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Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.
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Año 25
número 1177
Enero 18, 2006
ISSN 0259-9864
Editorial: Violencia electoral
Política: Acuerdos relegados
Economía: La democracia es requisito para el desarrollo económico
Violencia electoral
Hasta cierto punto, dado el contexto social, es normal que la actual campaña electoral esté jalonada por repetidos actos violentos. Desde antes de su comienzo oficial, asomaron ya los primeros signos de violencia política. Destrucción de propaganda, saturación e irrespeto a los sitios públicos e incluso privados, insultos entre candidatos y dirigentes políticos, ataques físicos a las sedes partidarias de unos y otros, agresión física de los militantes del partido contrario e incluso asesinatos. Violencia electoral es también la forma como el Tribunal Supremo Electoral decide según el criterio de favorecer o perjudicar a un determinado partido, según la conveniencia de los institutos políticos que dominan la institución. Invariablemente, la dirigencia de todos los partidos se declara inocente de los actos violentos, o asegura que los investigará, o afirma que no ha dado tales instrucciones a sus militantes; todas ellas están a favor de una campaña pacífica y civilizada; todas se proclaman respetuosas de la legislación y los derechos de los demás partidos; algunas incluso firman pactos de caballeros de no agredirse y todas se exhortan mutuamente, a través de un curioso como ineficaz decreto legislativo, a comportarse de forma democrática. De todas maneras, los repetidos y crecientes actos de violencia política desmienten esas falsas posturas y declaraciones.
La policía y la fiscalía desconocen oficialmente estos actos violentos, no
obstante ser hechos públicos contrarios a los derechos fundamentales de las
personas, de los mismos partidos y de la sociedad. No hay autoridad en el país
con poder como para acusar a un político, llevarlo ante el juez y sancionarlo,
en caso de ser encontrado culpable. Mucho menos cuando ese político está a las
órdenes de un dirigente que también es el Presidente de la República o el
Ministro de Gobernación. En este sentido, los partidos, de hecho, están por
encima de la legislación, una legislación que ellos mismos decretan y que todos
ellos defienden con gran convencimiento aparente. En una reacción tan típica
como ineficaz, han propuesto aumentar los años de prisión a los responsables de
los actos violentos en la campaña electoral, pero ni siquiera esta disposición
extrema los va a detener, así como tampoco la acumulación de años de prisión
detiene la comisión de otros delitos. La institución que debe arbitrar el
proceso y velar por su legalidad, el Tribunal Supremo Electoral, se mantiene al
margen o se limita a cumplir las formalidades indispensables para mantener las
apariencias de limpieza y libertad del proceso electoral.
El comportamiento de los militantes de los partidos políticos, al igual que la
conducta de la población en general, no puede si no ser violento. Hace ya tiempo
que la sociedad salvadoreña, incluidos los funcionarios y los políticos,
perdieron el respeto, e incluso el miedo, a la ley y la sociedad, de forma
progresiva, ha comprendido que la única forma de sobrevivir en el país es
prescindir de aquélla y de las autoridades. Aparte que no hay autoridad con
poder para obligarla a cumplir con la ley. De esta manera, violencia e impunidad
se han articulado para crear un círculo vicioso. Las dirigencias y los
militantes de los partidos políticos no pueden hacer propaganda electoral sin
violar la ley fundamental. Están convencidos que el instrumento idóneo para
acumular votos es la práctica violenta contra sus adversarios. A ello los
motivan deseos irrefrenables de obtener un triunfo aplastante, o deseos de
revancha política, tal vez también de venganza o ajuste de cuentas personales, o
simplemente porque no conocen otra forma mejor de hacer política. No hay que
olvidar que tanto los partidos como el gobierno mismo viven para ganar la
siguiente elección y el país permanece, con breves intervalos de descanso, en
elección permanente, dado el curioso sistema de duración de los mandatos
sometidos al voto popular. De ahí, la gran trascendencia que el medio político y
mediático otorgan a las elecciones.
