “desastre”. Ahora bien, no se trata de un mero cambio terminológico, sino de un cambio de enfoque y de concepción. Y es que, si con la primera expresión lo que se hace es cargar en acento en la naturaleza como generadora de daños sobre la sociedad, la segunda obliga a prestar atención a las condiciones sociales (económicas, culturales, políticas) que llevan a determinados grupos sociales a ser propensos a padecer, más directamente que otros, el impacto determinados fenómenos naturales. Es decir, hay desastre, no donde se produce, sin más, una erupción volcánica, un terremoto o el desborde de un río, sino ahí donde esa erupción, ese terremoto o ese desborde encuentran a una población expuesta —es decir, vulnerable— a su impacto. A mayor vulnerabilidad social, mayor impacto de las fuerzas de la naturaleza; es decir, mayor desastre.


A esa conclusión se puede sumar esta otra: en las sociedades segmentadas y atravesadas por divisiones socioeconómicas profundas, los sectores sociales más vulnerables son aquellos que se ubican en la base de la pirámide social, esto es, los más pobres, los que viven en condiciones de precariedad y marginalidad extremas. Es para estos grupos sociales que los desastres son una amenaza permanente, no porque la naturaleza sea mala o asesina, sino porque la precariedad de sus condiciones de vida —vivienda, resistencia a enfermedades, servicios básicos, alcantarillas, drenajes, vías de comunicación, etc.— no les permite protegerse —como sí pueden hacerlo otros grupos sociales— de sus embates.


Dada esa situación de vulnerabilidad de determinados sectores de la sociedad, lo prioritario —cuando se desata un fenómeno natural cuyo impacto se cierne directamente sobre ellos— debe ser ponerlos a salvo tanto en su vida como en sus bienes. Esta debería ser la tarea primordial de las autoridades de gobierno en su conjunto como de las instancias ministeriales e institucionales creadas para brindar seguridad a la población. Pero no sólo eso: un esfuerzo previo e ineludible debería estar encaminado a disminuir, con los mejores recursos y la mayor celeridad, las condiciones de vulnerabilidad de esos grupos sociales.


Tras una situación de desastre, una de las cosas que necesariamente tiene que hacerse es pedir cuentas a las autoridades gubernamentales tanto por lo que hicieron para disminuir las condiciones de vulnerabilidad social como por el manejo de una situación de desastre en el momento en que la misma se generó. Es decir, la rendición de cuentas se impone como una obligación de las autoridades ante la sociedad en su conjunto como ante las víctimas del desastre —que también suelen serlo de la negligencia estatal y de la voracidad empresarial—.


Una vez que el país salga de los momentos más dramáticos, la rendición de cuentas por parte de la administración de Elías Antonio Saca deberá convertirse en un asunto de discusión pública de primera importancia. ¿Qué se hizo para proteger, desde el Estado, a la población más vulnerable del país? ¿Cuál fue el desempeño de las diferentes carteras de Estado en el manejo del desastre? ¿Fueron debidamente protegidas por el Estado la vida y los bienes de las familias afectadas por el mismo? ¿Está preparado el gobierno para hacer frente a situaciones de emergencia como las que en estos días han golpeado al país? ¿Cuál es la responsabilidad del gobierno ante las víctimas? ¿Es la complicidad de los gobiernos de ARENA con los grandes empresarios de la construcción —el grupo Roble, por ejemplo— una de las causas del deterioro del medio ambiente en las zonas altas de San Salvador y Santa Tecla? Si es así, ¿cómo deducir responsabilidades? ¿Van a asumir los responsables los costos económicos de los daños provocados?


Estas y otras preguntas esperan respuesta. Ojalá que el silencio cómplice no impida, como en otras ocasiones, que los causantes de tanto daño —empresarios voraces y funcionarios ineptos— se queden sin ser debidamente castigados.


Para que el silencio no se imponga, la sociedad —con sus diversas instancias organizativas y de participación— debe exigir al gobierno que cumpla con sus obligaciones constitucionales, entre las cuales la fundamental es la de brindar protección a los ciudadanos.

