Nació en Villatuerta (Navarra, España) el 29 de agosto de 1933. Sus primeros estudios los hizo en Bilbao, entre 1938 y 1943. El 14 de septiembre de 1950 entró al noviciado de la Compañía de Jesús de Orduña, donde hizo un año. A mediados de 1951 llegó a Santa Tecla para terminar el noviciado. Era tan tímido que Elizondo, el maestro de novicios, lo ponía a hablar contra la pared para que se le soltara la lengua. Ante sus compañeros de noviciado, se jactaba de ser muy “secular”, pues no provenía de apostólicas, ni de seminarios, ni de ningún ambiente cerrado. Sin embargo, se sentía orgulloso de ser ex alumno del Colegio de Indaucho, dirigido por los jesuitas de Bilbao.
No hizo estudios especiales como sus compañeros de martirio. Moreno se quedó sólo con las licenciaturas en humanidades clásicas (1955) y en filosofía (1958), obtenidas en la Universidad Católica de Quito y la de teología, por Saint Louis University (Missouri, 1965). Fue ordenado sacerdote en Saint Mary’s, Kansas, el 14 de junio de 1964, e hizo profesión solemne en la Compañía de Jesús el 2 de febrero de 1968, en San Salvador.
En 1958, al concluir sus estudios en Quito, Moreno volvió a Centroamérica, en concreto, al Colegio Centro América de Granada (Nicaragua), donde fue profesor de química e inspector de los internos más pequeños. En estos años, se dedicó a la química con gran pasión, al igual que hacía con todo aquello que emprendía. Un poco más tarde, de la química se pasó a la biología. Más tarde, en la UCA, fue profesor de visiones científicas, entre 1971 y 1974. De las ciencias pasó a la tecnología de la computación. Cuando lo mataron ya era un experto en la materia. Aprendió solo, ayudado de manuales y armado de una paciencia y de una tenacidad a toda prueba. Es así como automatizó la catalogación de la biblioteca del Centro de Reflexión Teológica, que hoy lleva su nombre, y la administración de la oficina del Padre Provincial.
No obstante, ni las ciencias ni la tecnología constituyeron su actividad más importante. Pese a no haber hecho estudios especiales, la vida fue llevando a Juan Ramón Moreno por los terrenos de la espiritualidad, hasta convertirse en un especialista. Sin duda, su inteligencia, su sensibilidad y el cuidado que ponía en las cosas que hacía llamaron la atención de sus superiores, quienes le encargaron la formación de los novicios de la provincia centroamericana, en 1970. Antes había sido padre espiritual del Seminario San José de la Montaña. Después fue ejercitador y director espiritual de sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas. Nunca perdió la timidez en el trato personal, pero ganó en precisión y profundidad. A medida que hablaba, lo mismo si se trataba de una persona, un grupo o una comunidad, se iba entusiasmando gradualmente; hablaba con convencimiento y pasión, adoptando un tono exhortativo.
Su itinerario de formación careció de la claridad del de sus compañeros de martirio. En 1966, al terminar sus estudios de teología en Saint Louis, sus superiores le pidieron especializarse en ciencias. Una orden obvia, dada su inclinación y su afición comprobada hacia este campo del saber. Pero poco después le dijeron que estudiara dogma, debido a que el Seminario San José de la Montaña se había quedado sin profesor en este campo de la teología. Al poco tiempo, los superiores cambiaron de opinión y le pidieron especializarse en moral. Al final, le ordenaron presentarse de inmediato en el seminario, olvidándose de los estudios. Moreno fue traído a San Salvador para colaborar con la puesta en marcha de los estudios de bachillerato del seminario menor. Al llegar, lo nombraron prefecto de estudios y disciplina. Consistente con lo que había sido su trayectoria intelectual inmediata, enseñó historia, cívica, matemática, inglés, geografía y biología. Además de impartir este abanico de materias, acompañaba a seminaristas mayores y menores durante la semana santa, en los pueblos sin sacerdote, y en las misiones populares, organizadas por la arquidiócesis. Tal como se fue mostrando más tarde, Moreno tenía una veta de misionero popular y de párroco de pueblo.