En efecto, los candidatos y las dirigencias de los diferentes partidos
comparecen con frecuencia ante los medios de comunicación para exponer sus
planes cuando ganen una diputación o una alcaldías. Como no podía ser menos,
esos planes son desproporcionados para el poder real del cargo, lo cual se
explica porque buscan captar votos, por lo tanto, la intención de cumplir es
bastante relativa y como nadie les pide cuentas, pueden hacer toda clase de
falsos anuncios con impunidad. La actitud de los candidatos no es muy razonable,
puesto que las encuestas muestran que la mayoría del cuerpo electoral ya escogió
por qué partido o candidato a alcalde votará, en marzo. Es decir, lo que digan o
hagan los candidatos y dirigentes es irrelevante para la mayoría de electores.
Muchos de quienes aún no han decidido, lo harán justo antes de marcar la
papeleta, ya en el recinto electoral. Sin embargo, la publicidad electoral no es
irrelevante para las empresas mediáticas, porque representa una entrada de
dinero considerable. En correspondencia, éstas ceden espacios amplios a partidos
y candidatos para que expongan sus promesas, al mismo tiempo que ellas
encuentran cómo llenar noticieros sin información relevante.
El enfoque de las empresas mediáticas tiende al tremendismo. Adornan las
intervenciones de los políticos y los candidatos con tonos apocalípticos —al
igual que las notas deportivas—, cuando, en realidad, no es más que una de
muchas elecciones. A juzgar por el tono de los grandes medios, pareciera que el
futuro del país depende de lo que la sociedad elija; pero, en realidad,
cualquiera que llegue al poder, tiene poco margen para maniobrar, por la escasez
generalizada de recursos financieros, por falta de conocimiento de la situación
o bien por no contar con planes viables, y porque el cargo que ocupará ya tiene
una serie de compromisos adquiridos, de los cuales no puede prescindir. Aquellos
que sean electos diputados deberán seguir las órdenes de sus respectivas
dirigencias. Los alcaldes, en cambio, gozan de mayor libertad, pero no tanta
como ellos dan a entender. Sin embargo, los candidatos y las dirigencias hacen
caso omiso de estos condicionamientos, en sus intervenciones públicas. Se
esfuerzan por dejar la impresión de que su desempeño gubernamental marcará la
diferencia. Por otro lado, la falta de formación y de experiencia de la mayoría
de los candidatos así como la inconsistencia de sus discursos son obstáculos
para sostener un debate público entre ellos. Por eso, con pretextos diversos, la
mayoría evade el cuestionamiento directo de críticos independientes. Sus
discursos, elaborados por otros, son tan irreales o inconsistentes y, con
frecuencia, insubstanciales que no los podrían defender en un debate público.
Con todo, los políticos y las grandes empresas mediáticas se refieren a este
proceso como una fiesta cívica. La violencia y la impunidad hacen que ni sea
fiesta, o en cualquier caso, es una fiesta violenta, lo cual es una
contradicción; ni que tampoco pueda ser interpretado como una expresión de
civilidad. Por otro lado, el bombardeo propagandístico, tan abrumador como
irrelevante, resulta pesado para los consumidores de la producción de las
empresas mediáticas. No es extraño, entonces, el poco interés de la sociedad en
la competencia de los partidos políticos.
Acuerdos relegados
Algunos periódicos dedicaron, el fin de semana pasado, algunas páginas a rememorar los acuerdos de paz firmados en 1992. Muchos enfoques se centraron en “descubrir” los entretelones de las negociaciones entre el gobierno y la antigua guerrilla del FMLN, sobre todo, desde la perspectiva de los negociadores gubernamentales, que son presentados como los grandes impulsores de la paz. Sin embargo, más allá de algunas conmemoraciones públicas —como la organizada por el FMLN— que no tuvieron el relieve de años anteriores, los acuerdos de paz han sido relegados, prácticamente, de la agenda política, bajo el supuesto de que han sido superados y El Salvador se ha encaminado hacia otra etapa.