G

 

Política


Privatización de la política de desastres

 

El gobierno de Elías Antonio Saca entró en funciones desmarcándose del sello autoritario de su predecesor, Francisco Flores, y, al menos desde su discurso, ofreciendo espacios amplios de diálogo y concertación políticas. Sin embargo, sus decisiones para enfrentar los desastres naturales que han golpeado al país son casi una copia al calco de los desaciertos de Flores. La política de atención y prevención de desastres está privatizada, es decir, orientada en función de los intereses del partido gobernante —y de los sectores económicos y políticos ahí representados—, en vez de estarlo en función del país.


Mientras se hablaba mucho de un acercamiento entre el Ejecutivo y la alcaldía capitalina para solucionar algunas de las causas de las inundaciones en San Salvador, no se podía decir lo mismo de los gobiernos municipales del interior del país. El Comité de Emergencia Nacional (COEN), según denuncias de muchas alcaldías gobernadas por la oposición, no ha hecho llegar la ayuda para la población damnificada.


Nuevamente se aprecia la misma política hacia las alcaldías opositoras por parte de los gobiernos areneros. Hay una política sistemática de bloqueo hacia las municipalidades, puesto que las más importantes de ellas están en manos del FMLN. Esto explica la negativa de los ejecutivos de ARENA a asignar mayores recursos presupuestarios para las alcaldías, o a aprobar medidas que les den mayor libertad de movimientos económicos para echar a andar proyectos de desarrollo municipal.


Desgraciadamente, esta política ha sido llevada al extremo, en el contexto del estado de calamidad nacional. No solamente se tiene que la ayuda no llega a las poblaciones damnificadas si no hay cámaras de por medio, sino que, cuando llega, lo hace a través de personajes vestidos con los colores del partido oficial.

La ayuda internacional
La primera reacción de algunos personeros del gobierno fue declarar que rechazaban la ayuda internacional. Sin embargo, la magnitud de los desastres naturales que se conjugaron fue tan grande, que el optimismo y la autosuficiencia gubernamentales tuvieron que modularse. Entonces ya era evidente que la crisis se le iba de las manos al gobierno. Se tuvo que admitir que los recursos financieros del Estado no serían suficientes, al contrario de lo que afirmó en su oportunidad el ministro de Relaciones Exteriores. El presidente Saca declaró que tanto éste como la ministra de Economía, Yolanda Portillo de Gavidia, se encargarían de dirigirse a la comunidad internacional para pedir ayuda.


Era lo obvio. Sin embargo, una vez llegada la ayuda del exterior, comenzaron a pasar cosas extrañas. Resultaba que la ayuda de algunos países era completamente necesaria y bienvenida, mientras que la de otros se rechazaba. Un país que tiene por delante un gasto de 120 millones de dólares, únicamente para obras viales y de prevención, se daba el lujo de tratar con desdén los ofrecimientos de ayuda de ciertos gobiernos del mundo.


El pasado 7 de octubre, Venezuela envió un grupo de diez médicos y veintiséis técnicos en desastres. Sin embargo, el contingente del país sudamericano tuvo que regresar a su lugar de origen dos días después. En el transcurso de esos días, los enviados venezolanos no pudieron pasar más allá de los límites del aeropuerto de Comalapa. Según la embajadora venezolana, María Eugenia Silva, el gobierno salvadoreño desestimó el envío del personal aduciendo “que no era necesario ese tipo de ayuda”. Eso sí, los paquetes con medicina y alimentos, así como un donativo de 400 mil dólares fue recibido sin mayores remilgos.


De igual manera se rechazó el ofrecimiento de Cuba, de enviar un grupo de médicos para atender las comunidades afectadas. El argumento es que El Salvador tiene suficientes médicos para enfrentar la crisis. Entonces, ¿cómo se explica que se hayan aceptado sin mayores condiciones a tres médicos israelíes? El ministro de Salud Guillermo Maza aduce que si aceptaron esta oferta fue porque la delegación era pequeña y que “en este momento no hay necesidad de hacinarnos con más gente médica [sic] de la que tenemos”. Una explicación muy pobre, porque es evidente que en una situación de la naturaleza de la actual, no tiene sentido “hacinar” a los médicos en los hospitales, sino destacarlos en las comunidades y en los albergues.


