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El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.
Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.
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En los últimos días, la situación de Venezuela ha venido ocupando un importante espacio en el debate público latinoamericano. En unos hechos confusos, el presidente Hugo Chávez habría sido desplazado del poder —el jueves 11 de abril— por un aparente golpe de Estado, para luego —apenas tres días después— ser restituido en su cargo. Según sean las simpatías (o antipatías) por el gobierno de Chávez, así han sido las reacciones: hubo quienes —dentro y fuera de Venezuela— celebraron efusivamente su sorpresiva “salida” del poder; mientras que ahora son otros —también dentro y fuera del país sudamericano— los que no ocultan su alegría por el “retorno” del presidente depuesto. Para entender el protagonismo sociopolítico de Chávez —su capacidad para despertar las pasiones más encontradas— hay que prestar atención al desarrollo político venezolano desde los años 60 en adelante, periodo en el cual se acumularon frustraciones sociales de las que Chávez fue vehículo de expresión, pero que ahora amenazan con desbordarlo.
Cabe recordar que, a finales de los años 60, se configuró en Venezuela un sistema político bipartidista: COPEI y Acción Democrática (AD), cuyo relevo mutuo en el poder dio estabilidad política al país, desde los años 60 hasta finales de los 90. En 1973, llegó al poder Carlos Andrés Pérez (AD) quien cedió la silla presidencial, en 1978, a Luis Herrera Campins (COPEI), quien a su vez la traspasó, en 1983, a Jaime Lusinchi (AD), que la heredó de nuevo a Carlos Andrés Pérez, en 1988. En 1989, se produce una fuerte protesta social, conocida como el “caracazo”, en contra del entonces presidente Pérez, cuando éste anuncia el aumento en el pasaje del transporte y un posterior incremento en el precio de la gasolina. En 1991, Hugo Chávez —junto con otros militares— se rebela contra el gobierno, creando una situación de incertidumbre en el país. En 1994, Rafael Caldera (COPEI) vuelve a la presidencia; entre tanto, se inicia un juicio contra Carlos Andrés Pérez, quien es hallado culpable de corrupción y es condenado a prisión domiciliaria.
En 1998, Hugo Chávez aparece de nuevo en escena y esta vez es electo presidente, con el 56.2% de los votos válidos. El nuevo presidente inicia una serie de drásticos cambios constitucionales, políticos y económicos que, a partir de 2000, cuando es elegido de nuevo presidente (con un 59.8% de los votos válidos), se profundizan y sumen a Venezuela en una situación de inestabilidad social, económica y política, cuyas más recientes manifestaciones fueron la detención de Chávez por un grupo de militares y su posterior restitución en el poder presidencial.
Indudablemente, no se entiende la situación actual de Venezuela sin el legado de Carlos Andrés Pérez quien, en su primer mandato —que coincidió con el boom petrolero—, dio auge a un sólido modelo populista que subsidiaba a manos llenas, tanto a los trabajadores como a los empresarios. El primer periodo de Carlos Andrés Pérez fue de despilfarro estatal, pero también lo fue de crecimiento de la burocracia y de la corrupción. En 1988, inicia el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, sólo que esta vez su programa económico —en contra de Acción Democrática— va a ser de signo contrario al de su primer mandato. Esta vez, el presidente va a intentar poner en marcha un ambicioso plan de reforma económica que va a tener como principales aspectos la reducción del aparato estatal, el recorte de los subsidios, la apertura comercial y el retiro de los mecanismos proteccionistas para los empresarios.
La reforma iniciada por el presidente Pérez coincide con los ecos de la crisis de la deuda (1983), que golpea fuertemente a Venezuela, cuya deuda externa había crecido al calor del boom petrolero. La imposibilidad de pagar la deuda paralizó la inversión pública y privada. La crisis no se hizo esperar, pues Pérez no pudo revertir ni controlar el malestar de las clases medias, los trabajadores, los empresarios y los militares. Rafael Caldera continuó, desde 1994, con las medidas de choque iniciadas por su predecesor en el mando, y la situación tuvo el desenlace por todos conocidos: la oposición de izquierda, los sindicatos y las organizaciones campesinas dieron su respaldo a Hugo Chávez en 1998 y lo refrendaron en 2000.
Hugo Chávez se ha propuesto reformar una sociedad que, al decir de Carlos Andrés Pérez, ha sido “totalmente dependiente del Estado, unos empresarios totalmente dependientes de los subsidios, de las exoneraciones, de toda esa ‘permisología’ que el Estado tenía para favorecerlos, así como los créditos estatales. Y la sociedad en general, la clase media sobre todo, [ha sido] dependiente de los subsidios para todos los servicios”.