La época inmediatamente posterior a la firma de la paz fue calificada por muchos
analistas e investigadores como una época de “transición”. Desde una perspectiva
optimista, fundamentada por el entusiasmo propio de la época, se asumía que
dicha transición se encaminaba hacia la democratización de la sociedad
salvadoreña. Desde la oposición, se asumía correctamente que los acuerdos
firmados en Chapultepec constituían los fundamentos sobre los cuales la sociedad
tendría que construir un orden democrático. Ahora bien, otros sectores, más
vinculados a los grupos tradicionales de poder, vieron en los acuerdos de 1992,
no tanto las bases de una serie de transformaciones democráticas, sino el grado
máximo de concesiones políticas que les era dable hacer.
Esta diferencia de perspectivas y la trabajosa recomposición de las
correlaciones políticas dieron como resultado tensiones, enfrentamientos,
cambios de enfoques y, finalmente, una transición que no resultó encaminarse
hacia la democracia, sino hacia una etapa en la que los grupos de poder político
y económico pretenden encaminar gradualmente al país hacia un nuevo
autoritarismo, en el cual sigan existiendo algunos elementos formales de los
acuerdos de paz —pluralismo político, libertad de expresión, entre otros—, junto
a la concentración de poderes reales en manos del partido gobernante —controlando
instituciones tales como la Asamblea Legislativa, la policía, la Fiscalía
General de la República y otras—.
Más que el anecdotario alrededor de las negociaciones, es importante reflexionar
si, efectivamente, los acuerdos supusieron un punto de partida hacia una
sociedad más democrática o no. Los grupos dominantes se esforzaron por
neutralizar las instituciones creadas (o redefinidas) para limitar y regular el
ejercicio del poder, tales como la Fiscalía y Procuraduría General de la
República, así como la Procuraduría de Derechos Humanos. Adicionalmente, se
hicieron esfuerzos para restarle margen de acción a la oposición parlamentaria.
De la concertación a la imposición
Tanto las fuerzas de izquierda como las gubernamentales recurrieron a la fuerza
para solucionar, a su modo, el conflicto armado: la izquierda, como una vía para
constituir un “gobierno de amplio consenso nacional”, basado en la derrota del
ejército y la oligarquía; la derecha, para contener la presunta “amenaza
terrorista”; los Estados Unidos, para evitar el triunfo de una revolución
izquierdista que afectaría su esquema geopolítico.
Así, un punto importante que establecían los acuerdos de paz era el recurso a la
concertación para solucionar los problemas sociales, políticos y económicos. La
concertación entre las distintas fuerzas se oponía, por tanto, a la violencia
armada como vía para resolver problemas y se constituía en una forma para evitar
que, nuevamente, estallara otro conflicto en el país.
“Concertación” fue la palabra de moda en los meses subsiguientes a enero de
1992. Todo el mundo hablaba de concertación: se debatía sobre ella, se discutía
sobre ella, se creaban mesas para concertar sobre distintos temas. Pero la
concertación tuvo su fin en dos hechos importantes. Uno, más ostensible, el
ahogamiento del Foro de Concertación Económico Social, un espacio creado por los
acuerdos de paz para que tanto el gobierno, la empresa privada y el sector
laboral consensuaran medidas y dirimieran conflictos en la esfera económica. La
gran empresa privada, en complicidad con el gobierno de turno, volvió inoperante
el Foro. Dos, la partidización de la vida pública, lo cual, contrario a la
apuesta de muchos, terminó por consolidar el dominio del partido ARENA.
¿En qué sentido ocurrió este fenómeno? La característica más espectacular de los
acuerdos de paz fue la conversión de la guerrilla del FMLN en partido político,
lo cual le abría las puertas a los procesos de elección para los principales
cargos públicos: la presidencia de la República, la Asamblea Legislativa y los
gobiernos municipales. El FMLN concebía, por ejemplo, su participación
legislativa como un medio para alcanzar las transformaciones sociales y
políticas que no había podido conseguir, ni con las armas, ni con los resultados
de los acuerdos de paz.