Si, como en efecto explicó la embajadora venezolana, el grupo de profesionales que tuvo que regresar a su país el fin de semana, “está capacitado y tiene expe-riencia en evaluación de daños, búsqueda y salvamento, atención de emergencias médicas y administración de albergues”, la negativa de las autoridades salvadoreñas parece algo completamente carente de sentido. Para tratar de salvar un poco el desliz, el presidente Saca declaró que “no teníamos necesidad de rescatistas, que era básicamente lo que integraba la dele-gación”. ¿Y los médicos? Tal parece que, como declaró el propio mandatario, “no necesitamos médicos”. La semana del desastre tampoco necesitábamos ayuda internacional.

Se necesita fiscalizar la ayuda
Durante los terremotos de 2001, la comunidad internacional prefirió canalizar una parte significativa de la ayuda a través de las organizaciones no gubernamentales (ONG) y los gobiernos municipales, para garantizar que ésta llegara sin mayores obstáculos a las comunidades. La medida indicaba que ante la ya probada incapacidad del gobierno para manejar ágil y adecuadamente la ayuda, los gobiernos e instituciones solidarias con El Salvador optaban por el camino más confiable.


El miércoles 12 de octubre se dio a conocer en los periódicos que un 9% de la ayuda que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas envió al país “se perdió”. El organismo destinó el 75% a las alcaldías, mientras que, del 25% que recibió el gobierno, el porcentaje antes dicho tomó rumbo desconocido.
La denuncia es aflictiva, dado que la comunidad internacional ha respondido sin miserias a la petición de ayuda. Desde el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) —que ha desembolsado cien mil dólares en calidad de donativo, no de préstamo—, hasta el gobierno de Honduras —que ha enviado 3,000 colchonetas—, pasando por Taiwán —cuyo gobierno destinó 300,000 dólares—, gobiernos e instituciones de todas partes del mundo han respondido a la solicitud de ayuda. Ello en momentos en que El Salvador no es el único país que enfrenta desastres: solamente en Latinoamérica, Guatemala, Nicaragua y México también resultaron afectados por el huracán Stan; sin contar, por supuesto, la situación de la India y Paquistán después de los terremotos recientes.


Es el gran enigma que surge después de cada desastre. Si la ayuda no llega a las comunidades, ¿dónde se pierde, si queda en manos del gobierno? Para curarse en salud, la oposición legislativa propuso que la Asamblea vigilara el buen manejo de la ayuda, cosa a la que, sintomáticamente, la bancada oficial se negó. En un manejo oportunista del “dejar hacer” liberal, el partido de gobierno entiende que el Estado que actualmente regenta es algo privado y que nadie tiene que pedirle cuentas.

G

 

Economía


Los costos del desastre: balance preliminar

 

Después de la tragedia de la semana anterior viene la etapa de reconstrucción. Las torrenciales lluvias dejaron daños severos en la infraestructura social y privada. Muchas personas que perdieron sus bienes materiales tendrán que rehacer sus vidas. Pero, más lamentable que la destrucción material, es la pérdida de vidas humanas, sobre todo si las personas que fallecieron eran jefes de hogar. Esto vuelve mucho más delicada la situación de las familias de cara al futuro. Lo importante es que frente a la nueva etapa, el Estado no sólo debe reconstruir la infraestructura social —reparación de calles, puentes, escuelas y unidades médicas—, también es necesario que realice obras de mitigación de riesgos para reducir la vulnerabilidad del país. Y, especialmente, debe establecer una ayuda sistemática a las familias seriamente afectadas por las inundaciones.

