Los retos que conlleva una reconciliación en una sociedad postconflicto son complejos y van mucho más allá de la firma de acuerdos de paz. El Salvador, tras finalizar la guerra civil en 1992, ha atravesado un proceso de transición que se ha caracterizado por la desmovilización de actores armados, reformas institucionales y múltiples esfuerzos de reconstrucción social. Sin embargo, tres décadas después, la violencia persiste bajo otras formas, las desigualdades territoriales continúan y la reconciliación plena sigue siendo un reto que continúa pendiente.
Es muy importante, comprender los retos de la reconciliación en El Salvador, desde la óptica del desarrollo territorial. Es decir, no solo debemos analizar los acuerdos políticos alcanzados a nivel nacional, sino también las dinámicas de exclusión, violencia y desconfianza que atraviesan los territorios donde se vivió con mayor crudeza la guerra y la posguerra. Así, se puede argumentar que la reconciliación no puede reducirse a mediaciones técnicas ni a políticas centralizadas, sino que exige procesos de memoria, justicia restaurativa, participación ciudadana y desarrollo socioeconómico localizado.
Debemos de analizar y verlo desde una perspectiva multidisciplinaria que articule historia, sociología y estudios de paz. Retomando aportes teóricos de autores como Lederach y Galtung, críticas de Chupp sobre las limitaciones de la mediación, la noción de violencia crónica desarrollada por Adams y los lineamientos prácticos del Manual de Diálogo y Acción Colaborativa de la FES. El objetivo es proponer un marco que lleve a la comprensión y que permita entender los principales desafíos y, al mismo tiempo, esbozar rutas de acción hacia una reconciliación con bases territoriales sólidas.
La bibliografía sobre construcción de paz ofrece definiciones clave para comprender el sentido de la reconciliación. John Paul Lederach (1997) subraya que se trata de un proceso de transformación de relaciones que integra justicia, verdad, misericordia y paz. Según el autor, “la reconciliación duradera requiere la creación de espacios sociales donde las partes en conflicto puedan encontrarse como seres humanos, reconociendo el pasado y construyendo juntos el futuro” (p. 26). Enfatizando que no basta con un arreglo político: es indispensable cultivar relaciones y estructuras sociales que sostengan la convivencia a largo plazo y no a corto plazo.
Por su parte, Johan Galtung (1996) distingue entre paz negativa y paz positiva. Mientras la primera alude a la ausencia de violencia directa, la segunda implica superar violencias estructurales y culturales. Como afirma: “la paz positiva es aquella en que se eliminan no solo las violencias directas, sino también las estructuras sociales que producen desigualdad, exclusión y represión” (p. 31). Es importante resaltarlo, ya que en el caso de nuestro país El Salvador, nos revela que la reconciliación auténtica no se logra simplemente reduciendo la violencia armada, sino transformando las bases de desigualdad territorial y social.
Ahora bien, las metodologías de resolución de conflictos no están exentas de críticas. Mark Chupp (1991) advierte que, en ocasiones, la mediación se ha convertido en un fin en sí mismo, perdiendo de vista valores como la justicia: “nuestro deseo de ser neutral y ganar reconocimiento de las partes involucradas ha hecho que nos apartemos de nuestros anteriores compromisos. Nos hemos concentrado más en las técnicas que en nuestros valores” (p. 1). Es decir, que cuando las raíces del conflicto son estructurales, la mediación tradicional puede resultar insuficiente o incluso funcional a un sistema injusto.
Chupp(1991) enfatiza que, en contextos de desigualdad, “un acuerdo negociado puede servir para reforzar un sistema injusto” (1991, p. 2). Esta afirmación cobra relevancia para El Salvador, debido a que los territorios más golpeados por la guerra fueron también los más marginados en el periodo de posguerra. Limitar la reconciliación a mesas de negociación sin atender desigualdades estructurales equivale a perpetuar un orden territorial excluyente.
En este sentido, la reconciliación debe concebirse como un proceso multidimensional que combina memoria, justicia, desarrollo territorial y reconstrucción comunitaria. La mediación y el diálogo son herramientas importantes, pero no fines en sí mismos: deben integrarse a estrategias más amplias de transformación social.
El conflicto armado salvadoreño (1980–1992) dejó alrededor de 75,000 muertos y miles de desaparecidos, además de un tejido social profundamente dañado. Los Acuerdos de Paz de Chapultepec (1992) marcaron un hito histórico al poner fin formal a la guerra e incluir compromisos sobre reforma militar, sistema judicial y apertura política.
La Comisión de la Verdad, establecida en 1993, documentó graves violaciones a los derechos humanos cometidas por ambas partes. Su informe concluyó que “la violencia masiva, la represión sistemática y las ejecuciones extrajudiciales marcaron de manera indeleble a la sociedad salvadoreña” (Comisión de la Verdad, 1993, p. 15). Sin embargo, sus recomendaciones sobre justicia y reparación integral fueron limitadamente implementadas, en parte debido a la aprobación de una Ley de Amnistía que cerró la puerta a procesos judiciales.
