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Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.
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Año 25
número 1165
Octubre 12, 2005
ISSN 0259-9864
Editorial: Desastres y rendición de cuentas
Política: Privatización de la política de desastres
Economía: Los costos del desastre: balance preliminar
Sociedad: El Salvador en emergencia
Sociedad: Desastres, vivienda y movimientos sociales
Derechos Humanos: El COEN, colapsado
Desastres y rendición de cuentas
Por distintas razones, no es usual que en una situación de desastre se hable de rendición de cuentas o cosa semejante. Incluso, so pretexto de la gravedad de la crisis que se enfrenta, los llamados a la unidad suelen prevalecer sobre cualquier intento de evaluar críticamente el comportamiento de los actores estatales o privados cuya responsabilidad en el desastre que se enfrenta es insoslayable. Quienes claman por una evaluación de ese tipo suelen ser condenados por los voceros oficiales y sus aliados en los grandes medios de comunicación; la acusación que usualmente se les lanza es la de estar politizando la situación, la de estar dividiendo a la sociedad en momentos en los cuales la unidad de todos y todas es la exigencia primordial.
Obviamente, se trata de argumentos que, además de poco sólidos, delatan un afán
de encubrir, conciente o inconcientemente, a quienes tienen una responsabilidad
directa en la situación de desastre. Esa complicidad y ese encubrimiento
comienzan, aunque no lo parezca a primera vista, con el manejo de las palabras y
los términos que se emplean para referirse a los fenómenos que pueden estar
ocurriendo. El ejemplo más llamativo de ello es la expresión “desastre natural”,
cuyo uso indiscriminado por funcionarios, periodistas y empresarios introduce un
sesgo que impide una interpretación más realista de un desastre, tanto en su
gestación y desarrollo como en el manejo de su impacto social.
En este sentido, se impone el rechazo de la expresión “desastre natural” y su
reemplazo por la palabra dura y simple “desastre”. Ahora bien, no se trata de un
mero cambio terminológico, sino de un cambio de enfoque y de concepción. Y es
que, si con la primera expresión lo que se hace es cargar en acento en la
naturaleza como generadora de daños sobre la sociedad, la segunda obliga a
prestar atención a las condiciones sociales (económicas, culturales, políticas)
que llevan a determinados grupos sociales a ser propensos a padecer, más
directamente que otros, el impacto determinados fenómenos naturales. Es decir,
hay desastre, no donde se produce, sin más, una erupción volcánica, un terremoto
o el desborde de un río, sino ahí donde esa erupción, ese terremoto o ese
desborde encuentran a una población expuesta —es decir, vulnerable— a su impacto.
A mayor vulnerabilidad social, mayor impacto de las fuerzas de la naturaleza; es
decir, mayor desastre.
A esa conclusión se puede sumar esta otra: en las sociedades segmentadas y
atravesadas por divisiones socioeconómicas profundas, los sectores sociales más
vulnerables son aquellos que se ubican en la base de la pirámide social, esto es,
los más pobres, los que viven en condiciones de precariedad y marginalidad
extremas. Es para estos grupos sociales que los desastres son una amenaza
permanente, no porque la naturaleza sea mala o asesina, sino porque la
precariedad de sus condiciones de vida —vivienda, resistencia a enfermedades,
servicios básicos, alcantarillas, drenajes, vías de comunicación, etc.— no les
permite protegerse —como sí pueden hacerlo otros grupos sociales— de sus embates.
Dada esa situación de vulnerabilidad de determinados sectores de la sociedad, lo
prioritario —cuando se desata un fenómeno natural cuyo impacto se cierne
directamente sobre ellos— debe ser ponerlos a salvo tanto en su vida como en sus
bienes. Esta debería ser la tarea primordial de las autoridades de gobierno en
su conjunto como de las instancias ministeriales e institucionales creadas para
brindar seguridad a la población. Pero no sólo eso: un esfuerzo previo e
ineludible debería estar encaminado a disminuir, con los mejores recursos y la
mayor celeridad, las condiciones de vulnerabilidad de esos grupos sociales.
Tras una situación de desastre, una de las cosas que necesariamente tiene que
hacerse es pedir cuentas a las autoridades gubernamentales tanto por lo que
hicieron para disminuir las condiciones de vulnerabilidad social como por el
manejo de una situación de desastre en el momento en que la misma se generó. Es
decir, la rendición de cuentas se impone como una obligación de las autoridades
ante la sociedad en su conjunto como ante las víctimas del desastre —que también
suelen serlo de la negligencia estatal y de la voracidad empresarial—.