G

 

Sociedad


El Salvador en emergencia

 

Las lluvias provocadas por el huracán Stan cesaron hace unos pocos días, pero decenas de familias de salvadoreños aún permanecen en los albergues, regresaron a sus casas derruidas o, simplemente, se han quedado sin nada. ¿Quién asume los costos de la emergencia? ¿Quién responde por los daños en bienes personales, viviendas y todo tipo de pertenencias de los cientos de albergados? Aun más, ¿quién asume el irreparable daño humano y económico por la muerte de 74 personas, con nombre y apellido, y una vida por delante?

La emergencia continúa
Luego de una semana de emergencia en todo el territorio nacional, la mayoría de salvadoreños regresaron esta semana a sus actividades habituales. Salvo las escuelas públicas y colegios privados, que han normalizado a medias sus actividades, los empleados de gobierno, la empresa privada y otros sectores que habían paralizado reanudaron sus labores el pasado lunes 10. La mayoría de la población, pues, vuelve a la normalidad.


Pero la emergencia continúa. El COEN disminuyó la intensidad de la alerta, de roja a amarilla, hasta este miércoles, lo que significa que todavía algunos puntos del territorio nacional constituyen amenaza y que se mantienen activos los organismos de atención de la emergencia. Esta situación se da en algunas zonas costeras y bajas, como la del Bajo Lempa, donde la gente regresa a sus viviendas, pero han perdido sus cultivos y animales domésticos; también hay situaciones de riesgo para los habitantes de los bordes de quebradas y arenales del Área Metropolitana de San Salvador, cuyas viviendas han quedado más vulnerables que antes, o destruidas. Similar situación enfrentan muchos pobladores de los departamentos de Sonsonate y Santa Ana, donde el volcán Ilamatepec sigue constituyendo una amenaza.


Pese a que, hasta este miércoles 12 de octubre, casi la mitad de los albergados había regresado a sus viviendas –o lo que quedó de ellas— aún permanecían unos 40,600 salvadoreños en los 412 refugios extendidos en todo el país. De los 14 departamentos de la República, sólo La Unión no registraba refugiados. Pero, en La Libertad hay todavía 10,600 salvadoreños albergados y una cifra similar en el departamento de San Salvador.

Reacciones ante la emergencia
Los primeros en reaccionar han sido los directamente afectados. Decenas de familias abandonaron sus hogares porque éstos se veían seriamente amenazados por las inundaciones y deslizamientos. Su reacción viene del instinto de supervivencia. Otros, o fueron sorprendidos por aludes o murieron porque no abandonaron las zonas de peligro. Lo más probable es que la mayoría fuera sorprendida, pero han muerto los que no tenían otra opción de vivienda ni otros servicios, los que habitaban en las riberas de los ríos y a la orilla de los barrancos, a donde han regresado muchos pese a la constante amenaza. Esta es la reacción de la supervivencia.


Otros, las autoridades gubernamentales, respondieron atendiendo a los afectados. La Asamblea, a petición del Ejecutivo, decretó estado de emergencia nacional y calamidad pública en todo el territorio del país. La alerta roja puso en acción a todo el aparato estatal encargado de atender los casos de emergencia, pero lo cierto es que éste se vio sobrepasado por la magnitud de la tragedia. Como se afirmó en el número anterior “hasta la fecha ya han sobrado denuncias de mala distribución de la ayuda y un manejo ‘partidista’ de la misma. Otros ciudadanos se quejan de que el Comité de Emergencia Nacional no reporta todos los daños y se ha enfocado en la atención inmediata de la emergencia y descuidado las labores de prevención en muchas zonas altamente vulnerables a deslizamientos de tierra e inundaciones”. (Proceso, N°.1164) Esta es la reacción del mandato legal, pero a medias.


