Decimos que estamos en la “era” de algo cuando un hecho o fenómeno marca un cambio profundo en nuestra forma de vida, en la cultura, en las estructuras que nos organizan. La era del algoritmo, entonces, no es simplemente un fenómeno tecnológico: es una transformación cultural. El término “algoritmo”, cuya raíz remonta al matemático persa Al-Juarismi, designa desde hace siglos una secuencia de pasos lógicos para resolver un problema. Sin embargo, lo que hace de nuestro tiempo “la era del algoritmo” es la manera en que estos se han integrado, silenciosa pero profundamente, en nuestra vida cotidiana.
No hablamos solo de los algoritmos famosos, como el de Google (PageRank) o los de las plataformas de Meta. Hablamos también de los pasos que seguimos cada día para cocinar, para llegar al trabajo, para enviar un mensaje o recibir una recomendación. Los algoritmos no son ajenos, están en lo cotidiano y se han normalizado gracias al avance de las tecnologías. Están, incluso, en sistemas que predicen si una empresa tendrá éxito o fracasará (Campillo, Vargas & Ibáñez, 2018).
Pero también hay otra cara del algoritmo: los sesgos. Según Cathy O’Neil (2018), autora de Armas de destrucción matemática, muchas decisiones que afectan nuestras vidas ya no las toman humanos, sino modelos matemáticos. Y esos modelos pueden perpetuar desigualdades. En esa misma línea, D’Ignazio y Klein (2020) advierten que la ciencia de datos puede ser una herramienta de poder usada para discriminar, vigilar y controlar. Por ello, cabe preguntarnos: ¿para quién son los datos? ¿Quién los produce y quién se beneficia?
Estas preguntas son cruciales cuando pensamos en las ciudades, municipios o territorios. El urbanismo basado en datos puede ofrecer soluciones innovadoras, pero ¿son soluciones inclusivas? ¿O dependen de modelos que ignoran la complejidad social, cultural y política de los territorios? Las ciudades no son ecuaciones; son entramados vivos de relaciones humanas, de memoria, de tensiones y afectos. ¿Puede un algoritmo capturar eso?
Estamos, según Kitchin (2014; 2021), ante lo que algunos llaman la “ciudad en tiempo real”: territorios gobernados por el flujo constante de datos que buscan responder, al instante, a las demandas ciudadanas. En muchos lugares del mundo ya podemos ver en tiempo real dónde está nuestro paquete, cuándo llega el autobús, cuál es la ruta más rápida. También hay aplicaciones que ayudan a planificar el desarrollo urbano, gestionar servicios públicos o evaluar políticas. Y esta inmediatez de los datos está cambiando la manera en que entendemos y gobernamos los territorios.
Esta transformación ocurre, según varios enfoques, en tres niveles:
Una nueva epistemología urbana basada en la acción, donde los datos en tiempo real y el aprendizaje automático permiten nuevas formas de entender el territorio como un sistema complejo, observable y modelable.
Una mirada crítica que cuestiona esta visión científica de los territorios y se pregunta cómo estos datos transforman nuestra experiencia del espacio y la producción del lugar.
Un enfoque normativo que recuerda que los territorios no son como galaxias o selvas: no pueden ser reducidas a datos porque son, ante todo, construcciones sociales. La toma de decisiones basada en datos debe estar guiada por la pregunta: ¿qué tipo de territorio queremos?
Los datos, lejos de ser neutrales, son producto de relaciones políticas, económicas y culturales. Se producen en contextos específicos, con valores e intereses particulares. Por ello, es imprescindible preguntarse: ¿cómo se construye la ciudadanía en la era de los datos? ¿Cómo evitamos que los sistemas digitales perpetúen las desigualdades ya existentes? ¿Qué implicaciones tienen en términos de vigilancia, privacidad, anonimato y ética?
En este sentido, las ciudades o los territorios inteligentes —tan de moda hoy en día— corren el riesgo de volverse autocráticas si se basan exclusivamente en la automatización. Como advierte Borgmann (1987), frente a esa lógica, la ciencia ciudadana ofrece una alternativa más democrática, basada en la participación activa de las personas como ciudadanas, no solo como usuarias o sujetos de datos. Esta visión más inclusiva y comunitaria nos permite imaginar no solo ciudades inteligentes, sino ciudades sabias.
Por eso, más allá de la fascinación por los datos en tiempo real, urge repensar el tipo de territorios que queremos construir. Que la tecnología esté al servicio de las personas, y no al revés. Que la inteligencia algorítmica se complemente con la sabiduría colectiva. Que el urbanismo basado en datos no olvide que cada dato representa una historia, una vida, un derecho.
En definitiva, se trata de construir territorios en tiempo real, sí, pero también territorios con sentido, con memoria y con justicia.
Referencias
Borgmann, A. (1987). Technology and the character of contemporary life: A philosophical inquiry. University of Chicago Press.
Campillo, J., Vargas, J., & Ibáñez, P. (2018). Análisis de la utilidad del algoritmo Gradient Boosting Machine (GBM) en la predicción del fracaso empresarial. Revista Española De Financiación Y Contabilidad, 47(4), 507-532.
D’ignazio, C., & Klein, L. F. (2020). Data feminism. MIT press.
Kitchin, R. (2014). Big Data, new epistemologies, and paradigm shifts. Big data & society, 1(1), 2053951714528481.
Kitchin, R. (2014). The real-time city? Big data and smart urbanism. GeoJournal, 79(1), 1-14.
Kitchin, R. (2021). The Data Revolution: A critical analysis of big data, open data and data infrastructures. Sage.
O’Neil, C. (2018). Armas de destrucción matemática: cómo el big data aumenta la desigualdad y amenaza la democracia. Capitán Swing Libros.