Una vez que el país salga de los momentos más dramáticos, la rendición de
cuentas por parte de la administración de Elías Antonio Saca deberá convertirse
en un asunto de discusión pública de primera importancia. ¿Qué se hizo para
proteger, desde el Estado, a la población más vulnerable del país? ¿Cuál fue el
desempeño de las diferentes carteras de Estado en el manejo del desastre? ¿Fueron
debidamente protegidas por el Estado la vida y los bienes de las familias
afectadas por el mismo? ¿Está preparado el gobierno para hacer frente a
situaciones de emergencia como las que en estos días han golpeado al país? ¿Cuál
es la responsabilidad del gobierno ante las víctimas? ¿Es la complicidad de los
gobiernos de ARENA con los grandes empresarios de la construcción —el grupo
Roble, por ejemplo— una de las causas del deterioro del medio ambiente en las
zonas altas de San Salvador y Santa Tecla? Si es así, ¿cómo deducir
responsabilidades? ¿Van a asumir los responsables los costos económicos de los
daños provocados?
Estas y otras preguntas esperan respuesta. Ojalá que el silencio cómplice no
impida, como en otras ocasiones, que los causantes de tanto daño —empresarios
voraces y funcionarios ineptos— se queden sin ser debidamente castigados.
Para que el silencio no se imponga, la sociedad —con sus diversas instancias
organizativas y de participación— debe exigir al gobierno que cumpla con sus
obligaciones constitucionales, entre las cuales la fundamental es la de brindar
protección a los ciudadanos.
Privatización de la política de desastres
El gobierno de Elías Antonio Saca entró en funciones desmarcándose del sello autoritario de su predecesor, Francisco Flores, y, al menos desde su discurso, ofreciendo espacios amplios de diálogo y concertación políticas. Sin embargo, sus decisiones para enfrentar los desastres naturales que han golpeado al país son casi una copia al calco de los desaciertos de Flores. La política de atención y prevención de desastres está privatizada, es decir, orientada en función de los intereses del partido gobernante —y de los sectores económicos y políticos ahí representados—, en vez de estarlo en función del país.
Mientras se hablaba mucho de un acercamiento entre el Ejecutivo y la alcaldía
capitalina para solucionar algunas de las causas de las inundaciones en San
Salvador, no se podía decir lo mismo de los gobiernos municipales del interior
del país. El Comité de Emergencia Nacional (COEN), según denuncias de muchas
alcaldías gobernadas por la oposición, no ha hecho llegar la ayuda para la
población damnificada.
Nuevamente se aprecia la misma política hacia las alcaldías opositoras por parte
de los gobiernos areneros. Hay una política sistemática de bloqueo hacia las
municipalidades, puesto que las más importantes de ellas están en manos del FMLN.
Esto explica la negativa de los ejecutivos de ARENA a asignar mayores recursos
presupuestarios para las alcaldías, o a aprobar medidas que les den mayor
libertad de movimientos económicos para echar a andar proyectos de desarrollo
municipal.
Desgraciadamente, esta política ha sido llevada al extremo, en el contexto del
estado de calamidad nacional. No solamente se tiene que la ayuda no llega a las
poblaciones damnificadas si no hay cámaras de por medio, sino que, cuando llega,
lo hace a través de personajes vestidos con los colores del partido oficial.
La ayuda internacional
La primera reacción de algunos personeros del gobierno fue declarar que
rechazaban la ayuda internacional. Sin embargo, la magnitud de los desastres
naturales que se conjugaron fue tan grande, que el optimismo y la
autosuficiencia gubernamentales tuvieron que modularse. Entonces ya era evidente
que la crisis se le iba de las manos al gobierno. Se tuvo que admitir que los
recursos financieros del Estado no serían suficientes, al contrario de lo que
afirmó en su oportunidad el ministro de Relaciones Exteriores. El presidente
Saca declaró que tanto éste como la ministra de Economía, Yolanda Portillo de
Gavidia, se encargarían de dirigirse a la comunidad internacional para pedir
ayuda.