Algunos sectores, como la empresa privada, sirvieron para canalizar la entrega y distribución de la ayuda, como si el Estado no fuera capaz de tal tarea. Pero esto es ya tradición en el gobierno de ARENA: en cada emergencia, llama a la ANEP y otras poderosas gremiales empresariales para compartir créditos o hacer lo que por mandato constitucional le corresponde. Sólo cuando el Ejecutivo se sintió rebasado por la emergencia llamó a las alcaldías, por definición más cercanas a la gente y conocedoras de sus necesidades. El papel de la empresa privada, salvo algunas excepciones, se ha reducido a distribuir ayuda a gente que ella misma ha contribuido a que se vea en esas condiciones. ¿De qué manera? La voracidad empresarial, al construir urbanizaciones y grandes centros comerciales en zonas de gran valor ambiental, ha pronunciado el deterioro del ecosistema del que se nutre El Salvador. La responsabilidad de los empresarios e industriales también incluye los contaminantes que vierten sobre ríos y quebradas, sobrepasando leyes y tratados y la misma autoridad de organismos como la Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador (OPAMSS). Esta es la irresponsabilidad social empresarial.


Los medios de comunicación también han jugado un papel relevante en el manejo de la emergencia. Muchos de ellos han alertado a las poblaciones y han girado instrucciones sobre cómo atender casos de emergencia. También ha habido iniciativas muy críticas por parte de algunos medios. La Prensa Gráfica, por ejemplo, estuvo vigilante de las acciones —u omisiones— del COEN en el volcán Ilamatepec. La investigación de este medio indica la irresponsabilidad institucional de esa dependencia estatal para con la gente que decidió evacuar la zona, por sus propios medios, ante la inminencia de la erupción. A partir de aquí se desprende que el director de esa dependencia debería renunciar, por su inhumanidad.


Pero este papel de los medios fue escasamente desarrollado. En la mayoría de los casos, desde la prensa, la radio y la televisión, se alimentó la idea de que los desastres han respondido a los meros caprichos de la naturaleza, como si la mano humana no tuviera nada que ver. En algunos medios se tildó de “asesinas” o “enemigas” a las lluvias, desvinculándolas de la responsabilidad humana en la tragedia. La mayoría de los medios de comunicación salvadoreños olvidó que los desastres no son naturales, y que es responsabilidad de muchos, sobre todo del Estado, por omisión, y los grandes empresarios, por irresponsabilidad, que el territorio y las poblaciones se hallen tan vulnerables.


Los fenómenos naturales, como el “Mitch”, ocurrido en 1998, los terremotos del 2001, la última erupción del Ilamatepec y las recientes lluvias que acompañaban a Stan no pueden evitarse. Se trata de la fuerza de la naturaleza que siempre está en constante movimiento y ello es lo más normal del mundo: siempre, desde que la Tierra existe hace 4 mil millones de años, ha sido así. Lo que no es natural, porque si lo fuera se caería en una postura determinista, es que esos fenómenos se traduzcan en desastres. Desde que la mano del ser humano se ve involucrada en la transformación de la naturaleza cabe hablar de desastres socio-naturales. La misma civilización humana ha transformado de tal manera el medio ambiente natural que ha comprometido la calidad del mismo para las futuras generaciones. En suma, la reacción de los medios de comunicación ha sido la reacción de la ambigüedad.


Pero ha habido indicios de esperanza por la solidaridad de organismos no gubernamentales, iglesias, gobiernos amigos, cuerpos de socorro y la gente común que salió en la ayuda de los afectados. Esta es la reacción de la solidaridad.

El daño humano
Cuando el Comité de Emergencia Nacional contabiliza los muertos causados por las lluvias y la erupción del Ilamatepec sólo maneja, al menos públicamente, cifras: 74. No hay nombres ni apellidos registrados por el gobierno. Lastimosamente, en este tipo de casos, el anonimato condena a la impunidad. Entre las víctimas hay padres y madres que ya no llevarán el sustento a sus familias. Los huérfanos, víctimas indirectas en las frías estadísticas, son también víctimas directas: a parte del daño irreparable de la vida de sus progenitores, pierden una fuente que garantizaría su sustento en unas condiciones de vida la mayoría de las veces deplorables. Son los pobres los que han muerto; los que no tuvieron los suficientes medios y recursos como para abandonar, con anticipación, sus viviendas enclavadas en territorios altamente vulnerables.