Poco a poco, el protagonismo de los partidos políticos se convirtió en un
fenómeno exacerbado. El FMLN, que había gozado durante la guerra de un
importante respaldo por parte de movimientos reivindicativos, drenaba a estos
mismos movimientos, colocando a sus cuadros y sus principales recursos en
función de una estrategia donde la legislatura era uno de los principales
escenarios.
De esta forma, los posibles interlocutores en una hipotética concertación
comenzaron a reducirse. Se asumía que las demandas de las organizaciones
sociales automáticamente eran representadas por su partido, el FMLN. A la par,
la derecha gobernante sometía a estas organizaciones a un profundo desgaste. Por
otro lado, instancias que la propia sociedad civil creó para presionar por una
solución negociada a la guerra, también se encontraron debilitadas. Así, una
“tercera fuerza”, al estilo ellacuriano, en la cual aquellos sectores sociales
que no estuvieran subordinados a las fuerzas en conflicto, era una idea que
perdía viabilidad.
Talvez sea necesario reflexionar, una vez más, sobre el impacto negativo que
causó el fortalecimiento del partidismo político. Esto apuntaló una dinámica en
la cual se perdía la oportunidad de que la sociedad civil terciara, o sirviera
de contrapeso, contra cualquier extralimitación de las instancias de gobierno.
Los acuerdos de paz de 1992 establecían, de hecho, una institucionalidad donde
los civiles —entendidos estos como ciudadanos independientes de los bandos en
pugna— tomarían un importante protagonismo.
Piénsese, por ejemplo, en la conversión de los cuerpos de seguridad bajo mando o
régimen castrense, en una Policía Nacional Civil. Esta policía estaba diseñada
para estar bajo mando civil, estar compuesta en su mayoría por efectivos
provenientes de la misma ciudadanía —aunque se establecieron “cuotas” de
participación a ex guerrilleros y antiguos miembros de los cuerpos de seguridad,
estas cuotas eran minoritarias—. Como “seguro” adicional, se encontraba la
creación de una Inspectoría General de la policía, un organismo que, dirigido
por un civil independiente de la jefatura de la corporación, monitorearía el
comportamiento del nuevo cuerpo policial, para prevenir y sancionar abusos de
autoridad.
Por otra parte, también se creó la Procuraduría para la Defensa de los Derechos
Humanos (PDDH). Esta institución, junto a las ya existentes Fiscalía y
Procuraduría General de la República (FGR y PGR, respectivamente) garantizarían,
el respeto de los derechos humanos y una administración de justicia
independientes de los intereses de los partidos políticos. Pero la designación
de las autoridades de estas instancias corre a cargo de los partidos políticos
—con influencia decisiva del partido de gobierno—, minando, de esta manera, el
margen de independencia de las mismas. Por otro lado, la PDDH, que, en muchos
períodos se ha caracterizado por ser una entidad que actúa independientemente de
los intereses del poder, tiene un margen reducido de maniobra. El presupuesto
que le asigna la Asamblea Legislativa es reducido; sus recomendaciones no son
vinculantes legalmente y, en algunas ocasiones, su personal e incluso, hasta la
Procuradora, han recibido amenazas de muerte. En lo que respecta a la Fiscalía,
el proceso de elección de su jefatura es un trámite político, en el cual los
partidos representados en la Asamblea negocian para poner al funcionario que
satisfaga sus intereses, aunque su perfil ético y profesional deje mucho que
desear.
Se ha desvirtuado, pues, una institucionalidad en la cual la sociedad civil
surgía como un factor que evitaría nuevas polarizaciones sociales y en virtud de
la cual se constituirían consensos para hacer que, efectivamente, la transición
iniciada en 1992 fuera democrática.
