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El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona
los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo,
recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más
significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir
las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.
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Año 21
Número 935
Enero 17, 2000
ISSN 0259-9864
Número monográfico
El terremoto del 13 de enero
en El Salvador
Editorial Tragedia en El Salvador
Política La política
en tiempo de emergencia
Economía Los componentes
sociales de un desastre "natural"
Sociedad Desastre y oportunismo
Derechos Humanos Los derechos
humanos en el 2000 (III)
Anexo Las cifras del terremoto
TRAGEDIA EN EL SALVADOR
El sábado 13 de enero, cerca del medio día, El Salvador fue sacudido por un violento sismo que, inmediatamente, se tradujo en graves pérdidas humanas y materiales. A casi cinco días del desastre, no se tiene una idea exacta del número de muertos y desaparecidos —muchos de cuyos cuerpos yacen bajo los escombros de las casas, muros y laderas derrumbados o han sido despedazados por palas mecánicas y tractores ocupados en tareas de búsqueda y limpieza. De los costos económicos, está lejos de tenerse una idea medianamente precisa de todo lo que se ha perdido en viviendas y bienes familiares, infraestructura vial, redes de tendido eléctrico y alcantarillas, sólo para señalar algunos de los rubros más directamente afectados por el terremoto.
A los costos en pérdidas materiales, se suman los costos en reconstrucción que a todas luces serán millonarios y que, de no haber un plan gubernamental de mediano y largo plazo de asistencia a las familias golpeadas por el desastre, se traducirá en un empeoramiento de las condiciones de vida de los sectores más pobres del país. Dejar en las espaldas de las familias que han perdido absolutamente todo la tarea de rehacer lo que tenían sería de lo más inhumano e irresponsable. Pensar que basta y sobra con dar temporalmente alojamiento y comida a los damnificados —y que después ellos se las deberán arreglar como puedan— iría en contra de los incansables mensajes gubernamentales de solidaridad con las víctimas del desastre. El gobierno tiene una obligación, que va más allá del auxilio temporal, con quienes han sufrido pérdidas a causa del terremoto: desde el Estado deberá diseñarse un plan de asistencia que ayude a los salvadoreños más golpeados por el sismo —sobre todo a los que, por ser pobres, tendrán mayores dificultades para rehacer lo que tenían— a reconstruir sus viviendas y a rehacerse de sus bienes.
Un plan como el apuntado deberá contemplar en conjunto al país, de modo que las necesidades de todos los municipios, cantones y caseríos afectados sean atendidos según el rango de prioridad que les otorgue la magnitud del daño sufrido, así como los propios recursos con lo que puedan contar sus habitantes. Ciertamente, el sismo golpeó a todo el país, pero el impacto no fue igual en todo el territorio nacional. Miles de viviendas se vinieron al suelo, soterrando todo lo que estaba adentro, pero, entre los afectados, los más pobres de ellos —especialmente los pobladores rurales— ni podrán reclamar seguros de vivienda ni podrán recurrir a ahorros propios para rehacerse de sus propiedades. Sería demasiado injusto que la asistencia en reconstrucción reprodujera las desigualdades existentes entre los salvadoreños. En otras palabras, es de justicia que, entre los más afectados por el terremoto, aquellos que tienen menos de todo —recursos económicos y acceso a servicios básicos, por ejemplo— sean quienes reciban una atención prioritaria por parte de las autoridades. Quizás así deje de ser retórica vacía el eslogan que dice que lo que interesa es el bienestar "de los más pobres de los pobres".
Dejando a un lado el problema del impacto económico del desastre, queda en pie el problema de los costos humanos. Varios cientos de vidas se han perdido irreparablemente. Familias enteras han desaparecido; otras muchas han quedado desmembradas por la muerte de jefes de familia, hijos, hijas, tías, tíos o abuelos. Los lesionados de diversa gravedad —desde contusiones hasta amputados de algún miembro— aumentan sin cesar; las enfermedades gastrointestinales provocadas por la suciedad y la mala alimentación comienzan a causar estragos en las zonas más golpeadas. El temor y la tensión colectivas, aunque más agudas en los lugares donde la tragedia ha sido mayor, afectan a prácticamente todos los habitantes del país. Todo esto es difícil de medir en cuanto a su gravedad o en cuanto a sus consecuencias para la recuperación emocional de los salvadoreños. Y, lo que es peor, nadie está preparado para hacerle frente a un desafío psicosocial de esa naturaleza. Como tampoco se está preparado para atender a las víctimas de inundaciones, huracanes o incendios.
El terremoto del 13 de enero a sacado nuevamente a luz una de las grandes debilidades del modelo de gestión política, económica y social prevaleciente en el país: la ausencia, en el mismo, de un plan de prevención de desastres a nivel nacional y, específicamente, en las poblaciones más vulnerarables. En virtud de ello, ni se está preparado para afrontar emergencias como la del pasado sábado ni, mucho menos, para aminorar sus efectos sobre la población. En El Salvador tiembla regularmente y eso, obviamente, no puede ser administrado por nadie en el mundo. Pero la construcción de viviendas en determinadas zonas, con determinados materiales y con una determinada estructura sí es administrado por seres humanos. A estas alturas, hay un bagaje de conocimientos técnicos y científicos sobre la estructura topográfica y geológica del país, los cuales tendrían que ser el punto de referencia obligado para establecer dónde, cómo y con qué construir no sólo viviendas, sino carreteras, aeropuertos, pistas de carrera o estadios.
