Son palabras de Ignacio Ellacuría. Están en el texto de “Utopía y profetismo desde América Latina. Un ensayo concreto de soteriología histórica” recogido en el Tomo II de sus Escritos Teológicos (UCA, San Salvador, 2000) y originalmente publicado en la Revista Latinoamericana de Teología (RLT 17) en 1989. Es un típico texto del estilo ellacuriano en el que trabaja y argumenta sobre lo político-social-económico, lo teológico y lo filosófico.
Me encanta proponer la lectura de este texto en mis clases. Genera cierto desconcierto positivo. Ellacuría lo dice incluso dos veces en su escrito: El capitalismo se caracteriza por una malicia intrínseca (ver p. 246 y 247). Vivimos en una sociedad capitalista y en un mundo fundamentalmente capitalista. Lo que tenemos delante de nosotros, y llamamos progreso o desarrollo, es básicamente producto del sistema capitalista o ha sido alcanzado en ese marco específico. La declaración de Ellacuría quiere decir que a este sistema le es inherente, íntimo y esencial (eso quiere decir “intrínseco”) el tener una intención (solapada, las más de las veces) maligna, que es malo por sí (en términos éticos) y por ende perjudicial y, por tanto, maligno. No he hecho más para parafrasear lo que dice el Diccionario de la Lengua (dle.rae.es). En resumidas cuentas, Ellacuría lo dice, en una palabra: deshumaniza. La afirmación no es gratuita, coloquial, intempestiva o mero adorno. Hay una argumentación de fondo que le concede peso a la expresión.
No hace falta acudir a Karl Marx (aunque ciertamente es de provecho) para proferir o subscribir la frase. Retomo la reflexión de Walter Benjamín a propósito del “ángel de la historia”, en sus “Tesis de filosofía de la historia”, la número 9 (Véase Discursos interrumpidos I, Taurus, 1989, p.183). El ángel (Benjamín interpreta así la pintura de Klee que acompaña este texto) horrorizado mira al pasado lleno de ruinas, destrucción y miseria, pero un huracán lo aleja con fuerza del punto de origen. Ese huracán es el progreso.
Sin duda, el capitalismo se reinventa una y otra vez, y se constituye en la fuerza poderosa que impulsa el progreso. Pero tiene unos costos altísimos. Genera desigualdad y exclusión empobreciendo a lo largo de la historia a las mayorías. Se convierte en una maquinaria aniquiladora de la naturaleza aproximándose al punto crítico de destrucción del planeta por el cambio climático. Cautiva las mentalidades colocando el individualismo del tener y el consumismo, por encima de la comunidad solidaria que comparte. Con esto convivimos. No hay duda que el capitalismo, como sistema, es avasallador en sus logros, pero es intrínsecamente malo.
Esto implica que no deberíamos ir por ahí. Ese deberíamos se constituye, o tendría que constituirse en imperativo ético. Aquí es donde Ellacuría precisamente contrapone a esta civilización del capital, la necesidad de construir y aspirar la civilización del trabajo, o dicho teológicamente, la civilización de la pobreza… que dicho sea de paso, no significa que todos nos hagamos pobres. Más bien significa que debemos recurrir a descubrir el misterio que detrás de la declaración “felices los pobres porque de ellos es el reino de Dios” (Lc 6,20), una declaración que suele olvidarse en el ámbito de la fe cristiana.
Hay aquí por tanto, un desafío intelectual, académico, ético y práctico: no podemos continuar por el camino del capitalismo porque deshumaniza y amenaza la destrucción del planeta. Toca deconstruir mentalidades, prácticas y sistemas.