Era lo obvio. Sin embargo, una vez llegada la ayuda del exterior, comenzaron a
pasar cosas extrañas. Resultaba que la ayuda de algunos países era completamente
necesaria y bienvenida, mientras que la de otros se rechazaba. Un país que tiene
por delante un gasto de 120 millones de dólares, únicamente para obras viales y
de prevención, se daba el lujo de tratar con desdén los ofrecimientos de ayuda
de ciertos gobiernos del mundo.
El pasado 7 de octubre, Venezuela envió un grupo de diez médicos y veintiséis
técnicos en desastres. Sin embargo, el contingente del país sudamericano tuvo
que regresar a su lugar de origen dos días después. En el transcurso de esos
días, los enviados venezolanos no pudieron pasar más allá de los límites del
aeropuerto de Comalapa. Según la embajadora venezolana, María Eugenia Silva, el
gobierno salvadoreño desestimó el envío del personal aduciendo “que no era
necesario ese tipo de ayuda”. Eso sí, los paquetes con medicina y alimentos, así
como un donativo de 400 mil dólares fue recibido sin mayores remilgos.
De igual manera se rechazó el ofrecimiento de Cuba, de enviar un grupo de
médicos para atender las comunidades afectadas. El argumento es que El Salvador
tiene suficientes médicos para enfrentar la crisis. Entonces, ¿cómo se explica
que se hayan aceptado sin mayores condiciones a tres médicos israelíes? El
ministro de Salud Guillermo Maza aduce que si aceptaron esta oferta fue porque
la delegación era pequeña y que “en este momento no hay necesidad de hacinarnos
con más gente médica [sic] de la que tenemos”. Una explicación muy pobre, porque
es evidente que en una situación de la naturaleza de la actual, no tiene sentido
“hacinar” a los médicos en los hospitales, sino destacarlos en las comunidades y
en los albergues.
Si, como en efecto explicó la embajadora venezolana, el grupo de profesionales
que tuvo que regresar a su país el fin de semana, “está capacitado y tiene
expe-riencia en evaluación de daños, búsqueda y salvamento, atención de
emergencias médicas y administración de albergues”, la negativa de las
autoridades salvadoreñas parece algo completamente carente de sentido. Para
tratar de salvar un poco el desliz, el presidente Saca declaró que “no teníamos
necesidad de rescatistas, que era básicamente lo que integraba la dele-gación”.
¿Y los médicos? Tal parece que, como declaró el propio mandatario, “no
necesitamos médicos”. La semana del desastre tampoco necesitábamos ayuda
internacional.
Se necesita fiscalizar la ayuda
Durante los terremotos de 2001, la comunidad internacional prefirió canalizar
una parte significativa de la ayuda a través de las organizaciones no
gubernamentales (ONG) y los gobiernos municipales, para garantizar que ésta
llegara sin mayores obstáculos a las comunidades. La medida indicaba que ante la
ya probada incapacidad del gobierno para manejar ágil y adecuadamente la ayuda,
los gobiernos e instituciones solidarias con El Salvador optaban por el camino
más confiable.
El miércoles 12 de octubre se dio a conocer en los periódicos que un 9% de la
ayuda que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas envió al
país “se perdió”. El organismo destinó el 75% a las alcaldías, mientras que, del
25% que recibió el gobierno, el porcentaje antes dicho tomó rumbo desconocido.
La denuncia es aflictiva, dado que la comunidad internacional ha respondido sin
miserias a la petición de ayuda. Desde el Banco Centroamericano de Integración
Económica (BCIE) —que ha desembolsado cien mil dólares en calidad de donativo,
no de préstamo—, hasta el gobierno de Honduras —que ha enviado 3,000 colchonetas—,
pasando por Taiwán —cuyo gobierno destinó 300,000 dólares—, gobiernos e
instituciones de todas partes del mundo han respondido a la solicitud de ayuda.
Ello en momentos en que El Salvador no es el único país que enfrenta desastres:
solamente en Latinoamérica, Guatemala, Nicaragua y México también resultaron
afectados por el huracán Stan; sin contar, por supuesto, la situación de la
India y Paquistán después de los terremotos recientes.
Es el gran enigma que surge después de cada desastre. Si la ayuda no llega a las
comunidades, ¿dónde se pierde, si queda en manos del gobierno? Para curarse en
salud, la oposición legislativa propuso que la Asamblea vigilara el buen manejo
de la ayuda, cosa a la que, sintomáticamente, la bancada oficial se negó. En un
manejo oportunista del “dejar hacer” liberal, el partido de gobierno entiende
que el Estado que actualmente regenta es algo privado y que nadie tiene que
pedirle cuentas.