En el caso concreto del derrumbe que sepultó a varios cientos de familias en la colonia La Colina (Santa Tecla), la pregunta que cabe hacerse no es acerca de qué causó el terremoto, si no si era evitable que el alud de tierra que se desprendió cayera sobre las familias que habitaban en la zona. La respuesta es positiva: sí se pudo evitar que esas casas fueran sepultadas, no construyéndolas. Ahora bien: ¿por qué no se evitó la construcción de viviendas en la zona? ¿Acaso no existían estudios y recomendaciones que obligaban a no hacerlo? ¿Quiénes, desconociendo o pasando de largo por esos estudios y recomendaciones, decidieron su construcción? ¿Quiénes la avalaron? Esas y otras interrogantes desembocan en una que es fundamental: ¿quién o quienes son los responsables no del terremoto o de los derrumbes, sino de unos daños humanos que bien pudieron minimizarse si los que decidieron o avalaron la construcción en las laderas de la Cordillera del Bálsamo hubieran respetado las normas de seguridad dictadas por los conocimientos geológicos y topográficos actualmente existentes?
LA POLÍTICA EN TIEMPO DE EMERGENCIA
La vulnerabilidad sísmica del país
se ha vuelto a poner en evidencia en estos días a raíz del
terremoto que, el sábado 13 de enero pasado, sacudió el territorio
nacional.
Las imágenes de viviendas soterradas, cuerpos destrozados reflejan
el estado de calamidad. De nueva cuenta, el tema de la inseguridad —en
este caso ante la naturaleza — ocupa la realidad nacional.
Aun es prematuro para establecer cifras definitivas en cuanto a las
pérdidas de vida humana y el impacto económico del terremoto.
La estela de destrucción en infraestructuras, personas desaparecidas
y viviendas soterradas o caídas a lo largo y ancho del país,
dan una idea en torno a la magnitud de la catástrofe. En estos momentos,
el duelo por la pérdida de los seres queridos y la tensión
por los nuevos sismos que aún amenazan el territorio nacional embargan
a toda la población. El urgente auxilio a decenas de damnificados,
necesitados de un techo para protegerse de la intemperie, es la principal
prioridad.
En torno a las demandas de socorro de las víctimas del sismo, como suele suceder en estos casos, la comunidad internacional ha respondido con bastante prontitud para aliviar el dolor nacional. Las diversas brigadas de rescatistas, médicos extranjeros que han arribado al país desde las primeras noticias del terremoto, permiten calibrar el nivel de sensibilidad y solidaridad internacional con nuestro país. La solidaridad del mundo con las víctimas ayudan a mitigar las necesidades en una sociedad que aún trata de sobreponerse de la calamidad que había causado el último huracán que sacudió la región centroamericana.
Tal como sucedió, el 10 de octubre de 1999, a raíz de las destrucciones ocasionadas por la tormenta tropical Mitch, el país se encuentra nuevamente en estado de calamidad pública debido a los graves daños provocados por el terremoto. En esta circunstancia, no faltan las declaraciones fatalistas de los sectores oficiales atribuyendo los graves daños a la imprevisibilidad de las catástrofes naturales. Se hace todo por minimizar el hecho de que la vulnerabilidad social y la falta de un manejo adecuado de los recursos naturales haya contribuido a aumentar la situación.
Mientras siga pendiente una evaluación de las políticas públicas de prevención de desastres naturales y una reflexión en torno a la existencia o no de políticas nacionales para paliar los efectos de tales fenómenos, predomina en el ambiente local el tema de la diligencia con la que se está enfrentando la emergencia. El Comité de Emergencia Nacional (COEN), organismo estatal permanente encargado del manejo de la crisis, manifiesta una lentitud y descoordinación inquietante en esta ocasión. A casi una semana de registrarse el desastre natural, decenas de comunidades siguen sin recibir ayuda gubernamental. La principal instancia encargada de planificar el manejo de la crisis, sigue sin tener claridad de la magnitud de la catástrofe.
La incapacidad del COEN se hace más evidente cuando parece enfrascarse en una lucha con instancias municipales también llamadas a intervenir en la crisis. Causan extrañeza las resistencias a la incorporación de las municipalidades en el proyecto de atención a los damnificados. La centralización e innecesaria burocratización del servicio a las víctimas vuelve más difícil la tarea de los socorristas y prolonga de manera inútil el sufrimiento de miles de familias. De nuevo, reaparece en el ambiente el fantasma, denunciado luego del huracán Mitch, de criterios políticos en la asignación de la ayuda.
En el terreno político, la actuación gubernamental no se aleja mucho del centralismo y unilateralidad del COEN. La conformación de la comisión de solidaridad nacional, nombrada por el presidente Flores para manejar las ayudas provenientes del exterior, no deja lugar a dudas que en la opinión del mandatario las afinidades políticas con su partido son el único criterio para participar en dicha comisión. De lo contrario, no se entiende cómo una Comisión de Solidaridad Nacional pueda estar conformada tan sólo por prominentes miembros de la ANEP, a su vez conocida por su simpatía y servilismo con el gobierno. ¿Será que sólo los empresarios de derecha entienden del lenguaje de solidaridad? Además, con monopolizar la estructura de atención a los damnificados, no se toma en cuenta las acusaciones, todavía sin aclarar, de malversación y desvío de fondos en el pasado a favor de la campaña electoral del partido oficial.
Por otro lado, las reticencias de parte de los legisladores de ARENA para asignar recursos a las alcaldías que les permitan enfrentar con solvencia las necesidades de su población entran en la misma lógica: se trata de centralizar las acciones en torno a la cúpula del partido oficial. Y, es que en definitiva, el tema de la emergencia nacional es aprovechado como propaganda política para recuperar terrenos perdidos en la sociedad. En definitiva, pese a los discursos de solidaridad con los damnificados, la prioridad del gobierno no parece ser una eficaz respuesta a las necesidades de las víctimas.
Esa es la razón por la que, a pesar del sufrimiento de la población, la Asamblea Legislativa parece estar paralizada por las estériles discusiones y acusaciones mutuas entre diputados de derecha y de izquierda. En vez de juntar esfuerzos para hacer frente al estado de zozobra de las víctimas, cobra más importancia el protagonismo político de uno y otro partido. Las ambiciones electorales no parecen entender de emergencia, al contrario, se alimentan de la desgracia de las víctimas.