El mandato de Chávez se reviste de un carácter “neopopulista”, es decir, de una fuerte tendencia a recuperar algunas dimensiones de la vinculación entre el Estado y la sociedad, propias del populismo —en las que predominan las relaciones clientelares entre el Estado y determinados grupos sociales de base—, sólo que en un contexto internacional marcado por la reducción del Estado y su pérdida de protagonismo socioeconómico. El proyecto chavista, sin duda, tiene una fuerte orientación popular —lo cual no es bien visto por los sectores empresariales más poderosos—, aunque su ejecución contempla medidas orientadas a terminar con prebendas sindicales heredadas del pasado, así como con las prestaciones recibidas por los sectores medios desde la época del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Esa orientación popular del gobierno se ha visto acompañada de una fuerte concentración de poder en manos de Hugo Chávez, dando a su mandato un sospechoso tinte autoritario —avalado, eso sí, por un marco constitucional creado expresamente por el propio presidente de Venezuela para legitimar su modo de ejercer el poder. Esto, más su cercanía a Fidel Castro y sus viajes por el medio oriente, lo han hecho ver —gracias a las fuertes campañas mediáticas en su contra— como una persona peligrosa, de la cual lo más indicado es deshacerse cuanto antes y por los medios que sean necesarios. Eso fue lo que creyeron quienes intentaron sacarlo del poder violentando los preceptos constitucionales fundamentales de Venezuela. Menos mal que el intento no prosperó, pues, de lo contrario, el país sudamericano quizás se hubiera sumido en una crisis de mayor envergadura que la actual.
Se podrá ser todo lo crítico que se quiera con Hugo Chávez, pero —si se dice defender la democracia— no se puede tolerar que un grupo de militares, alentados por unos empresarios que andan tras la salvaguarda de sus propios intereses, decidieran romper con la institucionalidad en vigencia —misma que contempla los mecanismos para remover a un presidente incompetente— para ser ellos los que decidieran arbitrariamente cómo debían ser las cosas. Quienes, como el presidente Francisco Flores, no titubearon en dar legimitidad al golpe de Estado en contra de Hugo Chávez fueron traicionados por su ceguera ideológica, su ignorancia y la endeblez de sus convicciones democráticas.
POLÍTICA[Extracto]
Los problemas provocados por las inundaciones en la ciudad de
San Salvador son un síntoma claro de una deficiente gestión
ambiental que ha desembocado ya en crecientes problemas de insostenibilidad
urbana. El impacto de sismos, inundaciones y deslizamientos, así
como las problemáticas de contaminación y sus efectos asociados,
son algunas de las manifestaciones del impacto negativo del “desarrollo
urbano” de San Salvador. El caso más reciente ha sido el impacto
de la primera lluvia en la transición hacia la época invernal
de este año, la cual provocó daños y pérdidas
en zonas tradicionalmente consideradas como de “alto riesgo”, e incluso
en otras que hasta ahora se consideraban a salvo de este tipo de situaciones.
“Quien quiera abolir de verdad toda la guerra tendrá que aceptar
que su propio Estado renuncie a parte de su soberanía, en beneficio
de las organizaciones internacionales”
Albert Einstein, Conferencia de Desarme (1932).
La cifra mágica de sesenta Estados fue superada el pasado 11 de abril. Con las últimas diez ratificaciones, el Estatuto de Roma entró en vigor y la Corte Penal Internacional —en adelante, la CPI— se instalará el próximo 1° de julio para juzgar graves violaciones de derechos humanos en todos los continentes. Así, la justicia universal ha dado un paso de gigante. Su andadura empezará casi cinco meses después de que su precedente más cercano, el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, obtuviera credibilidad mundial al lograr sentar en el banquillo de los acusados al otrora presidente Slobodan Milosevic; éste se convirtió en el primer ex jefe de Estado enjuiciado por su participación en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Fue este último un sólido antecedente en la lucha por la justicia, que le allanó el camino a la nueva Corte.
Por fin, el derecho internacional humanitario —el “derecho de las guerras”— ya no dependerá de la “buena voluntad” de los Estados miembros de las Naciones Unidas y se elevarán los niveles para su respeto, con la ayuda de este tribunal penal independiente dotado de los medios con que cuenta —o debería contar— cualquier sociedad para garantizar en ella un verdadero Estado de Derecho. Asimismo, el establecimiento de la CPI persigue alcanzar los objetivos de los múltiples tratados internacionales encaminados a proteger de forma más eficaz a la población, cuando resulta afectada por conflictos armados. En fin, con la simple existencia de esta institución se pretende disuadir a los criminales potenciales e impedir que los verdaderos violadores escapen a la responsabilidad de sus actos.