Los costos del desastre: balance preliminar
Después de la tragedia de la semana anterior viene la etapa de reconstrucción. Las torrenciales lluvias dejaron daños severos en la infraestructura social y privada. Muchas personas que perdieron sus bienes materiales tendrán que rehacer sus vidas. Pero, más lamentable que la destrucción material, es la pérdida de vidas humanas, sobre todo si las personas que fallecieron eran jefes de hogar. Esto vuelve mucho más delicada la situación de las familias de cara al futuro. Lo importante es que frente a la nueva etapa, el Estado no sólo debe reconstruir la infraestructura social —reparación de calles, puentes, escuelas y unidades médicas—, también es necesario que realice obras de mitigación de riesgos para reducir la vulnerabilidad del país. Y, especialmente, debe establecer una ayuda sistemática a las familias seriamente afectadas por las inundaciones.
El Salvador en emergencia
Las lluvias provocadas por el huracán Stan cesaron hace
unos pocos días, pero decenas de familias de salvadoreños aún permanecen en los
albergues, regresaron a sus casas derruidas o, simplemente, se han quedado sin
nada. ¿Quién asume los costos de la emergencia? ¿Quién responde por los daños en
bienes personales, viviendas y todo tipo de pertenencias de los cientos de
albergados? Aun más, ¿quién asume el irreparable daño humano y económico por la
muerte de 74 personas, con nombre y apellido, y una vida por delante?
La emergencia continúa
Luego de una semana de emergencia en todo el territorio nacional, la mayoría de
salvadoreños regresaron esta semana a sus actividades habituales. Salvo las
escuelas públicas y colegios privados, que han normalizado a medias sus
actividades, los empleados de gobierno, la empresa privada y otros sectores que
habían paralizado reanudaron sus labores el pasado lunes 10. La mayoría de la
población, pues, vuelve a la normalidad.
Pero la emergencia continúa. El COEN disminuyó la intensidad de la alerta, de
roja a amarilla, hasta este miércoles, lo que significa que todavía algunos
puntos del territorio nacional constituyen amenaza y que se mantienen activos
los organismos de atención de la emergencia. Esta situación se da en algunas
zonas costeras y bajas, como la del Bajo Lempa, donde la gente regresa a sus
viviendas, pero han perdido sus cultivos y animales domésticos; también hay
situaciones de riesgo para los habitantes de los bordes de quebradas y arenales
del Área Metropolitana de San Salvador, cuyas viviendas han quedado más
vulnerables que antes, o destruidas. Similar situación enfrentan muchos
pobladores de los departamentos de Sonsonate y Santa Ana, donde el volcán
Ilamatepec sigue constituyendo una amenaza.
Pese a que, hasta este miércoles 12 de octubre, casi la mitad de los albergados
había regresado a sus viviendas –o lo que quedó de ellas— aún permanecían unos
40,600 salvadoreños en los 412 refugios extendidos en todo el país. De los 14
departamentos de la República, sólo La Unión no registraba refugiados. Pero, en
La Libertad hay todavía 10,600 salvadoreños albergados y una cifra similar en el
departamento de San Salvador.
Reacciones ante la emergencia
Los primeros en reaccionar han sido los directamente afectados. Decenas de
familias abandonaron sus hogares porque éstos se veían seriamente amenazados por
las inundaciones y deslizamientos. Su reacción viene del instinto de
supervivencia. Otros, o fueron sorprendidos por aludes o murieron porque no
abandonaron las zonas de peligro. Lo más probable es que la mayoría fuera
sorprendida, pero han muerto los que no tenían otra opción de vivienda ni otros
servicios, los que habitaban en las riberas de los ríos y a la orilla de los
barrancos, a donde han regresado muchos pese a la constante amenaza. Esta es la
reacción de la supervivencia.
Otros, las autoridades gubernamentales, respondieron atendiendo a los afectados.