Una campaña desconectada de los acuerdos de paz
Los partidos políticos que se valieron de los acuerdos de paz para su agenda
particular son los más interesados en sepultarlos, o en quitarle sus aristas más
incómodas. Los acuerdos, concebidos más bien como una plataforma mínima de
transformaciones sociales, políticas y económicas para iniciar y consolidar la
democratización del país, implican un serio desafío para los partidos políticos:
el imperativo de renunciar a sus aspiraciones de poder total en favor de la
constitución de un tipo de convivencia social basada en el diálogo y la
inclusión.
La actual campaña electoral está desconectada de los acuerdos de Chapultepec.
Esta desconexión no se mide tanto por la ausencia de referencias acerca de los
acuerdos en las plataformas de los partidos políticos, sino en la ausencia de
las transformaciones sociales, políticas y económicas propuestas por los
acuerdos, las cuales quedaron sin hacerse.
Aunque más adelante se examinarán detaladamente las plataformas legislativas y
municipales de los distintos partidos en contienda, por el momento se tomarán
las plataformas de ARENA. De manera implícita, en ellas se asume que los
acuerdos de Chapultepec se cumplieron con solvencia y que el país se encuentra
en una democracia plena. Se quiere ignorar, por tanto, que El Salvador adolece
de una institucionalidad democrática débil y que su población se debate en un
clima de inseguridad generalizado: inseguridad ciudadana, inseguridad social e
inseguridad económica. Existe, pues, un divorcio entre las propuestas y los
problemas reales.
A este respecto, la Propuesta legislativa para el período 2006-2009 del partido
ARENA deja mucho que desear. Sus estrategias se centran en el combate a la
delincuencia desde una concepción primordialmente represiva y con un aparato
judicial débil, o cuando menos, servil hacia una policía más interesada en hacer
capturas que en otra cosa; en segundo lugar, en la continuación de las políticas
sociales asistencialistas que tanto éxito publicitario parecen haber rendido;
una concepción de desarrollo económico concebida como la mejora de la
infraestructura física del país (las carreteras evidencian que el país progresa)
y como algo que depende de los TLC.
En ningún momento se toma en cuenta el fortalecimiento de la institucionalidad
democrática, ni de la participación ciudadana. Tampoco se ofrece diálogo y
concertación para encarar los problemas que afectan a todos. Tanto la Propuesta
legislativa 2006-2009 como el Plan de gobierno municipal del partido ARENA
demuestran cómo se pretende pasar la página de los acuerdos de paz, sin haber
resuelto los problemas que estos se proponían resolver.
La democracia es requisito para el desarrollo económico
El año pasado, el PNUD y la ANEP emitieron sendos documentos en los que analizaron la situación económica que atraviesa el país. El Informe sobre Desarrollo Humano 2005 y El Salvador 2024: El país que todos queremos, respetivamente, destacan la necesidad de cambios al modelo económico. Aunque con énfasis distintos, ambas entidades sostienen que el bajo crecimiento del PIB no permite un mayor desarrollo económico que se refleje en mejores condiciones de vida para los salvadoreños. De hecho, las tasas de crecimiento económico más bajas en los últimos diez años se encuentran asociadas a un mayor deterioro de las condiciones de vida. Ante esta dificultad, reconocen la importancia de establecer un consenso nacional en que participen los diferentes sectores sociales para construir una visión común de país de cara al futuro. Sólo de esta manera se tendría una dirección clara que enrumbara las políticas del Estado.
Ambos documentos contienen duras críticas hacia el gobierno, al destacar la
falta de efectividad de las políticas económicas de los gobiernos de ARENA.
Algunas de las críticas son: la carencia de políticas sectoriales que eleven el
nivel de producción, el manejo de la política cambiaria, la falta de seguridad
que disminuye la inversión local y extranjera, el bajo nivel de recaudación
tributaria y el deterioro de la institucionalidad.