Entre tanto, no se tiene claridad acerca del alcance del plan de emergencia nacional. Si de momento lo más importante es socorrer a las víctimas, la gravedad de la situación hace pensar en la necesidad de un plan integral de reconstrucción nacional. No sólo se debe pensar en las carreteras destruídas, también hay que diseñar un plan para recuperar las viviendas destruidas, los cultivos arrasados etc. Ante la ya precaria situación económica del país, hay que reaccionar de manera oportuna.
En este tema, es necesario tanto un nuevo diseño de la política económica, como de un cambio de conceptos en la política nacional. Particularmente en esta circunstancia, se vuelve necesaria la concertación entre los sectores oficialistas y la oposición. Una estrategia nacional para enfrentar la crisis necesita de la colaboración y entendimiento de ambos bloques. En caso contrario, seguirán perdiendo tiempo en propagandas y discusiones sin fundamento.
Por otra parte, no se puede postergar la discusión en torno al tema de la vulnerabilidad ambiental del país. La repetición de muertes y destrucciones naturales deben llevar al diseño de una mecanismo de construcción y de educación nacional en estos temas. Las excusas de la imprevisibilidad de los fenómenos naturales no son suficientes para evitar abordar este tema. Hay que prepararse en consecuencia para prevenir posibles catástrofes en el futuro.
Debe ser factor de preocupación que, en preludio al abordaje de estos temas de relevancia para la sobrevivencia nacional, los líderes políticos no den señal de estar a la altura de las circunstancias. Las denuncias de la sociedad de la burda politización de este tema debe ayudar a enmendar los errores. De momento, hay que aumentar la solidaridad de todos los sectores nacionales con las víctimas.
LOS COMPONENTES SOCIALES DE UN DESASTRE "NATURAL"
El terremoto del 13 de enero pasado ha sido sin duda
uno de los más poderosos del presente siglo, no sólo por
la energía liberada y sus efectos sobre los conglomerados humanos
(7.6 grados en la escala de Richter y VIII o IX en la de Mercalli, respectivamente),
sino también porque es el terremoto que ha sacudido la zona más
extensa del país en tiempos históricos. Los daños
pueden contarse desde el extremo occidental salvadoreño (Ahuachapán)
hasta el oriental (La Unión).
Pero una cosa es el fenómeno en sí mismo (en este caso
el terremoto) y otra es el desastre, es decir, el impacto de aquél
sobre los conglomerados humanos. Un terremoto por sí mismo no es
un desastre, tal como algunos funcionarios públicos parecen creer
y hacer creer; sólo se convierte en tal cuando afecta grupos humanos
que no pueden resistirse ni recuperarse tan fácilmente de sus efectos.
Es por ello que un terremoto en una zona desértica no es un desastre,
pero un terremoto en El Salvador (o cualquier país latinoamericano)
rápidamente adquiere esa connotación.
Así pues, debe decirse que los inmensos daños sufridos por la sociedad salvadoreña no son un desastre "natural", pues han sido resultado de la acumulación de distintos factores de vulnerabilidad (física, económica, ambiental y social) más que a un mero fenómeno o amenaza natural como lo son los terremotos.
Los factores de vulnerabilidad física han venido acumulándose prácticamente desde la conquista y colonización, cuando los principales asentamientos humanos fueron erigiéndose en zonas de elevada actividad sísmica, primero con la fundación de San Salvador (1526) en una zona sísmica y luego con la fundación de otras importantes ciudades en la cadena volcánica central, como por ejemplo Ahuachapán, Atiquizaya, Juayua, San Vicente, Berlín, Jucuapa, Chinameca y Santiago de María. Mayor vulnerabilidad se generaría también con la introducción de materiales de construcción como el adobe y el bahareque que, aunque en sus primeros años es relativamente resistente, posteriormente pierde consistencia y se convierte en un material sumamente sensible a los sismos. De hecho, la mayor parte de viviendas colapsadas a lo largo del país son de bahareque, de gran antigüedad además de que anteriormente ya han sido afectadas por la recurrente actividad sísmica local, como en el caso de Ahuachapán, San Vicente, Berlín, Santiago de María, Jucuapa y otros poblados de Usulután.
Los factores de vulnerabilidad económica se refieren tanto a la escasez de ingresos para satisfacer necesidades fundamentales y recuperarse de un desastre, como a la utilización de los ingresos en actividades que generan riesgos como, por ejemplo, la orientación del crédito del sistema financiero hacia proyectos de construcción que no cuentan con un adecuado estudio de impacto ambiental y de prevención de riesgos y desastres. Recuérdese que durante buena parte de la década de 1990 el crédito ha estado orientado fuertemente hacia actividades urbanas como la construcción, la cual ha modificado el tipo de uso de los suelos de zonas de gran fragilidad ambiental y alto riesgo. Considérese por ejemplo la urbanización de las faldas del volcán de San Salvador donde, además de la amenaza volcánica, nacen quebradas y ríos que desembocan en la ciudad de San Salvador, o bien la construcción de viviendas en zonas propensas a derrumbes como la Cordillera del Bálsamo, cerro de San Jacinto y otros muchos accidentes topográficos.
Los factores de vulnerabilidad ambiental, por otra parte, se relacionan con formas de utilización insostenible de los recursos naturales que provocan una desregulación de procesos ecológicos vitales, como por ejemplo: la propensión de las cuencas hidrográficas para prevenir inundaciones y sequías o, en algunos casos, la estabilidad de los suelos de montañas y volcanes. Estos factores de vulnerabilidad explican porqué fenómenos como inundaciones, sequías, derrumbes y deslizamientos, pueden ser en realidad provocados por actividades de los seres humanos como la erosión, deforestación, construcción de infraestructura o extracción de material pétreo.