La Asamblea, a petición del Ejecutivo, decretó estado de emergencia nacional y
calamidad pública en todo el territorio del país. La alerta roja puso en acción
a todo el aparato estatal encargado de atender los casos de emergencia, pero lo
cierto es que éste se vio sobrepasado por la magnitud de la tragedia. Como se
afirmó en el número anterior “hasta la fecha ya han sobrado denuncias de mala
distribución de la ayuda y un manejo ‘partidista’ de la misma. Otros ciudadanos
se quejan de que el Comité de Emergencia Nacional no reporta todos los daños y
se ha enfocado en la atención inmediata de la emergencia y descuidado las
labores de prevención en muchas zonas altamente vulnerables a deslizamientos de
tierra e inundaciones”. (Proceso, N°.1164) Esta es la reacción del mandato
legal, pero a medias.
Algunos sectores, como la empresa privada, sirvieron para canalizar la entrega y
distribución de la ayuda, como si el Estado no fuera capaz de tal tarea. Pero
esto es ya tradición en el gobierno de ARENA: en cada emergencia, llama a la
ANEP y otras poderosas gremiales empresariales para compartir créditos o hacer
lo que por mandato constitucional le corresponde. Sólo cuando el Ejecutivo se
sintió rebasado por la emergencia llamó a las alcaldías, por definición más
cercanas a la gente y conocedoras de sus necesidades. El papel de la empresa
privada, salvo algunas excepciones, se ha reducido a distribuir ayuda a gente
que ella misma ha contribuido a que se vea en esas condiciones. ¿De qué manera?
La voracidad empresarial, al construir urbanizaciones y grandes centros
comerciales en zonas de gran valor ambiental, ha pronunciado el deterioro del
ecosistema del que se nutre El Salvador. La responsabilidad de los empresarios e
industriales también incluye los contaminantes que vierten sobre ríos y
quebradas, sobrepasando leyes y tratados y la misma autoridad de organismos como
la Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador (OPAMSS).
Esta es la irresponsabilidad social empresarial.
Los medios de comunicación también han jugado un papel relevante en el manejo de
la emergencia. Muchos de ellos han alertado a las poblaciones y han girado
instrucciones sobre cómo atender casos de emergencia. También ha habido
iniciativas muy críticas por parte de algunos medios. La Prensa Gráfica, por
ejemplo, estuvo vigilante de las acciones —u omisiones— del COEN en el volcán
Ilamatepec. La investigación de este medio indica la irresponsabilidad
institucional de esa dependencia estatal para con la gente que decidió evacuar
la zona, por sus propios medios, ante la inminencia de la erupción. A partir de
aquí se desprende que el director de esa dependencia debería renunciar, por su
inhumanidad.
Pero este papel de los medios fue escasamente desarrollado. En la mayoría de los
casos, desde la prensa, la radio y la televisión, se alimentó la idea de que los
desastres han respondido a los meros caprichos de la naturaleza, como si la mano
humana no tuviera nada que ver. En algunos medios se tildó de “asesinas” o
“enemigas” a las lluvias, desvinculándolas de la responsabilidad humana en la
tragedia. La mayoría de los medios de comunicación salvadoreños olvidó que los
desastres no son naturales, y que es responsabilidad de muchos, sobre todo del
Estado, por omisión, y los grandes empresarios, por irresponsabilidad, que el
territorio y las poblaciones se hallen tan vulnerables.
Los fenómenos naturales, como el “Mitch”, ocurrido en 1998, los terremotos del
2001, la última erupción del Ilamatepec y las recientes lluvias que acompañaban
a Stan no pueden evitarse. Se trata de la fuerza de la naturaleza que siempre
está en constante movimiento y ello es lo más normal del mundo: siempre, desde
que la Tierra existe hace 4 mil millones de años, ha sido así. Lo que no es
natural, porque si lo fuera se caería en una postura determinista, es que esos
fenómenos se traduzcan en desastres. Desde que la mano del ser humano se ve
involucrada en la transformación de la naturaleza cabe hablar de desastres
socio-naturales. La misma civilización humana ha transformado de tal manera el
medio ambiente natural que ha comprometido la calidad del mismo para las futuras
generaciones. En suma, la reacción de los medios de comunicación ha sido la
reacción de la ambigüedad.
Pero ha habido indicios de esperanza por la solidaridad de organismos no
gubernamentales, iglesias, gobiernos amigos, cuerpos de socorro y la gente común
que salió en la ayuda de los afectados. Esta es la reacción de la solidaridad.