Este déficit en justicia transicional generó una memoria fragmentada: mientras algunos sectores celebraban la paz alcanzada, las víctimas continuaban esperando verdad y reparación. En paralelo, la ausencia de políticas territoriales de largo aliento contribuyó a que las zonas rurales y urbanas más golpeadas quedarán rezagadas en materia de desarrollo.
El vacío que tuvo el Estado en estos territorios abrió las puertas a nuevos espacios y a nuevas formas de violencia. Como señala Adams (2011), “la violencia crónica mina sistemáticamente las relaciones sociales y el apoyo a la democracia, convirtiéndose en normas perversas en comunidades vulnerables” (p. 5). Este concepto ayuda a entender por qué, tras la guerra, la violencia no desapareció, sino que mutó en maras, crimen organizado y violencia social cotidiana.
Así, el legado de los Acuerdos de Paz es ambivalente: si bien se logró poner fin al enfrentamiento armado y se abrió un espacio democrático, dejaron sin resolver cuestiones centrales de justicia, reparación y desarrollo territorial, lo que limita en gran manera el lograr una reconciliación plena.
Uno de los principales retos es la desigualdad territorial. Según Ferrufino (2023), las políticas de desarrollo en El Salvador han privilegiado áreas urbanas centrales, mientras regiones periféricas y vulnerables siguen mostrando cada día déficits en infraestructura, empleo y servicios básicos. Lo que produce territorios con ciudadanía de primera y de segunda. La falta de oportunidades es otro problema y alimenta de manera desmedida las dinámicas de migración forzada y economías ilícitas, debilitando el capital social local. Como lo expresa Adams (2011): “la nueva pobreza y la exclusión social crónica generan resentimientos, silencios sociales y una búsqueda perversa de respeto que, a menudo, se expresa en violencia” (p. 33). Por ello creo que es imposible que se pueda hablar de este escenario y de la reconciliación sin abordar las desigualdades territoriales.
El informe de la Comisión de la Verdad evidenció graves crímenes, pero las políticas de memoria y reparación han sido fragmentadas y centralizadas. Muchas de las memorias locales fueron y son invisibilizadas, como resultado de las carencias en espacios para procesar colectivamente el trauma y de construir narrativas inclusivas que tuvieron las comunidades rurales. La reconciliación requiere mecanismos de justicia restaurativa que no se limiten a procesos judiciales nacionales, sino que incluyan iniciativas locales de memoria. Espacios comunitarios de reconocimiento pueden ayudar a sanar heridas y prevenir la transmisión de generación en generación del resentimiento.
En las últimas dos décadas, las políticas de seguridad en El Salvador han oscilado entre enfoques de “mano dura” y planes de control territorial. Aunque algunos de estos programas han dado resultado y redujeron temporalmente los homicidios, también han derivado en violaciones de derechos humanos. Human Rights Watch (2024) documentó que, bajo el régimen de excepción, miles de personas, incluidos menores, fueron detenidas sin garantías: “los niños arrestados enfrentaron abusos, condiciones inhumanas y la negación de su identidad jurídica” (p. 2). Esta tensión entre seguridad y derechos deteriora la confianza ciudadana y contradice el objetivo de reconciliación.
Sí, el desarrollo territorial requiere de gobiernos locales fuertes. Sin embargo, los procesos de centralización han debilitado de manera drástica la autonomía municipal. Ferrufino (2023) advierte que “la falta de capacidades técnicas y recursos fiscales limita la posibilidad de que los municipios diseñen políticas de reconciliación desarrollo local”(p.15) Esto genera un círculo vicioso, ya que, las comunidades afectadas carecen de herramientas institucionales para implementar proyectos, lo que refuerza la dependencia del poder central y la desconfianza ciudadana
La violencia prolongada destruye la confianza entre la sociedad y las instituciones. Adams (2011) describe este fenómeno como “silencio social”, donde las personas evitan denunciar o cooperar por miedo y desconfianza (p. 43). Este déficit de capital social impide que las comunidades construyan proyectos colectivos, debilitando cualquier iniciativa de reconciliación.
Para enfrentar estos retos podemos tomar varias orientaciones. Primeramente, el Estado debe crear y aprobar políticas integradas de desarrollo local con programas que combinen infraestructura, empleo juvenil y apoyo a emprendimientos en las comunidades; estas iniciativas deben diseñarse con participación ciudadana para garantizar pertinencia territorial. También es importante darle relevancia y reconocer los procesos de memoria y reparación locales, estableciendo comisiones comunitarias de memoria y proyectos simbólicos como monumentos, archivos, actividades culturales que permitan reconocer la historia.
Se debe implementar también, la seguridad con enfoque de derechos. Es decir, se debe transitar de políticas represivas a modelos preventivos que integren educación, salud y reinserción social y se deben fortalecer los gobiernos municipales, brindándoles recursos y capacitaciones para implementar proyectos de reconciliación, fomentando así la descentralización.