El último grupo de factores son los más numerosos, pues se relacionan con la vulnerabilidad social y, por tanto, con aspectos de tipo organizacional, educativo, político, institucional e ideológico-cultural. En resumidas cuentas, estos factores tienen que ver con las visiones, percepciones y formas organizativas que privan entre el Estado y la sociedad civil, las cuales no favorecen la prevención y mitigación de los desastres y que, además, restan efectividad a las acciones para la atención ante su desencadenamiento. Por ejemplo, si aceptamos el planteamiento de que los desastres son "naturales" prácticamente estamos aceptando de antemano que no es posible prevenirlos ni mitigarlos y que, por tanto, las únicas acciones razonables deberían orientarse hacia la preparación para la atención de la emergencia, la atención de la emergencia misma y, con suerte, la rehabilitación y la reconstrucción.
De esta vulnerabilidad ideológica (visiones naturalistas de las causas de los desastres), se derivan muchas actitudes y lineamientos políticos que inviabilizan la prevención y mitigación. Esto resulta claro si consideramos que muchas actividades que generan vulnerabilidad física y ambiental son vistas como actividades externas, o hasta diferentes a la protección contra desastres, cuando en realidad están íntimamente relacionadas.
Las reglamentaciones en lo relativo a la ubicación de los asentamientos humanos (ordenamiento territorial), las características de las edificaciones y el tipo de uso que se hace de los recursos naturales están indisolublemente ligados a la protección contra desastres, pero sorprendentemente las instituciones relacionadas (ministerio del ambiente, oficina de planificación del AMSS) no están integradas en la estructura interinstitucional definida por la Ley de Defensa Civil de 1976. Por otra parte, las instituciones integradas a la defensa civil lo hacen con la visión de la atención de la emergencia y no desde una perspectiva más amplia de la prevención y mitigación.
El Ministerio de Obras Públicas participa en la remoción de escombros y rehabilitación de caminos, sin desempeñar un papel más decisivo en la vigilancia de la aplicación del Código de Construcción (con todo y sus defectos) o bien en la verificación del estado de las estructuras y de la aplicación de las medidas recomendadas. De hecho, existen estructuras seriamente dañadas por el terremoto de 1986 que continuaron siendo utilizadas y que han resultado dañadas de nueva cuenta.
El Ministerio de Salud participa muy activamente en las tareas de atención de heridos y vigilancia de las condiciones de salud, pero muchos de los hospitales públicos presentan debilidades estructurales por ser edificaciones antiguas y construidas sin criterios de resistencia a sismos. Evidentemente, esto dificulta grandemente la misma atención de la emergencia.
El Ministerio de Educación se vincula a través
de la facilitación de centros escolares para la atención
de damnificados y evaluación de daños en la infraestructura,
pero no incorpora en sus programas educativos temas como las amenazas sísmicas
y de inundaciones o los diferentes factores de vulnerabilidad que pueden
llegar a ocasionar desastres en El Salvador. Consecuentemente, tampoco
se transmiten estrategias para ir reduciendo el impacto y frecuencia de
los desastres.
En resumen, los primeros retos que se vislumbran en el proceso de reconstrucción
que se avecina tienen que ver con la adopción de criterios de prevención
de riesgos y desastres en los planes, programas y proyectos de desarrollo,
lo cual está ligado a la construcción de una estructura interinstitucional
de protección contra desastres que asuma el reto de enfrentar la
reducción de la vulnerabilidad en sus diferentes expresiones.
DESASTRE Y OPORTUNISMO
El país entero sufre las consecuencias de la falta de previsión. Cada uno de los estragos que los salvadoreños sufrimos a causa del terremoto del 13 de enero es un recordatorio de esta verdad: los cuerpos de las víctimas que poco a poco han sido identificados y los que jamás podrán ser encontrados por sus familiares, los millones de colones destruidos en infraestructura pública, privada y familiar, las dramáticas evidencias de una pobre planificación del crecimiento urbano y de la total ausencia de una planificación mínima de desarrollo en el área rural.
Somos y hemos sido, desde siempre, un país amenazado por todos los flancos y nadie mejor que nuestros gobernantes debería asumir esa realidad desde el momento en que se les delega la administración de la vida de toda una nación. Ciertamente, no existe un solo país alrededor del mundo que tenga la capacidad para predecir o resolver de inmediato todos los problemas que deja un terremoto o un huracán. Pero esto no inhabilita a las naciones, por más vulnerables que sean, para que cuenten con planes mínimos de respuesta y reducción de daños causados por tales fenómenos.
Precisamente, la respuesta que hasta ahora han dado las instituciones estatales de alto nivel (poderes del Estado, ministerios y autónomas) a la devastación del terremoto no ha sido la más efectiva. Ni siquiera se han empezado a bosquejar los lineamientos que guiarán la urgente reconstrucción, o al menos aquella que los recursos nacionales y el “pueblo” mismo (muletilla fastidiosa de quienes pretenden descargar la responsabilidad en los demás) les puedan posibilitar. De esta manera, en momentos en que la calamidad pública se apodera del país —de esto dan razón los 681 muertos, los aproximadamente 2,600 lesionados, los casi 46 mil evacuados y las 20 mil viviendas destruidas dejadas por el sismo del sábado—, el restablecimiento de las garantías mínimas para una supervivencia estable de la población debería convertirse en un trabajo de todos. Este debería ser el principio básico e ineludible de todo plan de contingencia que pretenda responder a la magnitud de los desastres a los que invariablemente estará expuesto un país como El Salvador.
Sin embargo, la respuesta del gobierno en materia de organización no responde a este principio en lo más mínimo y, por el contrario, ha rayado en la burocracia: la declaratoria estado de emergencia y de calamidad pública era el paso más lógico a seguir, al igual que los llamados a la cooperación internacional y a la colaboración de la ciudadanía que estuviera en capacidad para ayudar. En esto, el presidente y sus ministros consumieron prácticamente las primeras 24 horas de la crisis. Luego, la instalación del Comité de Emergencia Nacional (COEN) —cual si fuera el soberano omnipresente de la desgracia y de su pronta reparación— en las instalaciones de la Feria Internacional, no ha hecho más que violar uno de los esquemas más importantes a seguir durante períodos de crisis: la diversificación de los focos de recepción y transmisión de información. Y es que, a la larga, ninguna de estas medidas implican la instauración de una gestión transparente y racional de los recursos que se ponen en juego para la delicada tarea de responder a las exigencias de una hecatombe.