El daño humano
Cuando el Comité de Emergencia Nacional contabiliza los muertos causados por las
lluvias y la erupción del Ilamatepec sólo maneja, al menos públicamente, cifras:
74. No hay nombres ni apellidos registrados por el gobierno. Lastimosamente, en
este tipo de casos, el anonimato condena a la impunidad. Entre las víctimas hay
padres y madres que ya no llevarán el sustento a sus familias. Los huérfanos,
víctimas indirectas en las frías estadísticas, son también víctimas directas: a
parte del daño irreparable de la vida de sus progenitores, pierden una fuente
que garantizaría su sustento en unas condiciones de vida la mayoría de las veces
deplorables. Son los pobres los que han muerto; los que no tuvieron los
suficientes medios y recursos como para abandonar, con anticipación, sus
viviendas enclavadas en territorios altamente vulnerables.
Los muertos oficialmente reconocidos son 74. He aquí algunos nombres: María
Julia Martínez Andrade; los hermanos Jonathan, José Vladimir y Claudia Patricia,
todos Peña Andrade; Jesús Galdámez y Johana Galdámez, hija de este último;
Javier García Montoya, Milagro Magdalena Marroquín y sus hijos Karen Vanesa y
Eduardo José; Martín Aguiluz Najarro, Zelvin Alberto Montoya, Ramón Hernández
Rivera y William Adalberto Martínez, muertos en el municipio de Colón; Santos
Francisco Tenorio, Carmen Elena Ramos y sus hijos José Francisco, Daniel
Ezequiel y Joselyn Abigail, sepultados en San Marcos… y la lista continúa, hasta
completar el número 74.
Más allá de los daños físicos en puentes, carreteras y viviendas, ¿quién
responde por el daño humano? El egoísmo es uno de los antivalores emparejados
con el “sistema de libertades” con el que se llenan la boca quienes leen los
discursos oficiales. El egoísmo y la insolidaridad es lo que prima en ese
sombrío escenario.
Salvo algunas excepciones, son los pobres los más solidarios, los que padecen
siempre el impacto de los desastres. A quien más compete responder por el daño
económico y humano de las familias afectadas es al Estado, entiéndase gobierno
central y alcaldías. Es a ella que obliga, por ejemplo, el Principio 10 de la
Declaración de Río de Janeiro, suscrita por el gobierno salvadoreño y en la que
se lee que, en materia ambiental, “deberá proporcionarse acceso efectivo a los
procedimientos judiciales y administrativos, entre éstos el resarcimiento de
daños y los recursos pertinentes”.
En conclusión, la emergencia suscitada por Stan y el volcán Ilamatepec enseña a
los salvadoreños que la recurrencia de los desastres es un imperativo para que
se cambie el modelo de gestión ambiental en el país, si es que cabe hablar de
éste. Obviamente, un cambio de modelo debe ir emparejado con un cambio cultural,
que empieza por la familia. Aunque todos tienen una cuota de responsabilidad en
el deterioro del medio ambiente y la ausencia de una política seria de gestión
de riesgos, es a la parte gubernamental y a los empresarios a quienes hay que
exigirles más. A los primeros, por no cumplir su papel de garantes del medio
ambiente natural y, a los segundos, por depredarlo indiscrimina-damente.
Desastres, vivienda y movimientos sociales
El impacto humano, social y económico provocado por las recientes lluvias es un problema urgente que requiere de atención inmediata, sin embargo ha dejado en evidencia pública serios problemas estructurales que de no atenderse como tales, agudizarán los impactos futuros. Uno de ellos es la carencia de vivienda digna de amplios sectores sociales. De hecho, carecemos de un concepto nacional mínimo de vivienda digna y de una Ley de Vivienda.
Según el Informe sobre Desarrollo Humano, El Salvador 2003, se requiere de la
construcción de 31,169 viviendas al año para eliminar el déficit habitacional
cuantitativo 468,796 en total para erradicar el cualitativo acumulado. Para
fines estadísticos y como herramienta de investigación académica, es útil
conocer los déficits, pero las cifras se opacan ante las manifestaciones de la
naturaleza. Fenómenos como Stan ilustran la diferencia entre una “vivienda” y
una vivienda digna. Para la población resulta mucho más claro el lenguaje de la
naturaleza. Poco o nada puede significar una cifra a aquellos que hoy se
encuentran llorando a sus muertos o aguantando la incertidumbre de la emergencia
en un albergue mal organizado.