Los muertos oficialmente reconocidos son 74. He aquí algunos nombres: María Julia Martínez Andrade; los hermanos Jonathan, José Vladimir y Claudia Patricia, todos Peña Andrade; Jesús Galdámez y Johana Galdámez, hija de este último; Javier García Montoya, Milagro Magdalena Marroquín y sus hijos Karen Vanesa y Eduardo José; Martín Aguiluz Najarro, Zelvin Alberto Montoya, Ramón Hernández Rivera y William Adalberto Martínez, muertos en el municipio de Colón; Santos Francisco Tenorio, Carmen Elena Ramos y sus hijos José Francisco, Daniel Ezequiel y Joselyn Abigail, sepultados en San Marcos… y la lista continúa, hasta completar el número 74.


Más allá de los daños físicos en puentes, carreteras y viviendas, ¿quién responde por el daño humano? El egoísmo es uno de los antivalores emparejados con el “sistema de libertades” con el que se llenan la boca quienes leen los discursos oficiales. El egoísmo y la insolidaridad es lo que prima en ese sombrío escenario.
Salvo algunas excepciones, son los pobres los más solidarios, los que padecen siempre el impacto de los desastres. A quien más compete responder por el daño económico y humano de las familias afectadas es al Estado, entiéndase gobierno central y alcaldías. Es a ella que obliga, por ejemplo, el Principio 10 de la Declaración de Río de Janeiro, suscrita por el gobierno salvadoreño y en la que se lee que, en materia ambiental, “deberá proporcionarse acceso efectivo a los procedimientos judiciales y administrativos, entre éstos el resarcimiento de daños y los recursos pertinentes”.


En conclusión, la emergencia suscitada por Stan y el volcán Ilamatepec enseña a los salvadoreños que la recurrencia de los desastres es un imperativo para que se cambie el modelo de gestión ambiental en el país, si es que cabe hablar de éste. Obviamente, un cambio de modelo debe ir emparejado con un cambio cultural, que empieza por la familia. Aunque todos tienen una cuota de responsabilidad en el deterioro del medio ambiente y la ausencia de una política seria de gestión de riesgos, es a la parte gubernamental y a los empresarios a quienes hay que exigirles más. A los primeros, por no cumplir su papel de garantes del medio ambiente natural y, a los segundos, por depredarlo indiscrimina-damente.

G

 

Sociedad


Desastres, vivienda y movimientos sociales

 

El impacto humano, social y económico provocado por las recientes lluvias es un problema urgente que requiere de atención inmediata, sin embargo ha dejado en evidencia pública serios problemas estructurales que de no atenderse como tales, agudizarán los impactos futuros. Uno de ellos es la carencia de vivienda digna de amplios sectores sociales. De hecho, carecemos de un concepto nacional mínimo de vivienda digna y de una Ley de Vivienda.


Según el Informe sobre Desarrollo Humano, El Salvador 2003, se requiere de la construcción de 31,169 viviendas al año para eliminar el déficit habitacional cuantitativo 468,796 en total para erradicar el cualitativo acumulado. Para fines estadísticos y como herramienta de investigación académica, es útil conocer los déficits, pero las cifras se opacan ante las manifestaciones de la naturaleza. Fenómenos como Stan ilustran la diferencia entre una “vivienda” y una vivienda digna. Para la población resulta mucho más claro el lenguaje de la naturaleza. Poco o nada puede significar una cifra a aquellos que hoy se encuentran llorando a sus muertos o aguantando la incertidumbre de la emergencia en un albergue mal organizado.


Con lo anterior no se está diciendo que toda vivienda digna es a prueba de todo efecto dañino externo, ni que las cifras no reflejen parte de la realidad. No se trata de una generalización irracional, sino de señalar un punto basado en una observación: mientras el déficit habitacional cualitativo sea menor y su medición incluya la seguridad ante riesgos, mayores son las posibilidades de enfrentar los fenómenos naturales con menores costos humanos y sociales. Este es un problema que la región centroamericana debe resolver hoy, de manera integral, si es que de verdad existe un interés en dejar de acumular fatalidad para el futuro próximo.