En este mismo espacio (Proceso, números 778 y 883) nos referimos ya a las competencias del nuevo tribunal, pero tal vez sea necesario recordar que aplicará las convenciones internacionales de derechos humanos en sus sentencias, brindará al fiscal del mismo la posibilidad de investigar por su cuenta ante denuncias de organismos de derechos humanos y permitirá que los familiares de las víctimas estén representados en los casos. El tribunal —que no será parte de las Naciones Unidas, sino que rendirá cuentas a los países que han ratificado el Estatuto de Roma— estará integrado por dieciocho jueces elegidos por mandatos de nueve años; además, contará con un equipo de fiscales e investigadores.
Es preciso recordar que el primer gran paso de este esfuerzo se dio en 1998 con la realización de la Conferencia de Plenipotenciarios en Roma. Ahí se aprobó la creación del mencionado Estatuto con el voto a favor de 136 países, la abstención de veintiuno y el voto en contra de siete. Dentro de esos siete opositores se encontraban países tan importantes por su poder o peso económico y demográfico como los Estados Unidos de América, la República Popular China, la India y buena parte del mundo árabe, además de Israel. Esta situación puede tener un efecto negativo en la efectividad de la CPI, ya que ésta sólo es competente para juzgar crímenes cometidos en el territorio de los Estados que lo integran o atribuidos a uno de sus ciudadanos. Sin embargo, el Estatuto también prevé la posibilidad de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas le pida juzgar algún crimen que suponga una grave amenaza para la paz y la seguridad mundial, en cuyo caso la CPI podrá ejercer su competencia sin limitaciones especiales.
De esta forma, la lucha por la aplicación universal de los derechos humanos ha de convertirse en un discurso autónomo con un gran poder de convencimiento, por su racionalidad política y ética. No son pocas las voces sosteniendo que, en este triunfo, buena parte de responsabilidad recae en la labor de activistas y defensores de derechos humanos. Es cierto y debe ser reconocido porque en 1995 —cuando iniciaron las negociaciones para elaborar un documento tendiente a establecer la Corte Penal Internacional— sólo las y los “utópicos” podían imaginar que dicho Tratado pudiera ser adoptado; pero quizás ni estas personas se plantearon la posibilidad de que pudiera entrar en vigor en 2002.
El momento histórico era crucial. Tras la disgregación del bloque soviético, en medio de un clima de distensión que favorecía el multilateralismo y el desarrollo del derecho internacional, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas había creado dos tribunales ad hoc: uno para la antigua Yugoslavia y otro para Ruanda. Por ello, muchas organizaciones de las llamadas “no gubernamentales” vieron la urgencia de aprovechar el momento. Había que actuar antes de que se produjera alguna alteración de las circunstancias y, por ende, una regresión al unilateralismo como está ocurriendo ahora con la posición de George W. Bush, el “gran amigo” del Presidente salvadoreño.
En ese marco, tales organizaciones decidieron unir esfuerzos y constituir una gran alianza con el objetivo común de promover la creación de una Corte Penal Internacional, eficaz e independiente, que actuara ante la impunidad de los crímenes más graves contra la humanidad. Así, se articuló la Coalición por la Corte Penal Internacional; ésta coordinación ha obligado a muchos gobiernos a cambiar su voto ante la presión y difusión de sus posturas.
Sin embargo, la recién nacida CPI ya cuenta con opositores “poderosos”, que no han tardado en manifestar enérgicamente su oposición. Entre ellos destaca Estados Unidos de América, que se encuentra en una posición bastante incómoda luego que el ex Presidente Clinton firmara —el último día de su mandato— el Estatuto de Roma, señalando que el texto requería mejoras. Lo que parecía un acto “intrascendente”, no lo es tanto para los intereses de la “primera nación”. En realidad, se ha convertido en una auténtica “papa caliente” en las manos de su actual administración, pues el Convenio de Viena sobre Tratados Internacionales obliga al país firmante a no hacer nada contra el tratado que suscribió, aunque no lo haya firmado.
La oposición de sus legisladores ha sido feroz, hasta el punto de llegar a impulsar la American Servicepersons Protection Act; de aprobarse este proyecto de ley —conocido como ASPA, por sus siglas— el gobierno estadounidense quedaría autorizado para tomar las medidas que estime convenientes, incluso hasta el punto de invadir La Haya para rescatar a uno de los suyos o de sus aliados llevado contra su voluntad ante el tribunal. De momento, semejante proyecto está durmiendo. Pese a esa actitud, funcionarios estadounidenses han participado desde el principio en todas las deliberaciones sobre el Estatuto de Roma y la CPI. Eso sí; con todo y sus berrinches, la potencia mundial tiene ahora —por primera vez— una limitación a su política exterior de gran “policía” universal.