Con lo anterior no se está diciendo que toda vivienda digna es a prueba de todo
efecto dañino externo, ni que las cifras no reflejen parte de la realidad. No se
trata de una generalización irracional, sino de señalar un punto basado en una
observación: mientras el déficit habitacional cualitativo sea menor y su
medición incluya la seguridad ante riesgos, mayores son las posibilidades de
enfrentar los fenómenos naturales con menores costos humanos y sociales. Este es
un problema que la región centroamericana debe resolver hoy, de manera integral,
si es que de verdad existe un interés en dejar de acumular fatalidad para el
futuro próximo.
El COEN, colapsado
Cuando no se aprende de las lecciones, se tiende a cometer los mismos errores. Esta es la única explicación para entender la permanente fragilidad del país, corroborada durante los fenómenos naturales ocurridos este mes que arrojaron un saldo de 74 muertes y más de 72,000 personas refugiadas. Antes de los acontecimientos, el gobierno se jactaba de contar con un plan de emergencia para enfrentar situaciones como esas; su conducción era responsabilidad del Comité de Emergencia Nacional (COEN).
Tanto en la víspera de la erupción del volcán de Santa Ana como durante el
desarrollo del suceso, buena parte de las y los residentes en la zona la
evacuaron por sus propios medios y sin saber a donde ir. Esas escenas se
repitieron por cuatro días más en todo el territorio nacional, debido a las
lluvias provocadas por la tormenta tropical “Stan”. La gente abandonó
pertenencias y viviendas, sin apoyo oficial en muchos casos, entre las
inundaciones y los grandes desprendimientos de tierra. Así se evidenció, de
nuevo, la falta de un verdadero plan de emergencia; de entrada, el COEN lanzó
señales de inoperancia con la escueta información que transmitió a la población
asentada en lugares peligrosos.
Un buen plan de prevención debía identificar zonas vulnerables y sensibilización
a la gente viviendo en esos sitios sobre la importancia de sus decisiones, a ser
adoptadas con información oportuna. También debía incluir instrucciones acerca
de lo que se debía hacer ante los fenómenos, contemplar el trabajo con las
municipalidades y los cuerpos de socorro, así como los mecanismos de evacuación,
y la ubicación y preparación de albergues. Todo ello, en función de evitar
improvisaciones perjudiciales para la población damnificada.
Lo inhóspito de muchos refugios generó quejas de quienes los ocuparon, conocidas
a través de los distintos medios de comunicación. Un ejemplo entre tantos: desde
el Taller El Guanaco y la Comunidad Quiñónez Privado, ambos albergues ubicados
en San Salvador, se denunció falta de agua potable y alimentos; además, esa
gente demandó ropa y colchonetas para protegerse del frío y las lluvias.
Al momento de hacer frente a la emergencia no sólo se deben considerar las
personas en los albergues; también cuentan aquellas que sufrieron los estragos
de los fenómenos naturales, pero se quedaron en sus casas. Sin embargo, unidades
de la UCA observaron comunidades como Tecoluca y Concepción Batres, donde las
necesidades fueron y siguen siendo enormes, abandonadas por las autoridades
gubernamentales.
La incapacidad del COEN ente la situación caótica en los alojamientos temporales,
se reflejó en declaraciones de su director. Mauricio Ferrer; al preguntársele el
miércoles 5 de octubre sobre el trabajo realizado al respecto, declaró: “en este
momento no puedo hablar con usted porque voy a preparar el plan de distribución
de ayuda” (LPG, 9/10/05). Eso confirma lo dicho al principio. Manifestar que
hasta entonces se encargaría de eso, habiendo transcurrido cinco días desde que
inició el primer fenómeno y tres de haberse decretado la alerta roja en todo el
país, es una muestra de gravísima negligencia por parte del funcionario; también
podría interpretarse como un intento por evadir las críticas a su gestión en los
albergues o ante el fracaso para recibir, almacenar y distribuir víveres y ropa
donde se requerían con urgencia.
Entre las erradas decisiones de Ferrer al mando del COEN destaca, por ejemplo,
designar la Feria Internacional como centro de acopio cuando se hablaba de
posibles inundaciones en la zona donde se ubica. Otra muestra de su desempeño se
advierte en los informes de dicho Comité que, con o sin intención, reflejaban
incongruencias graves. Ejemplo: mientras se expresaba que en el departamento de
Cabañas no existían albergues, las municipalidades de Ilobasco y Sensuntepeque
manifestaban que sí habían. No incluirlos significó que no los tomaran en cuenta
al momento de distribuir la ayuda y que la gente, además, no tuviera acceso a
los servicios médicos de emergencia.