Los límites del modelo económico
El desempeño económico del país en los últimos años ha generado una situación de
marginación y exclusión que sufren la mayoría de salvadoreños. Los pocos logros
en materia social y la frágil estabilidad de la economía son muestras que el
modelo se está agotando. Como señales de este agotamiento, basta observar la
mayor concentración de la riqueza, el deterioro de los indicadores
macroeconómicos, la falta de recursos para un mayor gasto social y los impactos
de los fenómenos ambientales. Un país que se caracteriza por una mayor
concentración de la riqueza, que es vulnerable a desastres medioambientales y
proclive a la inestabilidad política no puede ser rentable para actividades de
negocios en el largo plazo.
Los errores del gobierno no provienen solamente del mal manejo de la política
económica, también está relacionado al deterioro de las condiciones
institucionales del país. Fuera de todo análisis estrictamente economicista, el
respeto a las reglas y ordenamientos en la vida política también incide
positivamente en el desempeño económico. Mientras que las medidas de política
económica recomendados por entidades internacionales sólo sirven para establecer
un equilibrio inicial para la construcción de un nuevo funcionamiento económico,
las instituciones sirven para establecer y hacer valer las “reglas de juego” que
los agentes económicos y políticos deben de respetar. Como estas reglas se
construyen en el ámbito político, esta esfera de la realidad juega un papel
importante en el desarrollo económico de largo plazo.
En este sentido, todo comportamiento del Ejecutivo que no esté apegado a
prácticas democráticas y al respeto de las leyes está aplazando el desarrollo
económico. El Salvador no se escapa de este problema: la ANEP declaró que “la
principal causa de incertidumbre que puede observarse en casi toda América
Latina es el gran poder discrecional del Ejecutivo, que cambia leyes a voluntad
y aplica las existentes de modo inconsecuente”.
Por consiguiente, no se puede esperar que el crecimiento económico y el
desarrollo de un país dependan exclusivamente de unas cuantas medidas económicas
y de los tratados comerciales, si se deja de lado el fortalecimiento de las
instituciones, mismas que regulan el comportamiento de los agentes productivos.
Este fortalecimiento se concreta en la consolidación de la democracia. Una
democracia fuerte permite que las demandas de los ciudadanos, algunos de los
cuales son los mismos agentes económicos del mercado, sean satisfechas en el
mediano y largo plazo. Pero si en quince años, las demandas de diferentes grupos
sociales no han sido satisfechas por esa “democracia” y el modelo económico no
responde a las necesidades materiales de la mayoría, es comprensible que las
tensiones sociales que frenan el crecimiento económico sean constantes.
Según el gobierno, la consolidación de la democracia será el resultado del
crecimiento y el desarrollo económicos. Por ello los esfuerzos del Ejecutivo han
estado encaminados a la creación de nuevos mercados mediante la privatización de
activos que pertenecieron anterioremente al Estado, un acelerado proceso de
apertura comercial, la dolarización y la firma a diestra y siniestra de tratados
de libre comercio. Pero estas medidas se llevan a cabo a partir de la falta de
consensos con los sectores sociales y de medidas rayanas en lo fraudulento en
algunas instancias políticas: los “madrugones” en la Asamblea Legislativa para
la aprobación de los TLC y la imposición de la dolarización por parte del
Ejecutivo. Esto daña la institucionalidad y el ejercicio de la democracia. Sin
embargo, cuando los resultados esperados no llegan, en vez de cambiar de fórmula,
el Ejecutivo se apega más a la ortodoxia. No importa si para implementar algunas
políticas económicas tenga que atropellarse el ejercicio de la democracia. Se
entra en un circulo en el que, ante la falta de resultados exitosos en materia
económica, se atenta cada vez más contra el escaso nivel de democracia alcanzado.