Pero, a pesar de estos argumentos, no faltan opiniones coherentes que —como la de Baltasar Garzón— aplauden a la CPI por constituir “el primer intento en tiempos de paz para dar respuesta en forma permanente a los fenómenos degenerativos de los tiempos de guerra o de paz, plasmados en las figuras más graves que puede sufrir la comunidad internacional (...) de ahí que uno de sus principales efectos no sea precisamente el represivo, sino el preventivo. Es, sin duda, una iniciativa de paz que persigue la desaparición de ’los espacios sin Derecho’, caracterizados por la marginación de los tribunales de justicia en cuestiones de terrorismo, genocidio o crímenes de guerra o de lesa humanidad, y que tanto auge están tomando en los últimos meses”
No obstante el ambiente de celebración, el Magistrado español no se deja llevar por la euforia y matiza las cosas, sosteniendo que “la CPI, ni va a hacer desaparecer las violaciones masivas de derechos humanos, ni sus investigaciones van a poner fin a los excesos de los Estados a través de sus gobernantes, ni todos los casos van a ser sometidos a su jurisdicción. No lo estarán los cometidos en el territorio de un país que no haya ratificado el Estatuto; tampoco los que, cometiéndose en el interior de los países que han ratificado el Estatuto, sean asumidos por las jurisdicciones nacionales (principio de complementariedad), de ahí la importancia de que las leyes estatales incluyan el principio de justicia penal universal, para hacer efectiva la máxima ‘aut dedere aut iudicare’ (persigues o juzgas), y garantizar la erradicación de la impunidad”
La CPI alentará otras iniciativas paralelas. Así, en febrero pasado entró en vigor el Tratado —aprobado por casi un centenar de países— que prohibe la utilización de niños como soldados, considerándola una violación a los derechos humanos. Si tenemos presente el cálculo “aproximado” según el cual más de quinientos mil menores en el mundo actúan como soldados, este Tratado —en un futuro ya próximo— podrá ser aplicado por la CPI, pues contempla como crimen de guerra el uso de niños menores de 15 años en conflictos armados.
Un análisis de fondo nos llevaría a
determinar que, entre las principales causas de los crímenes que
la CPI juzgará, se encuentran el abuso flagrante de poder y la transgresión
deliberada del derecho internacional. Eso podría ser un detente
para prácticas criminales conocidas y otras aún por conocer,
realizadas por militares y otras fuerzas bajo el paraguas de conceptos
como juramento, orden y obediencia. Pero eso puede y debe comenzar a cambiar.
No obstante, en momentos como el que está viviendo la
humanidad —el de la creación de un órgano judicial “supranacional”—
no faltan las voces “doctas” que todavía intentan oponerse al paso
indetenible de la justicia, argumentando que los tribunales internos deben
ser los encargados de proceder. La experiencia en “carne propia” de nuestro
“proceso” salvadoreño, demuestra que dejar estos crímenes
en manos de tribunales domésticos equivale a pedir que los culpables
se juzguen a sí mismos.
Tal vez por eso algunos militares y civiles salvadoreños han colocado al país en un nuevo ridículo, al ponerse “firmes” para impedir que el Presidente de la República siquiera estampe su rúbrica en el Estatuto de Roma. Quizás no saben que la CPI no podrá juzgar delitos cometidos antes de creación; ¿o no estarán pensando que no se debe descartar volver a recurrir a la violencia contra el pueblo, en una realidad económica y social como la nuestra? Los criminales salvadoreños deben saber que, independientemente de que se acepte o no la competencia de la CPI, siempre podrán ser juzgados y sancionados por la jurisdicción penal internacional.
Mientras tanto, la Corte trabajará provisionalmente
pese a que una comisión preparatoria de la ONU —con participación
de los gobiernos— elaboró un primer borrador sobre las reglas de
procesamiento e investigación de crímenes. Quedan pendientes
otros aspectos como el financiamiento, los empleados y las instalaciones,
entre otros. Los Estados signatarios no se reunirán hasta septiembre
para resolver cuestiones prácticas y no será hasta enero
de 2003 cuando los jueces, fiscales y secretarios sean escogidos. Eso significa
que la CPI estará funcionando de lleno, en la práctica, al
fin de 2003 o a principios de 2004.
Tel: +503-210-6600 ext. 407, Fax: +503-210-6655 |
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