Por eso, ante la mayor tormenta que veía venir el gobierno —la del incremento de
críticas— se delegó a la Fuerza Armada el control de los albergues y las
bodegas, tanto de la Secretaría Nacional de la Familia como de la Asociación
Nacional de la Empresa Privada (ANEP); así se sustituyó al COEN. Mientras el
cambio se realizaba, el Ministro de Gobernación apeló a la paciencia alegando
que las fallas eran por la gran cantidad de damnificados, tratando de restar
importancia a la pésima actuación de la dependencia parte de su cartera; en
cambio, el Ministro de la Defensa Nacional expresó: “vamos a crear un mando
único para que tenga la capacidad de adquirir abastecimientos, almacenarlos y
distribuirlos de manera ordenada” (LPG, 6/10/05). ¿Cómo le habrá sonado a
Mauricio Ferrer lo anterior, sobre todo lo de ordenar la distribución de ayuda?
Quizá los militares le enseñen a hacer bien las cosas, para que no siga
aprendiendo a costa del dolor de la población afectada por los fenómenos
naturales y victimizada de nuevo con su negligencia.
Cuando el gobierno anunció que centralizaría las donaciones, lo que volvería más
burocrático el proceso de entrega de las mismas, se desató una avalancha de
cuestionamientos provenientes de diversos sectores sociales. Por eso dio marcha
atrás y se comenzó a coordinar con las municipalidades la distribución de
víveres y ropa. Así se agilizó un poco el reparto. Lamentablemente, algunas
alcaldías como las de Quezaltepeque, Soyapango y Santa Tecla no recibieron la
ayuda ofrecida, generán-dose así sospechas sobre los criterios para decidir a
cuáles alcaldías se envía y a cuáles no.
Ahora que las donaciones internacionales comienzan a llegar, es necesario abrir
canales eficaces para recibirlas y distribuirlas; para ello el titular del
Ejecutivo se ha apoyado en la ANEP y no en sus dependencias gubernamentales. ¿Será
que ya se dio cuenta que sus funcionarios no son competentes para administrar la
ayuda? Cualquiera que fuera la respuesta, el que la gremial empresarial tome
parte activa en labores propias del Estado revela no sólo incapacidad, sino
también el temor del Presidente ante la posibilidad de que su “gobierno con
sentido humano” se derrumbe a causa los fenómenos naturales.
Tras la tormenta, lo cierto es que la gente poco a poco va perdiendo la
confianza en la conducción del país y en su efectividad para solventar la
situación de los refugios y adjudicar bien los donativos. Un gran sector de la
población solidaria prefiere entregar la ropa y los víveres directamente a los
albergues, a través de las iglesias o mediante otros mecanismos que no sean
estatales. La ayuda internacional también se está inclinando en esa dirección.
España contribuyó por medio de la Cruz Roja Internacional y Estados Unidos de
América la entregará a organizaciones sociales que trabajan en las zonas
afectadas.
El gobierno debe prepararse para este tipo de situaciones concibiendo y
desarrollando una verdadera política de prevención y mitigación de desastres. El
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) emitió un informe el 3 de
febrero del 2004. La reducción de riesgos de desastres: Un desafío para el
desarrollo, fue titulado. En éste se plantean recomendaciones generales que
podría aplicar el gobierno salvadoreño, entre las cuales se encuentran las
siguientes: tomar conciencia del alcance de los peligros, la vulnerabilidad y
pérdidas causadas por los desastres; utilizar de manera efectiva los datos y la
información para adoptar la mejor decisión política; tomar en cuenta los
factores que aumentan la vulnerabilidad frente a los desastres; considerar los
riesgos de desastres al momento de la planificación para el desarrollo. A la vez,
se debería nombrar una persona capaz para conducir el COEN a fin de garantizar
su eficacia, sobre todo en lo relativo a coordinar con los gobiernos locales un
mejor trabajo ya que este esfuerzo debe realizarse por encima de los criterios
políticos partidarios. Más allá del riesgo de perder o ganar votos, se trata de
perder vidas o ganar seguridad.
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