Cuando lo asesinaron, Moreno era un especialista en moral de la vida. Había hecho una síntesis entre las ciencias y la moral, uniendo la bioética con la moral cristiana. En los últimos años de su vida, enseñó moral especial y teología fundamental y sistemática. Aunque siempre se quejó de no tener tiempo suficiente para estudiar y preparar mejor sus clases, sus estudiantes se mostraban satisfechos. Según su apreciación, la coordinación del profesorado de ciencias religiosas y morales, cuya mayoría de estudiantes eran religiosas, y la administración del Centro Monseñor Romero, del cual era subdirector, le consumían un tiempo que estaría mejor empleado en el estudio.
Como maestro de novicios de una etapa de cambio y transición en la Iglesia, en la Compañía de Jesús y en Centroamérica, el desafío eran grande y entrañaba riesgos. Moreno se esforzó por mantener el equilibrio entre la tradición jesuítica y las nuevas orientaciones del concilio Vaticano II, la Congregación General 31 y el Padre General. No le resultó fácil distinguir entre lo tradicional que había que conservar por ser esencial y lo que había que abandonar como ser mera formalidad de un pasado inexistente. Sabía que debía cambiar muchas cosas, pero desconocía hasta dónde era posible llegar sin menoscabo de la formación de los futuros jesuitas. No había sido preparado para ser maestro de novicios. A duras penas, antes de asumir el nuevo cargo, estuvo unos cuantos meses en Roma, actualizándose en la espiritualidad ignaciana y en la formación de novicios. La inexperiencia y lo desconocido lo angustiaban –a veces demasiado. A estas dudas había que agregar la sobrecarga de responsabilidades. Además de maestro de novicios fue profesor del seminario y de la UCA, espiritual de algunos seminaristas e incluso Rector del Colegio Externado, aunque por un tiempo corto.
El provincial lo nombró Rector interino del colegio para que investigara la validez de las acusaciones de los padres de familia sobre la heterodoxia de la enseñanza. Habiendo pasado la mayor parte de su vida en el mundo religioso y clerical, tampoco estaba preparado para una batalla como aquella. En los meses siguientes a su nombramiento, a medida que el conflicto se agravó, Moreno sufrió mucho a causa de la presión de unos padres de familia agresivos y desconsiderados con quienes tenía que reunirse continuamente. De forma concienzuda, les explicó que la orientación de los autores que sus hijos estudiaban en sociología no era marxista –entre ellos se encontraba la Populorum Progressio de Paulo VI- y que si éstos encontraban chocante la pobreza, no se debía a la mala influencia de los jesuitas, sino a que el hecho mismo era impactante. Entonces, lo acusaron de encubrir “con las palabras del evangelio, la teología y la dulce figura de Cristo, la amarga píldora del comunismo”. Moreno tuvo que acudir, en representación del colegio, a la Fiscalía General de la República para responder a un interrogatorio sobre la ortodoxia de la docencia del colegio. Al final, el conflicto fue resuelto a alto nivel, en Casa Presidencial, y con la intervención del arzobispo de San Salvador.
En los momentos más difíciles para Moreno, Amando López se presentaba en el noviciado con una botella de coñac debajo del brazo y dos puros en la bolsa de la camisa. Estas largas conversaciones entre amigos le devolvían la confianza y le daban ánimo para continuar. Cinco años fue maestro, pero casi todos los novicios que formó abandonaron la Compañía de Jesús poco después, por una u otra razón. Al dejar el cargo, en 1974, regresó a Roma por dos años. Ahí fue padre espiritual del Pío Latinoamericano e hizo algunos cursos en la Universidad Gregoriana. Volvió a Centroamérica en 1976 y fue enviado a Panamá, donde fundó el Centro Ignaciano de Centroamérica, dedicado a promover la espiritualidad de Ignacio de Loyola y sus ejercicios espirituales. En cuatro años, dotó al Centro con una biblioteca bastante completa y muy bien clasificada, y con una revista (Diakonía) para difundir la teología espiritual y de la liberación. Moreno escribió muy poco la revista que dirigió. Dos artículos en 1978, uno en 1979 y otro en 1984. Sin embargo, estaba al día. Resumía y traducía todo aquello que le parecía relevante y luego lo reproducía. De esta manera, la revista ponía al alcance de las comunidades religiosas de la región lo último en teología.