Por si fuera poco, para aumentar aun más el descontento frente a la respuesta del gobierno, el mismo Flores cometió un error inconmensurable al visitar, mucho antes de que cualquier comisión oficial de rescate lo hiciera, la colonia La Colina, donde cerca de trescientas casas quedaron soterradas por un derrumbe de tierra de la Cordillera del Bálsamo. Fue en este preciso contexto en el que el gobierno decidió conformar la llamada Comisión Nacional de Solidaridad (CONASOL), para cuya dirección se nombró al primer designado a la presidencia, el empresario Roberto Murray Meza. De alguna manera, esta comisión pretendía rescatar la vapuleada imagen que el gobierno se había forjado durante apenas dos días; para ello se encargaría de llevar un registro detallado de la ayuda que enviaran países amigos, así como de coordinar el esfuerzo de la empresa privada en las tareas más urgentes de habilitación de infraestructura dañada. Como dato curioso, prácticamente todos los miembros de la comisión gozaban de un cómodo lugar dentro de la cuestionada cúpula del partido de gobierno, el Consejo Ejecutivo Nacional (COENA).
Así las cosas, una vez más Flores ha tenido que recurrir a sus padrinos políticos para que le enseñen cómo hacer bien su trabajo sin separarse de los lineamentos del partido al que pertenece. Una vez más, el joven mandatario demostró que su principal enemigo, ese que no le permite desempeñarse bien como gobernante, es su misma raíz ideológica. Primero, porque no le ha permitido asimilar de la necesidad de un esfuerzo concertado para procurar ese plan integral de respuesta frente a situaciones de desastre como la que se vive actualmente.
El apresurado aval que le dio a la formación de la CONASOL representa un abuso de sus facultades como poder ejecutor de las políticas nacionales. Sobre todo porque antes de correr por el auxilio de un puñado de empresarios —visiblemente comprometidos con la causa de un sector político en particular—, Flores tuvo que pensar en desvanecer, en la práctica, la sombra de ineficiencia y contaminación que todavía pesa sobre la manera en que el gobierno maneja la ayuda extranjera. Además, porque un ente coordinador y auditor de ese flujo de ayuda no requería la atención que el gobierno le ha pretendido dar.
De cierta forma, la idea de la que parte la conformación de la CONASOL tiene validez: supone que el gobierno reconoce no contar con el recurso humano calificado para la administración de una situación de crisis. Desde esta perspectiva, entonces, a la par del control civil de la ayuda externa también se debía diseñar un mecanismo de coordinación en otras áreas que, en situaciones de desastre, se convierten tarde o temprano en preocupaciones imposibles de ignorar. Así, si en verdad se le quisiera sacar el máximo provecho a una comisión de este tipo, ¿por qué no delegarle el diseño de una propuesta de prevención de brotes epidémicos, o de capacitación en zonas de alto riesgo para responder a futuras calamidades, por ejemplo? Puede que haya más de alguna cartera del Estado que deba, en algún momento, detenerse a pensar sobre estos posibles problemas. El problema es que, por ahora, no se ha cumplido con ese requisito urgente de contar con el apoyo de todos los sectores para, como se mencionaba al principio, prevenir y responder a los desastres.
En definitiva, todo parece indicar que las medidas tomadas por el presidente y sus asesores responden más a un afán de oportunismo político —inspirado probablemente por el elevado perfil público que han ganado importantes figuras políticas de la oposición— que a una respuesta organizada y consciente frente a la crisis que el país entero reciente. Y este oportunismo no deja lugar a dudas: en el accidentado navío de la clase política salvadoreña no hay lugar más que para unos cuantos.
Por lo tanto, la ausencia absoluta de planes de contingencia y la igualmente ausente voluntad de compartir el crédito de la reconstrucción —si es que les queda alguno que reclamar—, ha hecho que nuestro país vuelva a la misma situación que cuando menos de la tercera parte de su territorio sufrió los embates del "Mitch". Esta vez, como es evidente, los salvadoreños viven dentro de una zona de desastre de principio a fin. Y si las dimensiones de esta tragedia sobrepasan en tal medida las que se han vivido en etapas anteriores, con mucha mayor razón hay que estar alertas frente a las respuestas que los principales actores sociales —aquellos de quienes se espera una respuesta inmediata— sea la más adecuada.
LOS DERECHOS HUMANOS EN EL 2000 (III)
Por sí sola, esa prolongada anarquía interna sería suficiente para explicar por qué el nombramiento de Valladares Melgar no fue la decisión más feliz. De nuevo, la Asamblea Legislativa falló y con ello siguió contribuyendo a una devaluación mayor de la Procuraduría. Y no obstante la diferencia entre su antecesor y él en lo relativo a la relación menos conflictiva con las organizaciones sociales, la realización de algunas actividades y el pronunciamiento puntual en ciertos casos —todo ello, bastante fácil de lograr debido a la incapacidad y torpeza de su ex jefe—, el ahora “procurador en funciones” llegó a ser en 1998 adjunto del titular por la vía menos adecuada: mediante un arreglo entre el desprestigiado Partido de Conciliación Nacional —al cual ha pertenecido desde hace años— y otros partidos políticos; así, Peñate Polanco lo nombró sin conocerlo o en el mejor de los casos sin ser persona de su confianza. Aceptar esa maniobra y asumir el cargo de semejante forma, son factores de peso que ponen en tela de juicio la solvencia de Valladares Melgar para ejercer la “magistratura de conciencia”.