G

 

Derechos Humanos


El COEN, colapsado

 

Cuando no se aprende de las lecciones, se tiende a cometer los mismos errores. Esta es la única explicación para entender la permanente fragilidad del país, corroborada durante los fenómenos naturales ocurridos este mes que arrojaron un saldo de 74 muertes y más de 72,000 personas refugiadas. Antes de los acontecimientos, el gobierno se jactaba de contar con un plan de emergencia para enfrentar situaciones como esas; su conducción era responsabilidad del Comité de Emergencia Nacional (COEN).


Tanto en la víspera de la erupción del volcán de Santa Ana como durante el desarrollo del suceso, buena parte de las y los residentes en la zona la evacuaron por sus propios medios y sin saber a donde ir. Esas escenas se repitieron por cuatro días más en todo el territorio nacional, debido a las lluvias provocadas por la tormenta tropical “Stan”. La gente abandonó pertenencias y viviendas, sin apoyo oficial en muchos casos, entre las inundaciones y los grandes desprendimientos de tierra. Así se evidenció, de nuevo, la falta de un verdadero plan de emergencia; de entrada, el COEN lanzó señales de inoperancia con la escueta información que transmitió a la población asentada en lugares peligrosos.


Un buen plan de prevención debía identificar zonas vulnerables y sensibilización a la gente viviendo en esos sitios sobre la importancia de sus decisiones, a ser adoptadas con información oportuna. También debía incluir instrucciones acerca de lo que se debía hacer ante los fenómenos, contemplar el trabajo con las municipalidades y los cuerpos de socorro, así como los mecanismos de evacuación, y la ubicación y preparación de albergues. Todo ello, en función de evitar improvisaciones perjudiciales para la población damnificada.


Lo inhóspito de muchos refugios generó quejas de quienes los ocuparon, conocidas a través de los distintos medios de comunicación. Un ejemplo entre tantos: desde el Taller El Guanaco y la Comunidad Quiñónez Privado, ambos albergues ubicados en San Salvador, se denunció falta de agua potable y alimentos; además, esa gente demandó ropa y colchonetas para protegerse del frío y las lluvias.


Al momento de hacer frente a la emergencia no sólo se deben considerar las personas en los albergues; también cuentan aquellas que sufrieron los estragos de los fenómenos naturales, pero se quedaron en sus casas. Sin embargo, unidades de la UCA observaron comunidades como Tecoluca y Concepción Batres, donde las necesidades fueron y siguen siendo enormes, abandonadas por las autoridades gubernamentales.


La incapacidad del COEN ente la situación caótica en los alojamientos temporales, se reflejó en declaraciones de su director. Mauricio Ferrer; al preguntársele el miércoles 5 de octubre sobre el trabajo realizado al respecto, declaró: “en este momento no puedo hablar con usted porque voy a preparar el plan de distribución de ayuda” (LPG, 9/10/05). Eso confirma lo dicho al principio. Manifestar que hasta entonces se encargaría de eso, habiendo transcurrido cinco días desde que inició el primer fenómeno y tres de haberse decretado la alerta roja en todo el país, es una muestra de gravísima negligencia por parte del funcionario; también podría interpretarse como un intento por evadir las críticas a su gestión en los albergues o ante el fracaso para recibir, almacenar y distribuir víveres y ropa donde se requerían con urgencia.


Entre las erradas decisiones de Ferrer al mando del COEN destaca, por ejemplo, designar la Feria Internacional como centro de acopio cuando se hablaba de posibles inundaciones en la zona donde se ubica. Otra muestra de su desempeño se advierte en los informes de dicho Comité que, con o sin intención, reflejaban incongruencias graves. Ejemplo: mientras se expresaba que en el departamento de Cabañas no existían albergues, las municipalidades de Ilobasco y Sensuntepeque manifestaban que sí habían. No incluirlos significó que no los tomaran en cuenta al momento de distribuir la ayuda y que la gente, además, no tuviera acceso a los servicios médicos de emergencia.