En 1980, Moreno volvió a Managua. Pero esta vez llegó acompañado del Centro Ignaciano de Centroamérica, incluida su biblioteca. En la UCA de Managua le dieron un pequeño local, el cual pronto le pareció estrecho. Entonces, construyó uno más adecuado a las actividades del Centro Ignaciano. Fue miembro de la Junta de Directores de la universidad, director del Instituto de Ciencias Religiosas y superior de la comunidad universitaria, entre 1980 y 1982.
En esta etapa de su vida, Moreno se dedicó a promover y dar los ejercicios espirituales de san Ignacio, sobre todo a religiosos y religiosas. Dio varias tandas de ejercicios a los cleros de las diferentes iglesias centroamericanas. En Panamá, fue profesor del noviciado, trasladado ahí en 1975. Fue consejero de varios superiores y superioras provinciales de Centroamérica, quienes lo buscaron por su buen juicio. No es extraño, por lo tanto, que lo hubiesen elegido presidente de las conferencias de religiosos de Panamá y Nicaragua. Aunque exhortaba con pasión, no hería, porque sabía motivar al compromiso con la justicia desde la fe. Daba confianza a los temerosos y a quienes no se consideraban radicales. Los jesuitas centroamericanos más conservadores, por su lado, se vieron bien representados por él, cosa que no dejaba de causarle cierta inquietud. A comienzos de 1989, habló ante más de cuatro mil religiosas de una congregación canadiense. Cuando lo mataron, estaba preparando una serie de conferencias para más de mil religiosas de otra congregación, quienes se reunirían en Houston, en enero de 1990.
A principios de 1980, Moreno participó con su entusiasmo característico en la campaña de alfabetización de Nicaragua. Se puso al frente de un grupo de estudiantes, destacado al pueblo de Santa Lucía (Boaco). Se enamoró de la comunidad y del pueblo. Siempre que pudo, aun estando ya en San Salvador, se escapó para pasar unos días en el pueblo. Una de las cosas que más le atraía, era pescar en el río que transcurría en las proximidades del pueblo. Soñó con ser párroco de Santa Lucía y dedicarse a la predicación y a la espiritualidad.
Pero volvió a San Salvador, en 1985. Esta vez de manera definitiva. Sus superiores lo trasladaron para que ayudara con la docencia de la teología y para organizar la biblioteca del Centro de Reflexión Teológica. Al poco tiempo, Moreno reunió los mejores libros de teología y espiritualidad de las diversas residencias de los jesuitas de El Salvador, los catalogó y los ordenó cuidadosamente. Supervisó la construcción del Centro Monseñor Romero y, de manera simultánea, fue secretario del Padre Provincial y encargado de los archivos provinciales. Los domingos celebraba dos misas en la iglesia del Carmen de Santa Tecla, donde era conocido por la fuerza de su predicación. Sin embargo, ninguna de estas actividades le satisfacía del todo. La idea de ser párroco rural le seguía atrayendo. De hecho, pidió al Padre Provincial que una vez organizada la biblioteca, le permitiera hacerse cargo de una parroquia rural próxima a San Salvador. Así podría dar sus clases de teología sin dificultad y realizar su sueño. Pero pasó el tiempo, terminó la organización de la biblioteca y se quedó en San Salvador y en la UCA. Ahí lo encontraron sus asesinos. Por razones desconocidas, éstos arrastraron su cuerpo inerte desde el jardín hasta la habitación de Jon Sobrino, en cuya entrada lo abandonaron. El movimiento hizo que de los estantes cayera un libro que quedó manchado con su sangre, titulado El dios crucificado.