Las ciudades se han convertido en un espacio donde las personas sienten que pueden acceder a una serie de servicios que se encuentran concentrados, especialmente en países en vías de desarrollo, y donde esperan satisfacer sus necesidades. Sin embargo, las ciudades no siempre responden de manera eficiente a esta percepción.
La ciudad es, en todo momento, un espacio donde se materializan las decisiones de las personas que cohabitan en dicho espacio físico, y en estas decisiones participan dos grandes grupos de personas: quienes administran la ciudad, y quienes no. Volveremos a esta idea más adelante. En todo caso, cuando pensamos en las ciudades, pensamos en palabras como “trabajo”, “estudio”, “salud”, “vivir”, “comprar”, “vender”, “diversión”. Las actividades que en ellas se realizan se basan en intercambios, y estos pueden ser materiales o espirituales. Lo anterior indica, pues, que las ciudades, a través del acceso inclusivo de servicios eficientes, en concordancia con aspectos culturales e idiosincráticos de su población, satisfacen necesidades humanas, no solo físicas, sino también psicológicas y espirituales.
Pero, ¿qué pasa cuando las ciudades se convierten en lugares inseguros y excluyentes? ¿Qué hace que una ciudad funcione o no de manera eficiente? Muchos autores afirman que la exclusión conlleva a distintas manifestaciones de violencia. Es decir, una ciudad excluyente seguramente tendrá en ella zonas inseguras y zonas donde la gente percibe inseguridad. Por otro lado, para que una ciudad funcione de manera eficiente, es necesario que cuente con esos aspectos tanto tangibles como intangibles que permitan materializar en elementos físicos la infraestructura necesaria para la provisión de servicios.
Uno de los primeros tipos de infraestructura que se nos viene a la mente es la que permite la movilidad de las personas. En ese sentido, toda gran ciudad cuenta con un sistema de movilidad y transporte relativamente eficiente, que permite distintas formas de movilidad que no se limitan únicamente a los vehículos automotores, como en cambio sucede en nuestra capital, San Salvador. Cuando se habla de sistema, se hace referencia precisamente a una oferta de opciones de movilidad que responde a las necesidades de las personas que habitan la ciudad y que funcionan complementándose entre sí.
En principio, un sistema de movilidad eficiente considera tanto al transporte público como al privado, e incluso, de manera ideal, privilegia las distintas modalidades de transporte público. Y entonces viene a nuestra mente el caso de caos en el área metropolitana de San Salvador. ¿Por qué las obras de infraestructura nunca parecen ser suficientes para la carga vehicular de la ciudad? Si volvemos a la idea de los dos grupos que se encuentran en la ciudad (quienes administran y quienes no administran), es importante resaltar la necesidad de un sentimiento de corresponsabilidad. Es decir, en una forma tradicional, que cada uno de los grupos de actores tiene tanto derechos como deberes. La ciudadanía (que conforma el grupo de quienes no administran las ciudades), necesita apropiarse de su entorno e identificarse con él, de forma que piense conscientemente en el bienestar propio y de sus conciudadanos. Debe también atender a las normas o reglas de juego que quienes administran las ciudades han acordado a fin de que la convivencia sea armoniosa. Y es aquí donde surge de forma cada vez más evidente esa relación bilateral que debe existir entre ambos tipos de actores.
Cuando en una ciudad como el área metropolitana de San Salvador (o el país en todo caso) no existen regulaciones para la cantidad de vehículos que ingresan o se venden –porque esto pondría en peligro el libre mercado-, así como tampoco formas de hacer efectiva la normativa vial –porque no se tiene la capacidad personal ni instalada suficiente-, pero la ciudadanía no sigue las reglas del juego establecidas, o presenta fuertes resistencias ante nuevas propuestas, sin un argumento más que la afinidad partidaria o el temor a los cambios, surgen los conflictos y las luchas de poder. En el caso de la movilidad y el transporte, es imposible ignorar un grupo que ejerce su poder: los actores del mismo sector de transporte público, que, en el caso del país, está a cargo de empresas privadas.
Con respecto a esto último, es importante resaltar que sea cual sea el resultado, la capacidad de organización es un elemento que pone de manifiesto qué tanto poder tiene un actor o grupo de actores. Esto, sumado al modelo económico que ha regido nuestro país en las últimas décadas, da como resultado a actores “intocables” con pocas posibilidades de generar consensos con miras hacia el bienestar de la población en general.
Entonces, ¿qué nos falta con respecto a otras ciudades grandes y eficientes? Prácticamente, que cada uno de los actores asuma y desarrolle el papel que debe desarrollar. Es decir, es necesario que el Estado provea infraestructura física con las condiciones necesarias para aplicar la regulación para su uso y mantenimiento, que trascienda la prevalencia del vehículo, porque no toda la ciudadanía puede –o quiere- seguir movilizándose en vehículo privado.. Por otro lado, el sector del transporte debe de contribuir en la revisión del servicio actual para la conformación de un verdadero sistema de movilidad y transporte, que complemente e incluso llegue en un futuro a sustituir la oferta actual. Y finalmente, la población debe de hacer buen uso, con responsabilidad, de la oferta actual de servicios de transporte, y tomar iniciativa y conciencia del uso del vehículo privado.