Por eso, ante la mayor tormenta que veía venir el gobierno —la del incremento de críticas— se delegó a la Fuerza Armada el control de los albergues y las bodegas, tanto de la Secretaría Nacional de la Familia como de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP); así se sustituyó al COEN. Mientras el cambio se realizaba, el Ministro de Gobernación apeló a la paciencia alegando que las fallas eran por la gran cantidad de damnificados, tratando de restar importancia a la pésima actuación de la dependencia parte de su cartera; en cambio, el Ministro de la Defensa Nacional expresó: “vamos a crear un mando único para que tenga la capacidad de adquirir abastecimientos, almacenarlos y distribuirlos de manera ordenada” (LPG, 6/10/05). ¿Cómo le habrá sonado a Mauricio Ferrer lo anterior, sobre todo lo de ordenar la distribución de ayuda? Quizá los militares le enseñen a hacer bien las cosas, para que no siga aprendiendo a costa del dolor de la población afectada por los fenómenos naturales y victimizada de nuevo con su negligencia.


Cuando el gobierno anunció que centralizaría las donaciones, lo que volvería más burocrático el proceso de entrega de las mismas, se desató una avalancha de cuestionamientos provenientes de diversos sectores sociales. Por eso dio marcha atrás y se comenzó a coordinar con las municipalidades la distribución de víveres y ropa. Así se agilizó un poco el reparto. Lamentablemente, algunas alcaldías como las de Quezaltepeque, Soyapango y Santa Tecla no recibieron la ayuda ofrecida, generán-dose así sospechas sobre los criterios para decidir a cuáles alcaldías se envía y a cuáles no.


Ahora que las donaciones internacionales comienzan a llegar, es necesario abrir canales eficaces para recibirlas y distribuirlas; para ello el titular del Ejecutivo se ha apoyado en la ANEP y no en sus dependencias gubernamentales. ¿Será que ya se dio cuenta que sus funcionarios no son competentes para administrar la ayuda? Cualquiera que fuera la respuesta, el que la gremial empresarial tome parte activa en labores propias del Estado revela no sólo incapacidad, sino también el temor del Presidente ante la posibilidad de que su “gobierno con sentido humano” se derrumbe a causa los fenómenos naturales.


Tras la tormenta, lo cierto es que la gente poco a poco va perdiendo la confianza en la conducción del país y en su efectividad para solventar la situación de los refugios y adjudicar bien los donativos. Un gran sector de la población solidaria prefiere entregar la ropa y los víveres directamente a los albergues, a través de las iglesias o mediante otros mecanismos que no sean estatales. La ayuda internacional también se está inclinando en esa dirección. España contribuyó por medio de la Cruz Roja Internacional y Estados Unidos de América la entregará a organizaciones sociales que trabajan en las zonas afectadas.


El gobierno debe prepararse para este tipo de situaciones concibiendo y desarrollando una verdadera política de prevención y mitigación de desastres. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) emitió un informe el 3 de febrero del 2004. La reducción de riesgos de desastres: Un desafío para el desarrollo, fue titulado. En éste se plantean recomendaciones generales que podría aplicar el gobierno salvadoreño, entre las cuales se encuentran las siguientes: tomar conciencia del alcance de los peligros, la vulnerabilidad y pérdidas causadas por los desastres; utilizar de manera efectiva los datos y la información para adoptar la mejor decisión política; tomar en cuenta los factores que aumentan la vulnerabilidad frente a los desastres; considerar los riesgos de desastres al momento de la planificación para el desarrollo. A la vez, se debería nombrar una persona capaz para conducir el COEN a fin de garantizar su eficacia, sobre todo en lo relativo a coordinar con los gobiernos locales un mejor trabajo ya que este esfuerzo debe realizarse por encima de los criterios políticos partidarios. Más allá del riesgo de perder o ganar votos, se trata de perder vidas o ganar seguridad.

G

 


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