Así las cosas, el gobierno ha caído en la trampa de considerar que no importa
atentar en un inicio contra la incipiente democracia si las medidas apliadas
traerán desarrollo económico. Al fin y al cabo, este desarrollo restablecerá,
según sus cálculos, las condiciones democráticas. Todo lo contrario, cuando se
hace esto, se está quebrantando las normas y ordenamientos políticos importantes
de la democracia.
La necesidad del consenso
Contrario a la visión del gobierno, primeramente es necesario establecer un
consenso con los sectores sociales sobre las tareas más importantes a llevar a
cabo. Posteriormente, a partir de dicho consenso se pueden implementar las
políticas públicas que lleven a su consecución. Sólo de esta manera se estarán
construyendo los mecanismos que desencadenen un crecimiento y desarrollo
económico sobre la base de un estilo democrático. En otras palabras, primero es
importante establecer un consenso y, después, idear los mecanismos económicos y
sociales que lleven a la concreción de la visión de país basada en el consenso.
El logro del consenso establece nuevas “reglas de juego” y del apego a ellas es
que se derivan los buenos resultados en el futuro. Para el logro de este
consenso es indispensable el papel de los políticos, los acuerdos políticos son
fundamentales. El premio Nobel Douglass North critica a los economistas por las
consideraciones exclusivamente técnicas ante el estancamiento económico. Le
llama la atención que no puedan proponer soluciones más allá de unas cuentas
medidas macroeconómicas: equilibrio fiscal, mayor inversión local, formación de
capital humano, ajuste de la balanza comercial y de pagos, etc. Él dice:
“nosotros, los economistas, creemos que somos tipos tan fantásticos —y pido
disculpas si ofendo a los economistas— pero la clave es la política. La política
es la clave porque son las ‘polities’, o las organizaciones políticas, las que
hacen y definen las reglas del juego. Y son las ‘polities’ las que crean las
formas de aplicar las reglas del juego, en la medida que crean poderes
judiciales que funcionan, imponen el estado de derecho y las características de
aplicación y la calidad del poder judicial que son partes críticas del sistema”.
En esta dirección, cobran sentido las palabras expresadas por la ANEP y el PNUD,
que, de cara a la redefinición de un nuevo modelo económico, plantean que es
necesario establecer un nuevo “pacto de nación”, basado en un consenso de los
diferentes sectores de la sociedad. En la actualidad, el problema estriba en que
nadie hace suyos los proyectos del Ejecutivo, porque sencillamente fueron
impuestos. A la población no se le consultó si debía dolarizarse la economía o
aprobar el CAFTA. Así como estas, hay muchas medidas establecidas sobre la falta
de consensos, que afectan la incipiente democracia.
El gobierno salvadoreño no debe esperar el advenimiento del desarrollo económico
sobre la base de una frágil democracia y un bajo nivel de institucionalidad. La
consolidación de la democracia y el desarrollo económico son dos realidades que
deben de ir de la mano para que se logre un desarrollo integral de país. Es
cierto que en una etapa un país puede experimentar altas tasas de crecimiento
económico, poseer altos niveles de inversión que incrementen la producción y la
productividad del país, pero los beneficios de este crecimiento no son
sostenibles en largo plazo debido a los pocos logros de la democracia. Sólo de
esta manera se pueden entender como las altas tasas de crecimiento económico
logradas después de los Acuerdos de Paz se desvanecieron rápidamente.
De esta manera, el gobierno y los demás partidos políticos deben comprender que
el desarrollo económico que el país necesita pasa por dar respuesta a las
demandas de la ciudadanía. El mal desempeño de los políticos, de los directores
de carteras de Estado, las prácticas antidemocráticas que se expresan en la
compra de votos en las elecciones o en la Asamblea Legislativa son elementos que
atentan contra la democracia. De igual forma, el manejo y la interpretación de
la ley a su antojo por parte del Ejecutivo, las pugnas entre los Órganos del
Estado, la falta de apoyo a las labores del Ministerio Público y la poca
capacidad para atacar la corrupción están debilitando la democracia y deteniendo
el desarrollo económico.
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