Se debe fomentar de igual manera el diálogo colaborativo, como enfatiza Wagner (2016) en el Manual de la Fundación Friedrich Ebert(FES), “solo a través del diálogo se pueden poner en marcha cambios basados en la tolerancia, el respeto, la inclusión y el consenso” (p. 5). El diálogo comunitario debe convertirse en herramienta clave para superar barreras, reducir estigmas y construir acuerdos sostenibles. Wagner subraya que el diálogo auténtico implica escuchar y comprender: “el diálogo es un proceso de interacción auténtica por medio del cual los seres humanos se escuchan el uno al otro, de manera tal que puedan apreciar sus perspectivas” (2016, p. 17). Esta definición encaja con la necesidad de reconstruir confianza en comunidades divididas. Retomando a Chupp (1991), es indispensable promover una formación en destrezas de comunicación y no violencia: “la construcción de paz es antes que nada un proceso educativo” (p. 4). Incorporar estas competencias en programas escolares y comunitarios es esencial para que se pueda fortalecer la capacidad de prevenir futuros conflictos.
Desde una mirada sociológica, la reconciliación no la podemos entender sólo como políticas estatales, sino como procesos de resignificación colectiva. Los territorios afectados por la violencia acumulan memorias traumáticas que condicionan identidades y relaciones. Adams (2011) resalta que en contextos de violencia crónica emergen “respuestas sociales como el silencio, la auto-victimización y la búsqueda de chivos expiatorios” (p. 76), lo cual fragmenta la cohesión comunitaria. Estas prácticas se transmiten intergeneracionalmente y se convierten en obstáculos para la reconciliación.
Por su parte, Chupp (1991) recuerda que la paz duradera exige transformación de individuos y sistemas: “trabajar por una paz duradera incluye la transformación de las personas así como de la disputa” (p. 4). La reconciliación, por tanto, debe entenderse como un proceso de cambio cultural que combine reformas estructurales con reconstrucción subjetiva. El diálogo juega un papel central en esta dimensión. Como sostiene Wagner (2016), el diálogo auténtico no busca vencer al otro, sino comprender: “las partes en un diálogo no buscan derrotar al otro, sino iluminar al otro” (p. 19). Este enfoque social nos permite imaginar procesos territoriales donde la escucha activa y la construcción colectiva reemplacen la desconfianza y el silencio social.
La reconciliación en El Salvador desde la óptica del desarrollo territorial enfrenta retos enormes: desigualdades persistentes, memorias fragmentadas, políticas de seguridad que vulneran derechos, instituciones locales débiles y capital social deteriorado. Sin embargo, también existen oportunidades. Integrar procesos de memoria, justicia restaurativa, desarrollo económico local y diálogo colaborativo puede abrir caminos hacia una paz positiva.
Los aportes de Lederach y Galtung nos recuerdan que la reconciliación va más allá de la ausencia de violencia: implica transformar estructuras y relaciones. Las críticas de Chupp advierten sobre los límites de la mediación neutral en contextos de injusticia. Adams muestra cómo la violencia crónica erosiona el tejido social y genera patrones perversos que deben enfrentarse con políticas integrales. Finalmente, el Manual de la FES señala el diálogo colaborativo como herramienta indispensable para reconstruir confianza y participación.
La reconciliación territorial en El Salvador requiere voluntad política, instituciones locales fuertes, participación ciudadana y un compromiso sostenido con la justicia social. Solo así será posible convertir la memoria del conflicto en una base para la convivencia y el desarrollo inclusivo.
Referencias Bibliográficas
Adams, T. M. (2011). La violencia crónica y su reproducción: Tendencias perversas en las relaciones sociales, la ciudadanía y la democracia en América Latina. Woodrow Wilson International Center for Scholars & Instituto Internacional de Aprendizaje para la Reconciliación Social.
Betancur, B., Figueredo Planchart, R., & Buergenthal, T. (1993). De la locura a la esperanza: Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Naciones Unidas.
Chupp, M. (1991). Cuando la mediación no es suficiente. Conciliation Quarterly.
Ferrufino, C. E. (2023). Desarrollo territorial en El Salvador: continuidades, rupturas y oportunidades. ECA: Estudios Centroamericanos, 78(773), 9–20.
Galtung, J. (1996). Peace by peaceful means: Peace and conflict, development and civilization. SAGE Publications.
Human Rights Watch. (2024, 16 de julio). “Your child does not exist here”: Human rights abuses against children under El Salvador’s state of emergency. HRW.
Lederach, J. P. (1997). Building peace: Sustainable reconciliation in divided societies. United States Institute of Peace Press.
Leonhardt, M. (1999). Promover el desarrollo en áreas de conflicto violento actual o potencial: enfoques en evaluación de impacto en el conflicto y alerta temprana. Documento presentado en la Conferencia de la Red Global para el Desarrollo, Bonn.
Wagner, J. H. (2016). Manual de diálogo y acción colaborativa. Friedrich-Ebert-Stiftung.