Si a todo lo anterior se agrega lo ocurrido al interior del Órgano Legislativo en cuanto a la elección de un verdadero “defensor del pueblo”, desde la renuncia de Peñate Polanco y durante la gestión “provisional” de Valladares Melgar, no existen razones para ver con optimismo el futuro de la institución. Las y los diputados se comprometieron a nombrar el nuevo titular antes del fin de año; para ello, se abrió la puerta de la Comisión Política de la Asamblea a quien quisiera ser procurador, mediante su postulación a título individual o con el apoyo de algún grupo. Así las cosas, se optó por lo de siempre y se destaparon las posibilidades a nuevas negociaciones entre las y los “politiqueros”, dejando de lado el interés de una población cada vez más necesitada de una figura notable al frente de la Procuraduría, capaz de rescatarla del lugar en que ahora se encuentra y dirigirla hacia el eficaz cumplimiento de su misión constitucional.
b. La Policía Nacional Civil
Junto a la Procuraduría, la corporación policial generó grandes expectativas por ser también una institución nueva, nacida con los acuerdos de paz y fundada en el respeto irrestricto de los derechos humanos. Sin embargo, de manera acelerada y progresiva se convirtió en otro elemento más de desencanto y frustración para la gente que esperaba mucho de ella. Desde hace algunos años, en éste y otros espacios, insistimos en el mal rumbo que llevaba la Policía y siempre nos resistimos a descargar la responsabilidad de ello en sus bases; mucho menos en su filosofía, normativa y estructura. Con seguridad, porque nos consta, desde un principio dentro de su personal existieron malos elementos; con el paso del tiempo y de cara a la realidad, quizás su sustento legal original debió ser revisado y adecuado a las exigencias concretas. Sin embargo, insistimos, no se debe buscar ahí la causa fundamental de sus males. Desde nuestra experiencia y análisis en este ámbito, que arranca con el nacimiento de la institución, su fuente debe ubicarse en la falta de una política estatal integral y coherente en materia de seguridad pública.
De su creación a la fecha son tres las administraciones del Ejecutivo que han transcurrido. Durante las mismas, la Policía Nacional Civil ha sido manejada al estilo particular de quién ha ejercido el poder absoluto al interior de la misma. En cierta etapa, esa “conducción” ha estado en manos del Ministro de Seguridad Pública; en el momento actual, la ejerce su director; y en otra, aún no se sabe quien tuvo el mando. Asimismo, por la Dirección General pasaron un empresario y un ingeniero; ahora la ocupa un publicista. Este último fue criticado por su pasado al momento de ser nombrado, sobre todo por haber dirigido al Organismo de Inteligencia del Estado; y en el 2000 resurgieron las críticas en esa línea, al ser denunciados públicamente numerosos casos de espionaje telefónico. Asimismo, ha dado otras muestras de su falta de profesionalismo al opinar políticamente en hechos tales como la demanda de las víctimas en el caso “jesuitas”. ¿Qué hará este señor si —al final del camino— la justicia salvadoreña comienza a funcionar y se logra que el Fiscal General de la República ordene la investigar los hechos? En ese escenario, ¿acatará la dirección funcional de dicha investigación? ¿hará un buen trabajo la Policía, si su director general ha afirmado que la pretensión de las víctimas “no es coherente ni consecuente con la paz esencial y reconciliación que queremos”?
Cada uno a su modo, quienes tuvieron o tienen a su cargo las decisiones más importantes en la materia han improvisado “planes”, han propuesto modificaciones a leyes, han hecho propaganda superficial y a veces falsa de sus “logros”, han peleado con otros funcionarios con quienes debían relacionarse en razón de su cargo o han hecho todo lo posible por someterlos a sus dictados. Con todo lo anterior, el resultado obtenido es lógico; esta institución se ha ido revelando progresivamente como una Policía Nacional, cada vez más lejos de esa civilidad que se le quiso imprimir en sus orígenes. En ese marco, a lo largo de su corta historia, ocurrieron arbitrariedades cometidas por elementos policiales a todo nivel que fueron denunciadas por la Misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL), la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, organizaciones sociales y las mismas víctimas; víctimas que, en su mayoría, han sido parte de la población mayoritaria sin poder económico, político o de cualquier otro tipo. Ante tal situación, casi nunca funcionaron los mecanismos internos de control y disciplinarios; y cuando Victoria Marina Velásquez de Avilés denunció, al frente de la Procuraduría, algunos hechos e hizo recomendaciones concretas para lograr justicia, reparar los daños causados y evitarlos a futuro, fue atacada con ferocidad por el entonces Ministro de Seguridad Pública. Quizás fue ese marcado interés de mantener en la impunidad ciertos delitos cometidos por determinados policías, lo que explica en parte la llegada de Peñate Polanco a la Procuraduría.
Fue sólo hasta que algunos elementos del crimen organizado insertados en la corporación policial tocaron lo “intocable” —a gente con poder—, cuando su conducción puso el grito en el cielo. De esa forma, a partir de mayo del 2000 se empezó a hablar de la depuración. Con la destitución de numerosos elementos a lo largo del año, rápidamente se comenzaron a escuchar voces demasiado optimistas alrededor de los resultados obtenidos, cayendo así en errores de siempre: magnificar las cosas sin dar un margen prudencial de tiempo para evaluar objetivamente el impacto de la medida y despertar grandes expectativas entre una población agobiada por la inseguridad y urgida de una Policía eficiente. De no resultar tan exitosa tal depuración, como se ha querido presentar, se estará generando más frustración y desencanto entre la gente que —al no tener otra salida— quizás seguirá buscando “soluciones” a través de métodos ilegales.
Además, se debe considerar que —por encima de la publicidad oficial— dentro de la corporación se escuchan quejas y criticas con relación al citado proceso. Hay quienes dicen que tiene un trasfondo político; hay quienes sostienen que ha sido utilizado por determinados jefes para resolver diferencias con subordinados; hay quienes aseveran que dentro de las listas elaboradas se incluyeron algunos elementos sólo “para hacer número”, sin mayor base y únicamente para estar en sintonía con los dictados de su director general; hay quienes aseguran que se ha violado el debido proceso; hay quienes sostienen que el director general ha decidido, en ciertos casos, de forma discrecional y arbitraria. En definitiva, hay quienes afirman que al interior de la Policía ha existido —en el marco de la depuración— un ambiente de inseguridad jurídica, malestar, angustia y falta de motivación.
A todo lo anterior, deben sumarse otros factores que cuestionan la actuación de la Policía. De ellos, destaca su discrecional proceder ante manifestaciones publicas de protesta, sumamente violentas contra algunos sectores —como en el caso de la huelga en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social— y demasiado tolerante con otros. Otro aspecto que debe mencionarse en este sentido, tiene que ver con su falta de capacidad para actuar de manera eficaz en el combate de la delincuencia, principalmente aquella relacionada con el crimen organizado con especial énfasis en el ámbito de los secuestros.
c. El Órgano Judicial
Dos hechos importantes destacan al analizar la situación de este Órgano estatal durante el 2000. En primer lugar, la elección de nuevos integrantes de la Corte Suprema de Justicia; en segundo término, la denuncia pública sobre algunos de sus miembros ejerciendo el cargo sin llenar los requisitos para ello. Sobre lo primero, cabe señalar que en junio de ese año la Asamblea Legislativa nombró y juramentó al actual presidente de la Corte, Agustín García Calderón, en medio del ya tradicional marco de negociaciones políticas entre los partidos. Junto a él, fueron nombrados y juramentados cuatro magistrados propietarios y cinco suplentes.
Al igual que su antecesor y casi con las mismas palabras, García Calderón prometió “recuperar la confianza de la sociedad”; también dijo conocer “las afecciones y debilidades de nuestras estructuras judiciales”. Sin embargo, fue hasta casi finales del año que este funcionario se pronunció sobre las que constituyen quizás las “afecciones y debilidades” más grandes y más graves de dichas estructuras: su corrupción y su incapacidad. Ello, debido a datos provenientes del Consejo Nacional de la Judicatura que salieron a la luz pública.
Al momento de obtener la información, de ésta se lograron extraer los siguientes elementos: en cuanto a jueces de Primera Instancia propietarios existía un total de 242, de los cuales 73 —es decir, casi el 20%— se graduaron en dos universidades clausuradas por el Ministerio de Educación, precisamente por su baja calidad académica y sus poco transparentes procesos de graduación. En cuanto a los jueces de Paz propietarios tenemos que de las 320 plazas existentes, 161 estaban ocupadas por abogados titulados en dichas “universidades”, lo que se traduce en más del 50%. Sumados todos los jueces de Paz y de Primera Instancia propietarios, se alcanza un total de 562. Y para nuestra mayor preocupación, más del 41% provenían de las dos ”universidades” cerradas (234).
Hay más elementos negativos que agregar a lo anterior, mediante los cuales se revela un verdadero mercado de diplomas, acreditaciones y cargos. Sin embargo, con sólo lo mencionado es posible afirmar que el diagnóstico del sistema no resulta muy favorable. Si esos tribunales —los de Paz y de Primera Instancia— constituyen el primer escalón que necesariamente debe pasar la población cuando busca justicia, y si los mismos se encuentran bajo una conducción de calidad ética y académica cuestionable, ¿será posible aspirar a que en nuestro país, de no producirse los necesarios y urgentes cambios de fondo, sean ésas las vías que la población ocupe para dirimir civilizadamente sus controversias?
Conclusión
Las tres instituciones consideradas en este balance
son aquellas que, hace casi siete años, Pedro Nikken bautizó
como el “trípode” sobre el cual debía sostenerse una sociedad
democrática y respetuosa de los derechos humanos en El Salvador.
Es una enorme lástima que, a casi nueve años del fin de la
guerra, las tres se encuentren en un estado crítico que no se resuelve
con medidas cosméticas y que pone en peligro las perspectivas del
país. A eso, se debe agregar el mal funcionamiento de la Fiscalía
General de la República que en el 2000, con su actual titular, fue
duramente cuestionada al punto que también se encuentra sumida en
un “proceso de depuración”.
Otros años, al hacer el recuento de lo ocurrido, hicimos referencia
a las “luces y sombras” que se observaban en materia de derechos humanos.
Hoy, hasta eso nos cuesta más. Pese a que existen ejemplos de lucha
y resultados positivos provenientes de la llamada “sociedad civil”, el
deterioro de las instituciones nacionales encargadas de garantizarle justicia
y tranquilidad a todas y todos ha sido demasiado profundo durante el año
que acaba de terminar. Quedan pues, sobre el tapete, serias interrogantes
sobre el futuro y enormes retos que deberán ser asumidos con responsabilidad,
si de verdad queremos evitar otra tragedia nacional como la ocurrida hace
unos años.
Cuadro I
TERREMOTO
DEL 13 DE ENERO
EN EL SALVADOR
INFORME
NO
OFICIAL
POR DEPARTAMENTO
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Alrededor de cinco mil casas derrumbadas. Derrumbe de una iglesia y derrumbes en las carreteras. Puente de oro y Guayquín con daños considerables. Concepción Batres, 90% viviendas dañadas. Ereguayquín: Iglesia parroquial colapsada. San Agustín, 90% viviendas destruidas. Mercedes Umaña, todo el cantón El Recreo quedó destruido. Ozatlán: daños en el 85% de las viviendas. Puerto El Triunfo: 60 viviendas destruidas y muelle destruido. San Francisco Javier: 80% daños. Santiago de María: Derrumbes y 75% pueblo perdido. Municipio de Tecapán y Santiago de María, varias casas destruidas y carretera que une a estos municipios con la capital departamental, destruida, seccionada y presenta varios derrumbes. Jiquilisco: Bahía se partió en dos. Río Grande desbordado. En Berlín: se reporta un 90% de viviendas con daños. Soterrados en la zona del cerro Pelón, grietas en la carretera de La Costa del Sol. 15 muertos. San Marcos Lempa: puente de Oro seriamente agrietado. En California hay 3 vías terciarias obstruidas por derrumbe, cerrados los pasos por San Agustín, Alegría y Mercedes Umaña. La Herradura: 2 muelles hundidos en la Isla El Cordoncillo. Puerto el Triunfo: 60 viviendas destruidas y muelle parcialmente hundido. |
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Hospital de la ciudad colapsado, 80% dañado, personas atrapadas. Derrumbes en las faldas del volcán Chaparrastique. Nueva Guadalupe, daños no cuantificados. |
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Iglesia El Calvario de la ciudad de Santa Ana derrumbada. Teatro y Gobernación dañados. Carretera San Salvador-Santa Ana, bloqueada por múltiples deslizamientos. Chalchuapa: daños en viviendas y en Iglesia Católica. 21 muertos y 7 desaparecidos. Coatepeque: 33 muelles destruidos y 1300 familias damnificadas. |
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Una de las zonas más devastadas. Localidad de Comasagua afectada por deslizamientos, alrededor de 5 mil casas de adobe colapsadas, ciudad incomunicada por ruptura de tanques de agua en la carretera. Carretera fuertemente destruida. 3 familias y tres cuadrillas de cortadores de café soterrados. Municipio Nueva San Salvador: La Colina: un deslizamiento soterró 800 casas, 102 muertos confirmados en Colinas I y II. Daños cuantiosos en Las Delicias y San Antonio, El Paraíso y San Martín. Hospital de San Rafael, evacuado. Centro de capacitación del Ministerio de Educación, derrumbado. Ciudad Arce: derrumbe a la altura del cantón Las Dradas. Opico: 15 personas desaparecidas. Ciudad Arce: 9 muertos, personas soterradas en el cantón de Santa Cruz. Comasagua: la mitad del cerro se vino abajo y soterró totalmente el cantón Los Amates. La carretera desapareció a lo largo de más de 30 km. San Juan Opico 12 muertos. Lourdes 32 muertos. Quezaltepeque 3 muertos. Puerto de La Libertad 10 muertos. Zapotitán 6 muertos. Joya de Cerén, Tamanique, Jayaque un muerto cada una. |
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Cabecera departamental, daños en el 70% de viviendas. |
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Hubo tres heridos por la caída de muros. |
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Armenia, 12 muertos. 70% viviendas dañadas. Juayúa, personas soterradas en balneario caída de Los Chorros. Derrumbes en la carretera a San Salvador. Nahuizalco: Iglesia agrietada y daños considerables. San Julián, destruido 60% del pueblo. Continua la actividad volcánica. EL cerro Izalco emanó polvo rojizo y se evacuó a 60 familias. |
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Hospital Primero de Mayo y Benjamín Bloom fueron evacuados. Telecomunicaciones y servicios básicos interrumpidos. Carretera a Sonsonate en San Salvador, presenta derrumbes. Colapso de viviendas. Daños estructurales en la catedral metropolitana. Daños en edificio CREDOMATIC y universidad Evangélica. Antiguo edificio del Ministerio de Planificación, agrietado. San Marcos, daños materiales considerables. Se calculan 557 viviendas dañadas y 2430 damnificados. Mejicanos: un muro de la colonia Montreal colapsó, 2 niños soterrados. Cuscatacingo un niño muerto aplastado por una pared. |
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Daños en el Hospital Santa Gertrudis. Daños en viviendas sin precisar. 7 personas muertas en el cantón de Las Palmas. Poblaciones aún incomunicadas. 19 muertos en la cabecera departamental. |
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80% de infraestructura dañada. 27 muertos y 75 heridos. |
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Daños considerables en infraestructura. Al menos 19 muertos. Daños en Aeropuerto de Comalapa. Zacatecoluca: autobus cargado de pasajeros enterrado por derrumbe en carretera. Daños en la Catedral. San Luis, La Herradura: Dos muelles hundidos. San Juan Talpa 400 casas destruidas y 1000 dañadas. San Luis Talpa 1 muerto y 6 heridos, 1000 casas destruidas, 2002 casas parcialmente destruidas, 2 iglesias deterioradas. San Luis la Herradura: 3 heridos, 38 casas destruidas y 646 parcialmente destruidas. Rosario La Paz: 1 muerto, 7 heridos, 3 evacuados y 70 casas destruidas. San Pedro Masahuat: 3 muertos y 4000 casas afectadas. San Antonio Masahuat: 1500 casas dañadas. San Pedro Nonualco: 3 muertos y 9 heridos. Santiago Nonualco 12 heridos. Olocuilta 26 heridos. San Emigdio un derrumbamiento. Paraíso de Osorio: 1 muerto y 8 heridos. Cuyultitán 4 heridos. Jerusalén 1 muerto. |
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Derrumbe en el tramo Los Crucitos, y en la Colonia Grecia de Tacuba. |
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La presa 5 de Noviembre sufrió daños en sus paredes. |
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Corinto: Daños en la Iglesia Parroquial. |
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La tragedia podría superar los 600 muertos; entre 350 y 2000 heridos; miles de desaparecidos. |
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Carretera Panamericana Guatemala-San Salvador con varios derrumbes. Carretera alCuco, registra varios cortes. Carretera a Zacatecoluca seriamente afectada. |
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dañados |
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507
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614
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14
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3361
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2662
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19
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10
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0
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12497
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32
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137
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32
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20319
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12168
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55
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36
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0
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278
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44
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1276
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26
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6552
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4291
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26
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21
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0
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4365
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12
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295
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5
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725
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944
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25
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31
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39
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7523
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20
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31
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47
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3380
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1086
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14
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2
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0
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22
|
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26
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590
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96
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26058
|
12132
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32
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69
|
0
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24139
|
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22
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306
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23
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3267
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491
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120
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9
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0
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5197
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16
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35
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9
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6473
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674
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21
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36
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4
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0
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1
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53
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20
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10708
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3349
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4
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11
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0
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10
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1
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9
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0
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617
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120
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1
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5
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0
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1
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0
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80
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13
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2957
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693
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10
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14
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0
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75
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0
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7
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31
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180
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4
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4
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3
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0
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0
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0
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3
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4
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18
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0
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0
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0
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0
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0
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0
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4
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6
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67
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14
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0
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11
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0
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0
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681
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3440
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326
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84682
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38628
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331
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258
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430
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54107
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